“No tengo intención de presentarme a un cargo público, nunca”: Michelle Obama

Publicamos un capítulo de “Mi historia”, autobiografía de la exprimera dama de los Estados Unidos, editada por el sello Plaza & Janés.

ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
18 de noviembre de 2018 - 02:00 a. m.
Michelle Obama, junto a su esposo Barack, el día de la llegada de Donald y Melania Trump a la Casa Blanca. “No me esforcé por sonreír”, anota ella. / AFP
Michelle Obama, junto a su esposo Barack, el día de la llegada de Donald y Melania Trump a la Casa Blanca. “No me esforcé por sonreír”, anota ella. / AFP

Barack y yo salimos por última vez de la Casa Blanca el 20 de enero de 2017 para acompañar a Donald y Melania Trump en la ceremonia de investidura. Ese día yo sentía muchas cosas a la vez: cansancio, orgullo, consternación, impaciencia. Pero, más que nada, me esforzaba por mantener la entereza, consciente de que las cámaras de televisión captarían todos nuestros movimientos. Barack y yo estábamos decididos a efectuar el traspaso de poder con elegancia y dignidad, concluir nuestros ocho años con los ideales y la compostura intactos. Habíamos entrado en la hora final.

Esa mañana Barack había realizado una última visita al despacho Oval para dejar a su sucesor una nota escrita a mano. También nos habíamos reunido en la planta de Estado para despedirnos del personal fijo de la Casa Blanca: mayordomos, ujieres, chefs, encargados de las labores domésticas y floristas, entre otros empleados que habían cuidado de nosotros con simpatía y profesionalismo y que, a partir de ese momento, dispensarían sus atenciones a la familia que se instalaría allí unas horas más tarde. 

Esas despedidas resultaron especialmente duras para Sasha y Malia, que habían visto casi a diario a muchas de aquellas personas durante la mitad de sus vidas. Yo los abracé a todos e intenté reprimir las lágrimas cuando, como regalo de despedida, nos entregaron dos banderas de Estados Unidos: la que ondeaba el primer día de la presidencia de Barack y la que había ondeado su último día en el cargo, como sujetalibros simbólicos que enmarcaban la experiencia de nuestra familia. (Michelle Obama se sometió a fecundación).

Sentada en el escenario de la investidura frente al Capitolio de Estados Unidos por tercera vez, pugnaba por dominar mis emociones. La vibrante diversidad que se apreciaba en las dos investiduras anteriores brillaba ahora por su ausencia, y en su lugar se respiraba lo que parecía una uniformidad desalentadora, el tipo de ambiente predominantemente blanco y masculino con el que me había encontrado tantas veces en la vida, sobre todo en los círculos más privilegiados, las altas esferas en las que de alguna manera había conseguido colarme desde que me marché del hogar donde me crié. 

Lo que había aprendido tras haber desempeñado tareas en varios entornos profesionales —desde fichar abogados para Sidley & Austin hasta contratar nuevos empleados en la Casa Blanca— era que la uniformidad engendra más uniformidad, mientras no se haga un esfuerzo consciente por contrarrestarla. Al pasear la mirada por las cerca de trescientas personas sentadas en el escenario esa mañana, los invitados del presidente electo, me quedó claro que en la nueva Casa Blanca era poco probable que se realizara ese esfuerzo. Tal vez alguien de la administración de Barack habría dicho que “la óptica” no era buena, que lo que el público veía no reflejaba ni la realidad ni los valores del presidente. Pero, en ese caso, quizá sí que los reflejaba. 

Al comprender esto realicé mis propios ajustes ópticos: dejé de esforzarme incluso por sonreír. Un traspaso de poder es una transición, el paso a un estado nuevo. Una mano se posa sobre una Biblia; se pronuncia un juramento. Salen los muebles de un presidente y entran los del otro. Los armarios se vacían y vuelven a llenarse. De buenas a primeras, cabezas nuevas descansan sobre almohadas nuevas: nuevos temperamentos, nuevos sueños. Y cuando se acaba el mandato y abandonas la Casa Blanca justo el mismo día, no te queda otro remedio que emprender la labor de redescubrirte a ti mismo, en muchos sentidos.

