La solidaridad latinoamericana con los refugiados sirios

Mientras realiza deportaciones masivas de colombianos, Venezuela promete recibir 20 mil refugiados sirios.

Daniel Salgar Antolínez
10 de septiembre de 2015 - 03:05 a. m.

Mientras las autoridades venezolanas realizan deportaciones colectivas de colombianos hacia su país y fuerzan el retorno de otros tantos miles por pasos no oficiales de la frontera, el presidente Nicolás Maduro anuncia que está dispuesto a recibir a 20 mil refugiados sirios, porque siente el “dolor” por el conflicto que vive “un pueblo que amamos”. La declaración resulta extraña no sólo por la incoherencia frente a las vulneraciones que se están cometiendo contra una parte de la población migrante en Venezuela, sino porque los sirios que llegarían a ese país son desplazados por una guerra en la que uno de los responsables de la tragedia humana es un aliado de Caracas, el presidente sirio Bashar al Assad.

La magnitud de la tragedia siria no tiene comparación con ninguna de las actuales en Latinoamérica. La crisis migrante en Europa, a donde están llegando principalmente personas procedentes de Siria y Libia, tampoco tiene parangón en la región. Es la peor crisis migrante que ha vivido Europa desde la Segunda Guerra Mundial: este año más de 350 mil personas han atravesado el mar Mediterráneo para llegar a ese continente, y alrededor de 2.600 han muerto en el intento. Aunque esta crisis se viene anunciando desde que estalló la guerra en Siria en 2011 y los levantamientos sociales conocidos como la “Primavera Árabe”, sólo hasta que los migrantes tocaron las puertas de los principales países europeos, y hasta que le dio la vuelta al mundo la imagen de un menor muerto sobre la costa turca, los miembros de la Unión Europea comenzaron a tomar acciones más concretas para asistir a los migrantes, en vez de cerrarles las fronteras.

En Latinoamérica también existen problemas relacionados con la migración. Por ejemplo, desde hace dos años Haití vive uno muy grave que no ha generado la consternación regional ni ha despertado la presión internacional ni el altruismo generalizado que está despertado la crisis en Europa.

La de Haití no es exactamente una crisis migrante. Es peor: miles de personas nacidas en República Dominicana, pero de ascendencia haitiana, están siendo deportadas de ese país. La crisis comenzó cuando el Tribunal Constitucional dominicano emitió en 2013 una sentencia con la que resolvió el caso de Juliana Deguis Pierre, quien había nacido en territorio dominicano de padres haitianos y había sido registrada como dominicana por las autoridades, cuando la Constitución reconocía que nacer en el territorio basta para adquirir la nacionalidad.

El tribunal resolvió privar a Deguis de su nacionalidad e impuso una nueva interpretación de “extranjeros en tránsito”, la cual equipara este concepto con el de extranjeros en situación irregular. Con esto, el tribunal modificó la normativa vigente en el país desde 1929 hasta 2010. Además, ordenó a las autoridades examinar los registros de nacimientos desde 1929 hasta hoy, para identificar casos similares y despojar también a estas personas de su nacionalidad. Así, miles de personas nacidas durante esos años en suelo dominicano quedaron en condición de apátridas.

La decisión impacta sobre todo a los haitianos: una encuesta realizada en 2012 indica que en República Dominicana habitan 244.151 personas nacidas en este país de padre o madre de origen extranjero, de los cuales 209.912 son hijos de haitianos. El flujo descontrolado de personas que esto ha generado hacia Haití plantea un enorme reto para ese país, que es el más pobre del continente americano y lucha contra serios problemas de salud pública.

El tema llegó al Sistema Interamericano de DD. HH. y el 22 de octubre de 2014 la Corte Interamericana de DD. HH. (Corte IDH) se pronunció sobre la ilegalidad de la decisión del Tribunal Constitucional dominicano, que viola el derecho a la nacionalidad, a la personalidad jurídica, a la identidad, a la igualdad ante la ley y la obligación de prevenir la apatridia, entre otros.

