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"Nos libramos de Gadafi"

El escritor libio reconoce que su pueblo se enfrenta ahora a un gran desafío: reconstruir la democracia, estrangulada durante 42 años.

Hisham Matar * / Especial para El Espectador
22 de agosto de 2011 - 11:09 p. m.

Al fin nos hemos librado de Muamar Gadafi. Nunca pensé que un día iba a poder escribir estas palabras. Siempre creí que la cosa llegaría a ser algo así como: “Gadafi se ha muerto de viejo”; una frase espantosa, no sólo por lo que significa, sino también por el pasivo y descorazonador futuro que implica. Ahora las fuerzas rebeldes han llegado a Trípoli y podemos decir que hemos arrebatado la libertad con nuestras propias manos, pagando por ella con nuestra propia sangre. Ahora nadie tendrá tantas ganas de conservarla como nosotros mismos.

Esta es una victoria tremendamente importante para los libios y para cualquier otra nación que quiera mantener en las manos su futuro. Gadafi trató de darle una clase magistral a tipos como el dictador sirio, Bashar al-Assad, sobre cómo aplastar un levantamiento civil. Los violentos crímenes de Assad en los últimos días no sólo indican la estupidez del régimen, sino también de qué manera estuvieron inspirados por el ejemplo líbico. Al mismo tiempo que la gente del mundo árabe iba ganando fuerza y confianza en sí misma, las dictaduras árabes empezaban también a copiarse unas a otras.

El caso de Libia es fundamental porque es allí donde el dominó tunecino y egipcio pudo haberse detenido. La gente de Siria ahora se siente más fuerte y, si bien yo espero que ellos no tengan que llegar a tantos sacrificios como nosotros, sé muy bien que sus corazones se sienten hoy más valientes de lo que estaban ayer. Hay momentos de la historia en los que la hermandad entre los pueblos deja de parecer una idea abstracta. La revolución libia está minando al mismo tiempo a todos los regímenes totalitarios y a cualquier individuo que sea un opresor. La misma ha inspirado el más profundo de los ingredientes de cualquier levantamiento: la habilidad de una nación para imaginar una realidad mejor.

Sí, nos hemos librado de Gadafi. Nos hemos confirmado a nosotros mismos como una nación que busca la luz, como un pueblo capaz de morir por la luz. Desde hace exactamente cien años, nuestro país ha luchado contra el fascismo. En 1911 tuvimos a Mussolini; después, luego de un pequeño intervalo bajo el rey Idris, en 1969 tuvimos nuestra propia variedad casera de régimen autoritario, bajo la forma de Gadafi, quien se hizo llamar a sí mismo Al-Qaid —el equivalente árabe de Il Duce, o el Líder—. Ambos eran violentos, engañosos y deshonestos. Ambos se robaron nuestras propiedades y violaron a nuestras mujeres. Ambos asesinaron e hicieron desaparecer a nuestra gente. Ambos, cada cual a su manera, eran ridículos. Ser libio era como sentirse, a ratos, un pobre hombre miserable, azotado en público por un payaso bufonesco.

Los últimos seis meses le han puesto punto final no solamente al régimen de Gadafi sino también a los mitos propagados por su amplia campaña de relaciones públicas, elaborada y dirigida por compañías de Londres y Nueva York, y promovida por gobiernos y empresas occidentales que deseaban hacer buenos negocios con el dictador. Ver a países respetables tratar con respeto a los sicarios de Gadafi era una fuente permanente de rabia, de dolor y aislamiento para muchos libios como yo.

Ahora la verdadera naturaleza del régimen de Gadafi ha salido a la luz de la manera más disgustosa y macabra. El asesinato y el pillaje de los últimos meses han conmovido incluso a los libios más acostumbrados a las tácticas de la dictadura y a sus pasados crímenes. Los libios han demostrado una extraordinaria capacidad de aguante, de recuperación y de coraje. Nuestra revolución es una respuesta irresistible contra la tiranía. Por cerca de medio siglo nuestra experiencia nacional ha estado marcada básicamente por la vergüenza, el dolor y el miedo. Ahora, el orgullo, la confianza y la esperanza son nuestros aliados. Hoy, más que en cualquier otro día, tenemos que recordar a aquellos que han muerto desde el 17 de febrero y también a los muchos que murieron antes.

Tenemos que mantener el recuerdo cariñoso, en nuestro pensamiento y en nuestros corazones, de los estudiantes ahorcados en los años setenta; de los disidentes obligados a aparecer en televisión para ser luego asesinados en los estadios deportivos, en los ochenta; a los desaparecidos de los años noventa; a los disidentes de Internet de principios de siglo, y a los hermosos valientes que se enfrentaron, usando jeans, a los tanques. Debemos mantener un recuerdo sagrado de nuestros muertos, de las plazas de nuestras ciudades y de nuestras mujeres que fueron violadas.

Por supuesto que ahora nos enfrentamos al más duro desafío: cómo construir una democracia en un país cuyas instituciones y cuya sociedad civil han sido estranguladas durante 42 años. Habrá retrocesos, cometeremos errores, pero no hay otra forma de aprender. Hemos derrotado a Gadafi en el campo de batalla, ahora tendremos que derrotarlo en nuestra imaginación. No podemos permitir que su herencia corrompa nuestros sueños. Mantengámonos enfocados en el verdadero premio: unidad, democracia y el imperio de la ley. No busquemos la venganza, pues ésta disminuiría nuestro futuro.

Uno de los rebeldes que luchaban en Zawiya dijo: “Después de años sin saber qué hacer, ahora sabemos exactamente qué tenemos que hacer”. La intención era dulce, y más dulce aún es la victoria. Nos hemos librado de Muamar Gadafi. Ahora tenemos que construir. Aprendamos de los éxitos de nuestros vecinos egipcios y tunecinos y, como ellos, tratemos de someter a los viejos dirigentes a juicios ecuánimes y firmes, motivados por lo que se puede demostrar, y no por el desquite.

* Traducción de Héctor Abad Faciolince

Por Hisham Matar * / Especial para El Espectador

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