Así que ahora me encuentro ante un nuevo comienzo, una nueva etapa de la vida. Por primera vez en muchos años, estoy libre de toda obligación como cónyuge de un político, de las expectativas de otras personas. Tengo dos hijas casi adultas que me necesitan menos que antes. Tengo un esposo que ya no lleva el peso del país sobre los hombros. Las responsabilidades que yo sentía —hacia Sasha y Malia, hacia Barack, hacia mi trayectoria profesional y mi país— han cambiado de un modo que me permite pensar sobre lo que vendrá a continuación desde otro punto de vista. 

Dispongo de más tiempo para reflexionar, para ser simplemente yo misma. Con cincuenta y cuatro años, continúo progresando, y espero no detenerme nunca. Para mí, forjar tu historia no consiste en llegar a algún lugar o alcanzar una meta determinada. En vez de esto, lo veo como un movimiento hacia delante, como una forma de evolucionar, de intentar avanzar hacia una versión mejor de nosotros mismos. (Con su esposo en Netflix).

El viaje no se acaba. Me convertí en madre, pero aún me queda mucho que aprender de mis hijas y mucho que darles. Me convertí en esposa, pero continúo adaptándome a lo que significa amar de verdad y construir una vida con otro ser humano, lo que constituye una constante lección de humildad. Me he convertido, hasta cierto punto, en una persona con poder, y sin embargo hay momentos en los que me siento insegura o me da la impresión de que no se me escucha.

Todo forma parte de un proceso, de una serie de pasos a lo largo de un camino. Forjar tu historia requiere paciencia y rigor a partes iguales. Significa no renunciar a la idea de que hay que seguir creciendo como persona. Puesto que mucha gente me lo pregunta, lo diré aquí sin rodeos: no tengo la menor intención de presentarme a un cargo público, nunca. Jamás he sido aficionada a la política y mi experiencia de los últimos diez años ha contribuido poco a cambiar eso. 

Siguen desanimándome todos sus aspectos desagradables: la división tribal entre rojos y azules, la idea de que debemos elegir un bando y apoyarlo hasta el final, incapaces de escuchar a los demás, de llegar a un acuerdo con ellos o incluso de mostrar un mínimo de cortesía. Creo que, en el mejor de los casos, la política puede ser un medio para conseguir cambios positivos, pero sencillamente no estoy hecha para luchar en esa arena.

Eso no significa que no sienta una honda preocupación por el futuro de nuestro país. Desde que Barack dejó el cargo he leído artículos que me han revuelto el estómago. He pasado noches en blanco, echando humo por las cosas que han ocurrido. Resulta alarmante comprobar que el comportamiento y las prioridades políticas del presidente actual han llevado a muchos estadounidenses a dudar de sí mismos y a recelar y tener miedo de los demás. 
Ha sido duro contemplar que se están desmontando políticas compasivas que se habían implementado con todo cuidado, mientras nuestros aliados más cercanos se distancian de nosotros y se desprotege y deshumaniza a los miembros más vulnerables de nuestra sociedad. A veces me pregunto cuándo tocaremos fondo.

Sin embargo, no me permito caer en el cinismo. En mis momentos de mayor inquietud, respiro hondo y me obligo a recordar las muestras de dignidad y decencia que he visto en la gente durante toda mi vida, los numerosos obstáculos que ya se han superado. Espero que otros también lo hagan. Todos desempeñamos un papel en esta democracia. Debemos tener presente el poder de cada voto. 

