México canta y no llora

En medio de nuevos temblores, centenares de rescatistas y voluntarios siguen buscando vida entre los escombros. ¿Pueden millones de manos levantar una ciudad después de un terremoto?

Margarita Solano Abadía
24 de septiembre de 2017 - 08:53 p. m.
A pesar del dolor de la tragedia, el terremoto del martes despertó la solidaridad en México. / AFP
A pesar del dolor de la tragedia, el terremoto del martes despertó la solidaridad en México. / AFP
Foto: AFP - PEDRO PARDO

Nadie les pidió nada. Ni qué hacer, ni cómo hacerlo.

Lo hacen por instinto, por amor a la ciudad donde cincuenta edificios se caen a pedazos y decenas de personas han quedado prensadas y respiran por una rendija con la ilusión de que un rescatista dé con su ubicación. Salen ríos de jóvenes que no pasan del bachillerato montados en bicicletas, llevando en la espalda maletines con atún, agua y pañales. Otro carga dos palas, lleva algodón, gasas, jeringas y papel de baño. En un auto se aprietan siete de una familia que viene dispuesta a llegar hasta Xochimilco, donde el agua se salió del cauce, las casas se fracturaron y no han llegado las manos suficientes. Llevan café, leche en polvo, galletas, arroz y fríjoles.

La calle Medellín, cerca del mercado donde los colombianos comen sancocho los domingos, es hoy un comedor ambulante. Un centro de acopio improvisado por ciudadanos que organizan las botellas de agua, los alimentos, y una cadena humana pasa de mano en mano las cajas con comida para los niños, medicamentos para mayores de edad y croquetas para los perros.

A dos cuadras, un edificio ya no está. Un hombre de casco amarillo subido en lo que era una torre de seis pisos, empuña la derecha, pide silencio y todos quedan como congelados, se inmovilizan mientras los expertos meten aparatos entre los escombros y al sacarlos anuncian lo que todos quieren oír: “hay vida, hay vida”. Los sensores, planos y delgados, son capaces de captar de entre las paredes caídas, la temperatura corporal de un cuerpo que vive, que respira la esperanza de un pueblo. Los aplausos llegan, se abrazan entre hermanos, la cadena se forma espontáneamente y pasan cubetas de mano en mano, palas, agua, un taco de arroz.

“Tienen que comer para que sigan fuertes”, les dice una señora, y les alcanza un plato desechable con arroz, carne y una gelatina. Con el banquete que la mujer sostiene sobre tres mesas blancas, bien podría alimentarse un batallón: cocinó siete horas seguidas en una estufa de dos boquillas.

Allí mismo, un Teniente del Ejército organiza a los voluntarios en la acera de la calle y llegan dos camionetas. “En una fila los que van a la Del Valle y en la otra los de Xochimilco”, les pide. Falta nada para caer la noche del martes 19 de septiembre, cuando un sismo de 7,1 de magnitud sacudió la capital de México. Nadie dice, todos saben, que la oscuridad es el enemigo de los rescates y vencerse no está permitido, no hoy. Llegan más jóvenes y no tan jóvenes a cargar muros, apilar pedazos de rocas, ponerse cascos de exploradores, hacer relevos. Cuando la oscuridad es inocultable, entonan Cielito Lindo, se ponen uno al lado del otro y todos se vuelven uno para decirse: “canta y no llores”.

¡Y otra vez tiembla!

Martes 19 de septiembre, 13:14 p.m. El suelo baila sin que se lo pida mientras uso la computadora y me paro de la silla de un salto pensando que el mareo puede ser producto de una medicina que no tomé a tiempo. Antes de que razone, el surrealismo me detiene. Ahora el suelo salta conmigo de arriba abajo, carga con la computadora, la silla giratoria, un perchero de madera, la caminadora que habrá de pesar 20 kilos y caen directo a mi cara algunos libros de periodismo de la biblioteca empotrada en la pared. Todo en diez segundos.

Una voz masculina acompañada por ondas gravitacionales me avisa tarde, tardísimo, que debo evacuar del cuarto piso, pero no alcanzo, temo caer, alcanzo a dar tres pasos, llegar a la puerta, abrazar la pared. “Alerta sísmica”, “alerta sísmica”, “alerta sísmica”. Salta una botella de tequila, sigue el mezcal, el ron viejo de Caldas, un cuarto de aguardiente y un vino de repostería. Caen también Batman, el Hombre Araña, el señor Cara de Papa y el clásico de Rafael Pombo. “Sangre de Cristo cúbreme”, suplico. “Sangre de Cristo cúbreme”, repito, repito, repito y el edificio cruje, cruje, cruje.

Pensé que moría. Maldije que la alerta llegara a la mitad de los saltos y no lograra avanzar más que a la puerta. De repente, me asaltó una idea que me hizo dudar de mi cabeza, quizás estaba soñando. Porque ¿cuál es la probabilidad de sufrir un terremoto en la Ciudad de México el mismo día que se conmemoran 32 años del temblor más fuerte de su historia? “La misma que tienes de ganarte la lotería tres veces”, me responde un amigo con alma de mexicano desde Ecuador.

La noche más larga

Las veladoras y lámparas fueron quizás las más vendidas de la noche de un martes donde el 40 por ciento de la población no tiene luz y cientos tampoco casa. Las miradas se concentran en las imágenes del noticiero que muestran una escuela al sur de la ciudad donde perecen 30 menores, otros observan labores de rescate en edificios y fábricas. Todos quieren que la esperanza venza a la tragedia.

El control de daños dice que cuarenta y cinco construcciones resultaron seriamente afectadas en tres barrios principales de la capital mexicana: La Roma, La Condesa y Del Valle. El primero, epicentro de colombianos que avivan el recuerdo de su natal Colombia con restaurantes típicos, panaderías colombianas, bares y música del Grupo Niche, Juanes o Carlos Vives. Un barrio que desde hoy no será igual.

La Roma es un barrio que vino de menos a más en las últimas décadas. Comenzó como un escenario de gente bohemia que gusta de jugar cartas en la mesa y vivir en casas de la época del porfiriato que, para muchos jóvenes, hace veinte años resultaban anticuadas. Con los años, las rentas de 300 dólares alcanzaron los mil y hasta dos mil; casas de ventanales y adornos art déco se revistieron de bares costosos y restaurantes gourmet vieron la solución a sus problemas económicos.

Hace 32 años, La Roma sufrió como muchos barrios de la Ciudad de México con la llegada de un sismo de 8,2 que dejó 10 mil muertos, cientos lo perdieron todo. La foto que guardan papás que hoy son abuelos, muestran edificios vueltos acordeón y una humareda que abraza el ambiente. La imagen llega a la memoria de 20 millones de habitantes que se sienten atrapados en un déjà vu que confronta el pasado con el presente. Hoy han muerto más de 300 personas, la gente ha rescatado a 50. México resiste, la noche no acaba.

Por Margarita Solano Abadía

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