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Los cien días más oscuros de Ruanda

El 7 de abril de 1994 comenzó una masacre que duró cien días y acabó con la vida de 800 mil personas.

Daniela Quintero Díaz
07 de abril de 2019 - 02:00 a. m.
Los cien días más oscuros de Ruanda

La noche del 6 de abril de 1994 la vida de los ruandeses, habitantes de un pequeño país en África Oriental, cambió para siempre. La mañana siguiente, el 7 de abril, marcó el comienzo de uno de los genocidios más atroces de la historia contemporánea. En cien días fueron masacradas cerca de 800 mil personas: 8 mil al día. 333 cada hora. Seis por minuto.

En tres meses, el 75 % de la población de la etnia tutsi fue asesinada a mano de los hutus, esos que hasta entonces habían sido sus vecinos, compañeros y amigos. ¿La razón? Una extrema polarización entre las dos etnias, para muchos (entre esos, el Gobierno de Ruanda), impulsada por los colonizadores belgas, quienes con su llegada al país propiciaron una serie de reformas, entre las que estaba incluida la creación de un documento de identidad que señalaba el origen étnico de cada individuo.

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“Lo que siempre se ha presentado como etnias, hutus contra tutsis, en realidad nunca fue eso, son clases sociales. Una de las primeras leyes de los belgas lo que decía era que, si tú tenías más de 10 vacas, eras tutsi, y si tenías menos de 10, eras hutu. Ya después se le asignaron unas categorías físicas a uno y otro grupo, pero el primer criterio fue económico. Esto generó que los que tenían vacas eran la élite y los que no tenían eran agricultores, en consecuencia, más pobres”, explica Jerónimo Delgado, profesor de estudios africanos de la Universidad Externado de Colombia.

A pesar de que vivían en el mismo territorio, hablaban la misma lengua y tenían las mismas costumbres, la división institucional exacerbó sus diferencias. Los hutus, que entonces eran mayoría y conformaban cerca del 85 % de la población, estaban subordinados e incluso sometidos a trabajos forzados por los tutsis, una minoría del 15 % reconocida por Bélgica como la clase dominante, a quienes les entregaron el poder administrativo hasta la independencia, en 1961. En ese momento Ruanda se constituyó en una República, lo que habilitó la posibilidad de que la mayoría hutu llegara al poder. Los papeles se invirtieron.

En las décadas de 1960 y 1970 los tutsis fueron perseguidos y protagonizaron un éxodo masivo a países vecinos. Algunos de ellos formaron el Frente Patriótico Ruandés (FPR), una milicia protutsi que durante varios años se entrenó militarmente. Entretanto, en Ruanda, que vivía una grave crisis económica, hambrunas y enfermedades, se fortalecían los interahamwe (los que trabajan juntos), milicias de hutus radicales que buscaban darle al conflicto una solución final apoyados por un círculo de personajes poderosos y radicales cercanos al presidente: la matanza de todos los tutsis.

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La muerte del presidente Juvenal Habyarimana (Hutu), el 6 de abril de 1994, después de que el avión en el que viajaba fuera derribado, dio pie para que los hutus empezaran “legítimamente” la masacre contra los tutsis.

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“Soy la única sobreviviente de mi familia. Tenía solo 19 años cuando llegó el genocidio. Mis padres, tres hermanas y dos hermanos fueron asesinados en Gitarama el 14 de abril de 1994”, cuenta Adeline (tutsi) para la organización Survivors Fund, que recogió los testimonios de varios de los sobrevivientes en el marco del programa de divulgación del genocidio de Ruanda de la ONU.

Cuando la masacre empezó, Adeline se separó de su familia al intentar escapar. Ella, junto con su hermana menor, de 14 años, corrieron hacia Butare, en donde se escondieron en una trinchera. Pronto, unos locales las encontraron y les hicieron creer que iban a “liberarlas” y a darles “algo para celebrar”. Las tomaron prisioneras y “cuando se cansaban de matar venían a donde estábamos y nos ordenaban quitarnos la ropa para que, cada uno, nos violara. Tuve que ver cómo violaban a mi hermana. Ahí dejé de sentir mi dolor”, cuenta.

Pasaron dos semanas y la historia se repetía a diario. Conocieron a muchas mujeres. Algunas eran violadas y asesinadas; otras eran cortadas con machete y dejadas agonizando hasta que morían. Creyeron que las cosas iban a mejorar cuando reconocieron a un vecino, Marcel, que formaba parte del grupo de asesinos. Adeline le rogó para que las salvara, pero en cambio su conocido de toda la vida la llevó a su casa, la raptó y la violó todos los días.

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A su hermana la mataron días después. Adeline pudo escapar, pero no por mucho tiempo. Nuevamente otro interahamwe la tomó prisionera y la violó. Después trajo a todos sus amigos para que hicieran lo mismo por cinco días seguidos. Sangró. Su cuerpo resistió hasta que se desmayó. Tiempo después, no sabe cuánto, despertó. “El lugar estaba en silencio. Salí de la casa cubierta de sangre, olorosa. Caminé esperando que alguien me matara. Grité y llamé a los abusadores para que me mataran. En ese momento no sabía que el FRP había liberado el área, estuve a salvo”, asegura.