Yo también me aferro a una fuerza más grande y potente que cualquier cita electoral, líder o noticia en particular: el optimismo. Para mí, es una forma de fe, un antídoto contra el miedo. El optimismo reinaba en el pequeño piso de mi familia en Euclid Avenue. Lo percibía en mi padre, en su manera de moverse de un lado a otro como si no tuviera el menor problema de salud, como si la enfermedad que algún día le arrebataría la vida simplemente no existiera. Lo percibía en la tenacidad con que mi madre creía en el barrio, en su decisión de mantenerse fiel a sus raíces, aunque el miedo había impulsado a muchos de sus vecinos a hacer las maletas y marcharse.

Fue lo primero que me atrajo de Barack, cuando se presentó en mi despacho de Sidley con una gran sonrisa de esperanza. Más tarde, me ayudó a vencer mis dudas y flaquezas lo bastante como para confiar en que, pese a que nuestra familia llevara una vida muy expuesta al público, conseguiríamos permanecer a salvo y también felices. Y sigue ayudándome. 

Como primera dama, descubrí el optimismo en las circunstancias más sorprendentes. Estaba allí, en el soldado herido en Walter Reed que combatía la lástima pegando una nota en su puerta para recordar a todo el mundo que era un tipo duro y lleno de esperanza. Vivía en Cleopatra Cowley-Pendleton, quien canalizaba una parte de su dolor por la pérdida de su hija hacia la lucha por conseguir mejores leyes sobre las armas. 

Estaba allí, en la asistente social del Instituto Harper que se aseguraba de manifestar a gritos su amor y aprecio por los estudiantes cada vez que se cruzaba con ellos en el pasillo. Y está allí, siempre, anidado en el corazón de los niños. Ellos se despiertan cada mañana convencidos de la bondad de las cosas, de la magia de todo aquello que es posible. Son todo lo contrario de cínicos; son creyentes hasta la médula.

Tenemos que mantenernos fuertes y seguir trabajando por un mundo más justo y humanitario; se los debemos. Por ellos debemos resistir y mantener la esperanza, reconocer la necesidad de seguir creciendo como personas. Ahora el retrato de Barack y el mío están colgados en la National Portrait Gallery de Washington, por lo que ambos nos sentimos muy honrados. Dudo que alguien, al analizar nuestra infancia, nuestras circunstancias, hubiera predicho jamás que acabaríamos en una de aquellas salas. Los cuadros son preciosos, pero lo más importante es que están allí para que los jóvenes los vean, para que nuestros rostros ayuden a desmontar la creencia de que para ocupar un lugar en la historia hay que tener un aspecto determinado. 

Si nosotros hemos llegado hasta allí, muchos otros podrán. Soy una persona común que acabó embarcada en un viaje fuera de lo común. Comparto mi historia con la esperanza de allanar el terreno para otras historias y otras voces, de ampliar las posibilidades y los motivos para que otros lleguen hasta allí también. He tenido la fortuna de pisar castillos de piedra, aulas urbanas y cocinas en Iowa, solo por intentar permanecer fiel a mí misma, por intentar conectar.

Por cada puerta que me han abierto, he intentado abrir la mía a otros. Y este es mi mensaje final: invitémonos unos a otros a entrar. Tal vez entonces podremos empezar a ser menos temerosos, a hacer menos suposiciones erróneas, a librarnos de los sesgos y los estereotipos que nos separan de forma innecesaria. Quizá podamos centrarnos en aquello que tenemos en común. No se trata de ser perfectos. No se trata del lugar al que llegamos al final del recorrido.

Hay cosas que nos hacen poderosos: darnos a conocer, hacernos oír, ser dueños de nuestro relato personal y único, expresarnos con nuestra auténtica voz. Y hay algo que nos confiere dignidad: estar dispuestos a conocer y escuchar a los demás. Para mí, así es como forjamos nuestra historia.

* Exclusivo para El Espectador en Colombia. Cortesía Penguin Random House Grupo Editorial (Plaza y Janés)

Por ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

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