Los sobrevivientes del tiroteo de Parkland recuerdan el día en que casi mueren

Cuatro meses después de la tragedia que acabó con la vida de 17 estudiantes, los jóvenes que quedaron con vida se han convertido en un símbolo de la lucha contra las armas en Estados Unidos.

Audra D. S. Burch - The New York Times
09 de junio de 2018 - 10:00 p. m.
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Recuerdan los tiros en ráfagas relampagueantes. Rebanaban el aire, como pelotas zumbadoras de una máquina de juegos. Las balas saltaban al chocar contra el piso de baldosas, el techo y las computadoras portátiles, cuyas pantallas tronaban, parpadeaban y se ponían de un blanco brumoso.

En menos de un minuto, una emboscada vespertina transformó el aula 1214 de la escuela preparatoria Marjory Stoneman en una amplia escena del crimen, y a sus estudiantes en víctimas, sobrevivientes o testigos.

Antes, algunos de ellos solo se conocían superficialmente por la clase de hora y media llamada Historia del Holocausto. Otros, como Samantha Grady y Helena Ramsay, eran mejores amigos.

Trágicamente su salón se convirtió en uno de los más afectados, con dos alumnos muertos y cuatro heridos, casi un cuarto del total. Ahora, quienes sobrevivieron están tratando de sanar a través de la tecnología moderna, la socialización a la antigua… y el tiempo. Crearon un grupo de mensajes de texto que se ha convertido en un espacio donde casi nunca están solos, y donde sus mentes intranquilas, miedos y noches en vela encuentran una íntima comprensión.

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Es el lugar donde pueden hablar de la insistencia del duelo. Pueden revelar los sonidos que aún los hacen brincar, con los ojos muy abiertos. También es donde, hace apenas tres semanas, muchos de ellos se enteraron sobre los ocho estudiantes y dos profesores asesinados en un tiroteo masivo de escalofriante parecido en una preparatoria de Texas.

A veces el dolor se contrarresta con el triunfo de momentos de normalidad, como las publicaciones de selfis o mascotas. Pero por debajo de todo ello, ese día es aún gran parte de sus vidas. Es el subtexto de las conversaciones, la razón por la que están conectados. La cercanía que nació de la tragedia es el motivo por el cual algunos de ellos esperan seguir en contacto después del miércoles, el último día de clases… e incluso más allá de la preparatoria.

Daniel Zaphrany, de 18 años, de último año, lo describió así: “Primero éramos estudiantes. Luego sobrevivientes. Ahora familia”.

Un letrero profético decía: ‘Nunca olvidaremos’

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Casi cuatro meses después, los estudiantes recuerdan gran parte de esa terrible tarde con detalles precisos. Era la cuarta clase, la última del día.

Samantha Fuentes, que habló justo después de someterse a un procedimiento láser el mes pasado para eliminar metralla, recuerda haberles dado a algunos de sus compañeros fresas cubiertas de chocolate por el Día de San Valentín. Algunos estudiantes llevaban claveles rojos que habían comprado al consejo estudiantil.

Los estudiantes —todos de los dos últimos grados— habían estado aprendiendo sobre los grupos de odio en los campus universitarios. El aula misma era una especie de lección. Ivy Schamis, la maestra, había puesto en los muros del salón imágenes de campos de concentración y carteles. Un letrero particularmente profético decía: “Nunca olvidaremos”. El año anterior, los estudiantes habían pintado un alambre de púas con la inscripción “Arbeit Macht Frei” en la pared, arriba del escritorio de Schamis. Todos los años llevaba a sus alumnos a conocer a sobrevivientes del Holocausto.

Ese día los alumnos habían formado grupos para dar presentaciones al frente del salón. La balacera, con ese sonido que más tarde los perseguiría, estaba a punto de comenzar. Schamis volteó a ver a sus estudiantes: “¿Alguien sabe quién es Adi Dassler?”.

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Nicholas Dworet, de 17 años, alzó la mano.

“Es el fundador de Adidas, y su hermano creó Puma”, dijo el chico.

En los cuatro años que Schamis había dado esa asignatura, nadie había sabido nunca la respuesta. Dassler, cuyos zapatos deportivos usó Jesse Owens, era uno de los nombres que la maestra presentaba a los estudiantes antes de la clase sobre los Juegos Olímpicos de 1936 en Berlín.

“Le pregunté cómo sabía eso. Estaba muy emocionada de que supiera la respuesta. Fue entonces cuando comenzaron a sonar los primeros tiros”, dijo, con lágrimas en los ojos. “Más tarde le dije a su madre que ese día él fue mi estudiante estrella”.

‘Experimentamos el odio de primera mano’

De los 31 alumnos, tres faltaron ese día. Cuando los tiros empezaron a oírse, los chicos se miraron unos a otros, algunos confundidos por el sonido.

Kelly Plaur sabía de qué se trataba. Tres años antes, su padre le había enseñado a disparar una pistola como protección. Así que cuando el sonido explosivo pasó zumbando a través del espacio entre sus oídos y los nuevos audífonos Beats que sostenía a cierta distancia de su cabeza, supo que se trataba de balazos.

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Saltó desde su banca cuando sonó el tercer tiro. Para entonces, todos sabían qué pasaba. Estaban en medio de un tiroteo masivo, uno que podría estudiarse en clases de historia en el futuro como uno de los peores en su país.

