Publicidad

Los dementes no han ganado

Alain Gauthier y su esposa, Dafroza, han dedicado 15 años a perseguir a los responsables que huyeron a Francia. El testimonio de Alain refleja el camino que los ruandeses han recorrido para sobrevivir al horror del recuerdo.

Juan David Torres, Santiago La Rotta
05 de abril de 2014 - 05:49 p. m.
Una refugiada en el campamento ubicado en la ciudad ruandesa  de Gisenyi. 1996. / AFP
Una refugiada en el campamento ubicado en la ciudad ruandesa de Gisenyi. 1996. / AFP

Todo comenzó el 7 de abril de 1994. No hubo bombardeos, largas jornadas de artillería o grandes despliegues de tanques en un país hecho principalmente de montañas. Esta no fue una guerra con medios industriales, aunque sí una guerra a escala industrial: 800 mil muertos en 100 días, aproximadamente. Aunque las cifras varían de fuente en fuente, lo que quedó claro para la historia fueron los métodos. De estos dan cuenta los cientos de cráneos que hoy descansan en los sitios construidos para recodar hasta el final de los días qué pasó en Ruanda entre abril y julio de 1994.

La mayoría de los 800 mil muertos oficiales del genocidio en Ruanda fue masacrada con palos, piedras y machetes. Métodos primitivos para un fin primitivo: exterminar al otro, sin importar si era vecino, amigo o padre. Ya se ha dicho: “El infierno son los otros”.

“No hay forma de prevenir un genocidio”, dice Alain Gauthier. No deja de existir una cierta contradicción en estas palabras, pues pertenecen a un hombre que ha dedicado 15 años a buscar justicia. Buscar en el sentido más literal: escarbar en archivos, contrastar, recabar testimonios, atar los cabos que lo llevan a un nombre. Y ese nombre pertenece a un ciudadano respetable que hoy vive en Francia, pero que en 1994 vivió en Ruanda bajo otro nombre y, embriagado de violencia facilitó, permitió o ejecutó. Ese fantasma del sistema que Gauthier rastrea fue parte de los miles, o acaso millones, que hace 20 años descendieron a los infiernos para tratar de exterminar a un pueblo entero, incluso cuando era su propio pueblo.

“Tenemos que entender que, para tener nuestra paz, tenemos que defendernos. Algunos han dicho que ‘aquellos que buscan la paz siempre deben prepararse para la guerra’. (…) En el evangelio dice que quien sea golpeado en una mejilla debe ofrecer la otra. El evangelio ha cambiado en nuestro movimiento: si alguien les pega en la mejilla, ustedes devuelven dos veces el golpe en la mejilla y así el atacante colapsa y jamás se podrá volver a recuperar”.

Para 1992, Ruanda se encontraba en un rumbo de colisión consigo mismo. Un conflicto interino bullía en las entrañas del país desde finales de los años cincuenta, cuando una casta oprimida históricamente (hutus) se reveló en contra de su opresor (tutsis) y arrancó un ciclo de violencia que estallaría, en su forma más atroz y masiva, en 1994. Para 1992, León Musegera pronunció el discurso que pasó a la historia por ser una de las piezas fundamentales de la solución final: una proclamación pública de que los males de Ruanda eran una porción de los ruandeses.

A Musegera se unieron académicos como Casimir Bizimungu y Ferdinand Nahimana (doctor en historia), de la Universidad Nacional de Ruanda, que comenzaron a sentar las bases intelectuales de una doctrina que catalogaba a los tutsis como una raza extraña al pueblo de Ruanda y que, venida desde un lugar lejano, había oprimido a los pobladores originales de este país africano, los hutus.

A diferencia de otros países africanos, Ruanda fue habitado primordialmente por un solo pueblo, los banyaruanda. La división entre tutsis y hutus es una partición de esta comunidad que, como suele suceder en la humanidad, se dio para establecer un dominante y dominador, como una especie de casta. En el escalón superior de la sociedad ruandesa, como también es muy habitual en la especie, se estableció la minoría: los tutsis (dueños del ganado) y el resto quedó para los hutus (campesinos al servicio, casi feudal, de quienes controlaban las reses).