Ser la única sobreviviente de la familia fue el factor común de muchas ruandesas tras 1994. También haber tenido un hijo fruto de una violación o ser contagiadas de VIH. Entre 150 mil y 250 mil mujeres fueron violadas y contagiadas de VIH durante el genocidio. Más de 20 mil niños nacieron de mujeres violadas por la milicia (y su historia, hasta hoy, tampoco ha sido fácil). Unos 95 mil niños quedaron huérfanos tras el genocidio.

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Se utilizaron todas las formas posibles de violencia para atacar al enemigo: mutilaciones, violaciones en masa y asesinatos con machetes, cuchillos y palos. No solo contra los tutsis. En ese grupo también encajaban los hutus moderados y todo aquel que no estuviera de acuerdo con apoyar el exterminio.

El nuevo gobierno y la interahamwe se encargaron de repartir armas y obligar a los hutus a matar a los tutsis. Y los medios, de difundir el odio: “Los tutsis no merecen vivir. Hay que matarlos. Incluso a las mujeres embarazadas hay que cortarlas en pedazos y abrirles el vientre para arrancarles el bebé”, se transmitía entonces en la Radio Televisión Libre.

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Pero Damas Gisimba, hutu, quien dirigía un orfanato (que hoy mantiene), prefirió arriesgar su vida a participar de la matanza. En las instalaciones en donde albergaba a cientos de niños huérfanos logró esconder a más de 400 personas durante el genocidio. “Sabía que los niños iban a estar muy asustados, yo intentaba calmarlos diciéndoles que no había de qué preocuparse, que Dios nos protegería”, asegura en una entrevista con la ONU. A su refugio no solo llegaron niños, sino también adultos. Allí los albergó a todos sin importar su etnia.

“Veo a todas las personas en mi propio reflejo. Ellos tienen la misma sangre que tengo, ellos pueden sufrir como puedo sufrir yo. Si tenemos que morir es necesario para nosotros morir juntos”, remarca mientras cuenta cómo los atacantes hutus iban al orfanato todos los días a pedir plata y comida.

Los escondió en los baños y en los techos. Estaban encerrados, no podían moverse, pero podían escuchar todo lo que los milicianos decían cuando iban al sitio. Pronto, los rumores de que estaba resguardando a tutsis se hicieron más fuertes y los hutus se prepararon para atacar. “El momento más difícil fue cuando estos hombres vinieron y me dijeron que sabían que estaba escondiéndolos. Que vendrían a matarme y después a los demás”. Pero con ayuda de Gisimba logró salvarlos a casi todos, excepto a ocho.

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En julio de 1994 el FPR, a la cabeza de Paul Kagame (actual mandatario), tomó el control del país. Ruanda estaba devastado, además de la matanza, era un país sin Estado ni instituciones funcionales. La comunidad internacional miró para otro lado después de favorecer durante décadas el sistema de castas que provocó el enfrentamiento. Familias, hogares y comunidades quedaron destruidas y más de dos millones de personas huyeron del país.

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Sin embargo, en estos 25 años Ruanda ha progresado mucho: está entre los 10 países africanos con mayor crecimiento económico anual (8 %), es el país del mundo con más mujeres en el parlamento (63 %) y la esperanza de vida, según el Banco Mundial, alcanza ahora los 67 años (mientras que entonces era de 29 años). Hoy ocupa el cuarto lugar entre los países más paritarios. ¿Cómo lo lograron?

Tras la tragedia, ambas castas fueron oficialmente eliminadas. En 2003 la nueva Constitución prohibió la diferenciación por etnias, todos serían ahora “ruandeses”, a secas. El país tiene muchas lecciones que dar sobre perdón, unidad y crecimiento.

“El caso ruandés es bien interesante, porque después del genocidio lo que tú tienes es la llegada al poder de las víctimas del genocidio, por lo que la aplicación de justicia viene desde las víctimas mismas”, afirma Delgado. “Los tribunales gacaca fueron una iniciativa de las comunidades para juzgar a los responsables de cometer asesinatos y crímenes contra la propiedad de las personas, siempre y cuando fueran personas del común, no líderes ni dirigentes”, complementa. Las “cabezas” fueron procesadas por el Tribunal Penal Internacional para Ruanda, pero su alcance no fue mucho (unos 25 mil sospechosos de genocidio están escondidos en otros países, y solo 22 personas han sido extraditadas al país, de las mil órdenes de repatriación que se remitieron, según datos de la Comisión Nacional de Lucha contra el Genocidio).

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En cambio, más de 1 millón de casos fueron procesados en las gacacas, y la sanción, generalmente, fue el servicio comunitario, “entonces, lo que terminan haciendo los perpetradores es ayudando a reconstruir Ruanda. Eso hizo más fácil el mismo proceso de restauración y permitió que se reconstruyeran las dinámicas de tejido social dentro de la población. Hoy en día esto es lo que uno percibe cuando visita Ruanda”, asegura el profesor, que ha ido al país dos veces después del genocidio.

No obstante, “más que un proceso de reconciliación, lo que se dio fue un acto como de ‘echarle tierra’ al pasado. Por eso, creo que es importante mencionar que, como le echamos tierra encima, es posible que después el conflicto vuelva y surja, porque no se solucionó de raíz”, concluye.

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