“Ese día, las lecciones sobre el Holocausto cobraron vida”, dijo Schamis, de 54 años. “Experimentamos el odio de primera mano”.

El aula 1214 se ubica en el primer piso de tres dentro del edificio 1200.

La policía dice que el atacante cargó su rifle AR-15 en el vano de una escalera y, en poco más de seis minutos, mató a 17 personas después de tirar hacia tres aulas desde la puerta.

Cuando comenzó a disparar por afuera de la puerta cerrada de su salón y rompió el vidrio, Kaitlyn Jesionowski y otros se apiñaron en el rincón más cercano. Pero estaba frente a esa puerta y nada los cubría. “Vi alrededor y pensé que estábamos directamente en la línea de fuego, así que debíamos movernos”, recordó una tarde hace poco. Se alejaron siguiendo el muro bajo la ventana y Kaitlyn, de 18 años, movió el armario de computadoras portátiles para que más estudiantes pudieran amontonarse detrás.

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Todos estaban agachados, hincados o sentados en el piso de baldosas, bajo una bruma humeante que se había instalado en el aula por los tiros. Daniel era el único de pie. Se había pegado al gabinete donde se guarda el material, a unos cuantos metros de la puerta, pero fuera de la mira del hombre armado. Desde donde estaba parado podía ver el aula entera. Se inclinó hacia adelante; podía ver la puerta.

Algunos tiros dieron en el techo. “Caía polvo. Sentí que la boca se me secaba por ese polvo”, dijo Daniel, que había estado considerando convertirse en bombero y paramédico. Se decidió después del tiroteo y espera poder asistir a una academia local de bomberos. “Se sentía casi crujiente, como si estuviera masticando arena”.

Samantha Fuentes se había movido dando tumbos por todo el salón hacia la ventana en un momento; había chocado con un montón de escritorios y se había lastimado la cara. “Podía escuchar los tiros detrás de mí, y gritos por todas partes”, dijo. “Me aventé al piso y comencé a arrastrarme hacia los compañeros”.

En unos cuantos segundos, un grupo había formado una barricada con otro armario de computadoras, un podio y un archivero.

Helena, de tercer año, instruyó con calma a algunos compañeros para que tomaran libros para protegerse. La mejor amiga de Helena, Samantha, tomó un libro azul delgado, y lo usó por un momento para cubrirse la cara. Terminó con una herida por rozamiento que requirió catorce grapas.

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‘¿Va a regresar a acabar con nosotros?’

Kelly, de 18 años, se hincó al lado del escritorio de madera de Schamis. Notó que su maestra no estaba completamente protegida. “Vi que estaba escribiendo un mensaje que decía que los amaba. Pensé: ‘Dios mío, podría ser mi mamá’”. La jaló cerca y se inclinó sobre ella. “Por lo menos podría proteger su cabeza”, dijo.

Kelly sacó su celular para llamar al 911. Lo intentó cuatro veces antes de que la llamada entrara.

Schamis aún está impactada por la pregunta que le hizo un alumno en ese terrible momento: “Maestra Schamis, ¿vamos a morir hoy?”.

“Lo vi a los ojos y solo le dije: ‘No. Hoy no’. Al mismo tiempo, pensaba en qué haría si el hombre armado entraba”, dijo.

Tenía un plan nada convencional si el atacante entraba al salón. “Decidí que me pondría de pie y le diría: ‘Te amo’”, dijo. “Pensaba que no podría seguir tirando mientras alguien le estuviera diciendo ‘Te amo’”.

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Tan repentinamente comocomenzó el tiroteo en el aula 1214, así terminó. El atacante cruzó el pasillo y regresó al aula 1216, donde había una clase de literatura, y empezó a disparar de nuevo.

Mientras los estudiantes en el aula 1214 se preparaban por si el atacante regresaba, el horror comenzó a caerles encima. Los escritorios se habían venido abajo. Sangre, vidrios y claveles cubrían el piso. Los heridos lloraban. Helena y Nicholas yacían muertos uno al lado del otro. Samantha y Samantha, Isabel Chequer y Daniela Menescal estaban heridas.

El tiroteo dejó a Samantha Fuentes, de 18 años, con una herida de bala en la pierna izquierda y metralla en la cara. Sentía la pierna caliente y con hormigueo, pero no le dolía. Se recargó en la pared, vio a sus dos compañeros muertos y se preguntó: “¿Regresará a acabar con nosotros? ¿Me desangraré hasta morir?”.

Una cadena de mensajes de textos se convierte en un refugio seguro

El grupo de chat comenzó como una manera eficaz de distribuir los detalles sobre los funerales y entierros de los compañeros y los maestros: diecisiete en once días. Luego se convirtió en algo más.

En parte alimentado por el duelo y la inmediatez, los mensajes del grupo —que incluye a Schamis y Darren Levine, quien daba una clase de literatura y arte del Holocausto el semestre anterior— se transformó en un lugar privado donde los estudiantes podían recordar esa terrible tarde y el desastre que dejó a su paso. Aunque no todos los alumnos participan, también se ha convertido en un lugar donde pueden encontrar apoyo.

“Lo llamo mi refugio seguro. Es terapéutico. Es el lugar a donde sé que puedo ir y dejar salir lo que siento”, dijo Daniel. “Todos nos entendemos porque pasamos juntos por esa situación. Creo que este vínculo permanecerá incluso cuando acabemos la escuela”.

Por Audra D. S. Burch - The New York Times

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