El asunto se mantuvo así durante varios siglos (no hay consenso, pero se estima que la división de la sociedad ruandesa puede datar, cuando menos, del siglo XV) y atravesó la primera colonización del país, a manos de los alemanes. Continuó durante la segunda, esta vez en poder de los belgas, quienes alteraron el curso de la historia para intentar retrasar la historia. Los tutsis, más poderosos y educados que los hutus, comenzaron a conformar un cierto movimiento independentista. La solución de Bélgica fue empoderar a los hutus, más dóciles al dominio colonial, y acabar así con la causa de la independencia sin tener que derramar sangre belga, arriesgando eso sí el desangramiento de Ruanda, cuenta Ryszard Kapuscinski en ‘Ébano’.

Para 1959, la revolución se tomó Ruanda y con ella arrastró a varias decenas de tutsis bien fuera a la muerte o al exilio. Los hutus subieron al poder y un nuevo país emergió del odio entre un mismo pueblo. “Tanto hutus como tutsis despiertan de aquella revolución como de una pesadilla. Unos y otros han pasado por el trance de una masacre, los primeros causándola y los segundos sufriéndola como víctimas, y semejante experiencia deja en la gente una huella atormentadora e imborrable”, escribió Kapuscinski.

El exilio es mal compañero, exacerba las nostalgias y cava aún más hondo el odio por un enemigo invisible, aunque siempre presente. En la distancia, sin una patria propia, los tutsis se organizaron para retomar el lugar que les perteneció. Lo intentaron en 1963, apoyados por tutsis en el vecino país de Burundi. No lo lograron y, como represalia, los hutus masacraron 20 mil tutsis.

En 1973, el general Juvenal Habyarimana, hutu y jefe del ejército ruandés, dio un golpe y se proclama presidente. En el camino hacia la gloria y el poder (si es que acaso no suelen ser lo mismo para ciertos hombres), Habyarimana enriquece enormemente a un pequeño clan de su aldea, además de buena parte de su familia. Su ambición lo ciega y en su ceguera no comprende que los tutsis también entienden a Ruanda como su patria.

Para 1990, un grupo de tutsis, principalmente en Uganda, formó secretamente el Frente Nacional de Ruanda. El 30 de septiembre de ese año el movimiento entró en Ruanda por el norte y montó una ofensiva sorpresa con la cual logró capturar medio país en poco tiempo. El resto del territorio, quizá, hubiera sido de ellos, de no ser por la intervención de Francia que, bajo la orden del presidente François Mitterrand, envió dos compañías de paracaidistas franceses a Kigali, capital ruandesa.

Entre 1990 y 1993, ni el Frente Nacional ni el ejército de Ruanda cedieron terreno. Se abrió una especie de diálogo político encarnado en un gobierno de coalición (entre hutus y guerrilleros) que no termina de concretarse y, en medio de la crisis perpetua, otros países de África presionaron para un verdadero acuerdo entre las partes. Habyarimana cedió. El acuerdo entre las partes se firmó en Tanzania. El 6 de abril de 1993, el avión presidencial, con el general a bordo, fue derribado poco antes de aterrizar en Kigali. Fueron los tutsis, gritaron muchos. Y las palabras de los intelectuales Musegera, Bizimungu y Nahimana comenzaron a sonar más duro. Primer acto: el genocidio. Segundo acto: la culpa, la culpa para siempre.

¿Cómo comenzaron la búsqueda de los genocidas que viven en Francia?

Empezamos en 1997, pero de manera individual. Luego, junto con mi esposa, estábamos en Ruanda y recogimos algunos testimonios. La idea de crear la asociación que presido hoy comenzó en 2001, después del primer proceso que se desarrolló en Bélgica. Hemos participado allí y decidimos crear esta corporación.

¿La justicia es suficiente para seguir la vida después del genocidio?