Dos semanas después de emitida la sentencia, el tribunal dominicano decidió que el Estado no está obligado a cumplir con las decisiones de la Corte IDH, dado que no se cumplieron los requisitos legales y constitucionales para adherirse a la Corte en 1999.

La ONU ha advertido sobre la gravedad de la crisis en Haití y múltiples organizaciones han acelerado la consecución de recursos para atender a los deportados de territorio dominicano. El alto comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) ha llamado al gobierno dominicano a no deportar a los ciudadanos apátridas nacidos en la República Dominicana.

Haití, no obstante, ha desaprovechado oportunidades para visibilizar el drama ante las instancias políticas internacionales. Por ejemplo, cuando Colombia visibilizó la situación de DD. HH. en la frontera colombo-venezolana ante la Asamblea General de la OEA, se esperaba que entre los que votaran por llamar a una reunión de cancilleres para profundizar en el tema de los derechos de los migrantes tal vez estuviera Haití, por el interés en mostrar su problemática actual y poner el tema en la agenda de la OEA.

Pero Haití votó en contra. La razón: el país que depende energéticamente del petróleo venezolano, su voto se hizo más teniendo en cuenta su supervivencia energética que la idea de denunciar las violaciones a DD. HH. cometidas por su vecino.

El de la frontera colombo-venezolana es un drama que no despierta la consternación mundial, a pesar de la gira de la canciller María Ángela Holguín por Ginebra y Nueva York, donde ha denunciado la situación fronteriza ante los máximos organismos internacionales. Esta diplomacia ante las instancias internacionales le preocupa a Venezuela, pues no quiere aparecer ante el mundo como un régimen represivo, violador de DD. HH., disfrazado del Socialismo del Siglo XXI. Le preocupa tanto que, mientras la canciller colombiana estaba ayer en Nueva York, el gobierno venezolano compró una página del New York Times para exponer su perspectiva de la crisis fronteriza.

Más allá de esa pelea por desacreditar la imagen del otro, es poco lo que los organismos internacionales pueden hacer aparte de exigir el respeto a los derechos de los migrantes y recordar a Venezuela las obligaciones que tiene bajo la ley internacional, que por ejemplo no permite las deportaciones colectivas.

La crisis colombo-venezolana requiere ser visibilizada ante el mundo, pero la solución sólo llegará por la vía bilateral. En Europa, en cambio, la solución es mucho más complicada. Enfrentar las causas profundas de la migración desde Oriente Medio y el norte de África pasa por un debate sobre las formas en que se está interviniendo para solucionar conflictos como el sirio o el libio, y por preguntarse si esas formas, por ejemplo los ataques de EE.UU. y sus aliados, no son otro factor generador de desplazamiento. Europa también trabaja en agilizar sus mecanismos de acogida y registro de refugiados, y en evitar un estallido mayor de la xenofobia.

Mientras el mundo debate sobre estas complejidades se da la gira de la canciller mostrando que también hay una crisis migrante en Colombia. Por un lado, le conviene insertarse en el debate sobre los derechos de los migrantes. Por el otro, aunque ya sean alrededor de 20 mil los colombianos retornados desde Venezuela, la crisis entre Bogotá y Caracas aparece como un asunto menor frente a un problema que enfrentan las principales potencias de Europa y que podría amenazar su seguridad.

Son varios los gobiernos latinoamericanos que han acogido refugiados sirios. Entre estos Brasil, Argentina, Chile y Uruguay. Desde que la imagen del bebé muerto en la costa turca conmovió al mundo, otros gobiernos como el venezolano anunciaron su voluntad de recibir más refugiados. Claro, la cooperación es necesaria para resolver un problema que desborda a Europa. Pero ante tanto altruismo cualquiera se pregunta: ¿y la solidaridad latinoamericana con su propia región dónde queda?

Por Daniel Salgar Antolínez

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