En el genocidio es necesaria para seguir viviendo. Es extremadamente importante encontrar a los asesinos para el conocimiento colectivo y que busquemos la justicia persiguiendo a los asesinos donde quiera que se encuentren. Ahora, ¿es suficiente? Es un medio para superar el dolor porque las víctimas deben mostrar que tienen un modo de vida, que los victimarios no ganaron.

Usted estaba fuera de Ruanda cuando ocurrió el genocidio. ¿Cómo lo vivió?

Por ese entonces vivíamos en Francia. En la capital, Kigali, hubo enfrentamientos ese día. Parecía normal. Cuando comenzó el genocidio queríamos ver a la madre de Dafroza, ella dijo que no volviéramos porque las cosas estaban muy mal. Ella fue asesinada por esos días. Ya en la casa existía un sentimiento de culpabilidad, de gran sufrimiento por estar lejos porque no sabíamos qué hacer. La muerte de los familiares, de los amigos. Fue un período extremadamente difícil a causa de la impotencia en la que nos encontrábamos por no poder hacer nada.

¿Es posible prevenir un genocidio?

No es posible prevenir un genocidio. La historia del mundo está llena de masacres. Es muy difícil prevenir el genocidio porque es un problema de educación. En el caso de Ruanda, la comunidad internacional tiene una gran responsabilidad. Había cerca de 2.500 soldados y se han reducido a 400 después del genocidio. Ha habido un genocidio de judíos, masacres que están cercanas al genocidio, crímenes de masas. No sé cómo prevenirlo. La educación es importante.

¿Cómo realizan sus investigaciones?

Cuando tenemos información sobre un sospechoso, queremos saber en qué parte está, qué crímenes ha cometido, rescatamos algunos testimonios y buscamos encontrarlo. Algunos son de fácil acceso, están en libertad, otros están siendo investigados. En ocasiones los podemos ver con el permiso de las autoridades. Eso nos demanda muchísimo trabajo. Nos sostuvimos mucho tiempo con nuestros propios recursos. Son 15 años consagrados a ese combate. Creemos que la justicia es indispensable.

¿Por qué la justicia francesa se ha tomado 20 años para enjuiciar a los posibles victimarios?

Podríamos decir que simplemente es porque el gobierno francés, en 1994, fue cómplice de las fuerzas genocidas en Ruanda. Regularmente es denunciada su participación directa, financiera. Creo que, en efecto, el gobierno francés tuvo una gran responsabilidad, al menos moral. Es suficiente que un gobierno no permita que la justicia trabaje para que los responsables del genocidio no sean perseguidos. ¿Por qué ha fallado? Porque no ha habido una búsqueda seria; la justicia francesa sólo condenó a uno de los victimarios hasta hace dos semanas.

¿Cuántos de los implicados ha encontrado en Francia?

Hemos encontrado 25 personas que ya están registradas en la oficina del juez de instrucción y estamos en busca de otros en Francia. No es posible saber exactamente cuánto son.

¿Existen procesos penales contra los implicados que ustedes encontraron?

Por ahora ya hubo una condena con Pascal Simbikangwa el 14 de marzo, una condena de 25 años por genocidio. Hay otros tres procesados actualmente que están en prisión. Otros más serán juzgados con prontitud, eso esperamos. Hay muchísimos otros, cerca de 25 procesos, en el expediente del juez de instrucción. Cerca de 20 años de expedientes están allí: sólo esperamos.

¿Cuál es la parte más difícil de su trabajo?

No sé, en realidad. Es difícil para nosotros perseguir a los genocidas, eso ha frenado nuestro impulso. Tenemos la sensación de haber sacrificado una parte de nuestra vida, no nos ha permitido consagrar ese tiempo a nuestros hijos, a nuestros amigos, ha trastornado desde hace 20 años nuestra existencia. El momento más difícil fue el genocidio. Nos encontramos en un combate por la justicia, y es nuestra forma de decir que los genocidas no han ganado.


jtorres@elespectador.com

slarotta@elespectador.com

Por Juan David Torres, Santiago La Rotta

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar