Querido Trump: el inglés es una lengua de migrantes

El presidente, que tanta maquinaria ha impulsado contra los indocumentados, no se ha dado cuenta de que el factor que él cree que unifica a su nación y a su ciudadano modelo, el inglés, se ha nutrido de los miles de tránsitos por Estados Unidos.

juan David Torres Duarte
05 de marzo de 2017 - 03:00 p. m.
El presidente Donald Trump mientras salía ayer del Air Force One en Orlando, Florida. / AFP
El presidente Donald Trump mientras salía ayer del Air Force One en Orlando, Florida. / AFP

Durante un debate presidencial, junto al resto de candidatos republicanos, a Donald Trump le preguntaron qué pensaba del hecho de que Jeb Bush tuviera la singular capacidad de hablar en español. Primero dijo que le parecía bien y entonces, con el campo allanado, arremetió: “Tenemos un país donde para asimilarse tienes que hablar inglés (…). Tiene que haber asimilación. No soy el primero en decirlo. Este es un país donde hablamos inglés, no español”. Horas después, la excandidata vicepresidencial Sarah Palin dio su opinión sobre la opinión de Trump: “Cuando estés aquí —dijo, como si se dirigiera a un inmigrante, con un gesto condescendiente— hablemos americano. Hablemos inglés ¿eh? Un aspecto unificador es el lenguaje que hablan todos”.

En una entrevista posterior, Trump se extendió tanto como pudo: repitió cuanto ya había dicho en el debate y agregó que el inglés es necesario “para que se vuelvan exitosos y hagan grandes cosas”. Meses después, sin embargo, a Trump le parecía que los indocumentados no estaban haciendo grandes cosas en Estados Unidos y en vez de impartir numerosos cursos de inglés que permitieran explotar sus habilidades, decidió impedir la entrada de migrantes de siete nacionalidades, cerrarles las puertas sobre todo a los desarraigados sirios y levantar un muro en la frontera con México para que nadie más pasara sin permiso.

Lea: Cuando la cultura resiste a Donald Trump

Sus declaraciones sobre el inglés fueron escasas. Pese a ello, con lo poco que dijo es posible interpretar qué significa para él hablar inglés en Estados Unidos. En primer lugar, es una forma de entrar en la cultura. Es decir, de convertirse —al menos casi— en estadounidense. De tener un estatus migratorio y de expresar un cierto grado de respeto por la sociedad que lo ha acogido. En ese sentido, el inglés es —como dice Palin, que de tanto en tanto tiene razón— la pieza que liga a la sociedad estadounidense, puesto que es la lengua de la mayoría —aunque la tendencia demográfica permite prever que para 2020 habrá entre 39 y 45 millones de hablantes de español en Estados Unidos— y el medio de la vida cotidiana para comunicarse. Entonces, es una herramienta útil: para conectarse, para hacer parte de un grupo. Para ser aceptado.

Pero Palin impone un significado adicional que, aunque parezca un error, no lo es: ella dice que deben hablar “americano”, esa variación típica que hace estadounidense a un estadounidense. Por eso, para ir más a fondo en su afirmación, la lengua no sólo unifica, sino que además discrimina. Para Palin es necesario que los migrantes hablen “americano” porque no existe otro modo de estar en el país: la cadencia es signo de estatus. Tanto Palin como Trump se refieren, en el fondo, a una forma muy singular del inglés, que se identifica con la población nacional, con el prototipo de estadounidense blanco y entregado a su trabajo, amante del progreso y el ascenso continuo en el sueño americano. Para Trump y Palin, la lengua es el prestidigitador que reafirma el nacionalismo.

Habría que recordar, a pesar del intenso optimismo que se confía a la lengua como un agente unificador, que las lenguas son entidades movedizas, volubles, cambiantes, copulativas y errantes. Dicho de otro modo: son migrantes. Si el inglés es la base de la patria, del ser patriótico, entonces el nacionalismo se sostendría sobre una base infirme e incluso traicionera. Una nación limpia, pulcra y en busca del progreso debería eludir a toda costa la compañía de una lengua vagabunda. Sin embargo, el mandatario pone sobre ella las bases del ser americano, del escudo y la bandera y el espíritu general.

Resulta inconsistente, entonces, semejante amistad: el inglés es, como casi todas las lenguas, una fábrica de palabras contaminada de inicio a fin por los cientos de variaciones que han interpuesto sus hablantes. El inglés tiene palabras del francés, las lenguas celtas, el español y las lenguas africanas. Great, una de las palabras más queridas por Trump, es de origen alemán. Wall, su proyecto insignia, proviene del latín. El instrumento que unifica a la nación de Trump es un entrecruce de las tradiciones migrantes. Bad hombre es sólo una muestra genuina de tales ramazones.

Aun así, el consejo de Trump y Palin es pertinente: quien decida migrar a Estados Unidos, por puro pragmatismo debería aprender inglés. Es sencillo y es, para sus naturalezas agrestes, un consejo delicado. Todas las buenas intenciones se derrumban en el momento en que las políticas maltratan a aquellos que deberían usar la lengua inglesa “para hacer cosas grandes”, sin reconocer la verdad evidente de que la lengua es sobre todo un transmisor de numerosas tradiciones y culturas. Hablar inglés no es ser estadounidense: es aplicar una variación al pensamiento propio, darle un agregado, abrirle otro mundo y otras ideas.

El concepto cerrado de que hablar inglés significa asimilar la cultura entera resulta ingenuo: la comprensión no es igual a la imitación. Tomar una lengua nueva, capturarla como si se tratara de un último aire vivo, permite reinterpretar la realidad. Es, al mismo tiempo, el chance para pensar de otra manera (varias investigaciones han señalado que hablar en otra lengua significa, a su vez, ser una persona distinta). De modo que ese agente vuelto hacia sí mismo, clausurado y útil sólo como herramienta para agregarse a la cultura es un asunto superado: se habla una lengua nueva para vivir una vida nueva, más rica y múltiple. Nada más contrario al camino unívoco que señalan las políticas —y el verbo corto de miras y pobre en estructura— de Trump.

Habría que recordar, además, las contribuciones que han hecho escritores extranjeros a la lengua que el republicano considera como propia de los estadounidenses. El escritor ruso Vladimir Nabokov escribió nueve novelas en inglés, con una maestría adquirida en el curso de sus años de estudio con sus nodrizas y tras su exilio hacia Estados Unidos, donde se sintió como un migrante más de la fuga soviética por el resto de su vida. Lolita es esencial para numerosos escritores norteamericanos y también para comprender la cultura de los años 50 en Estados Unidos: un ruso da clases de esa cultura que debe ser “asimilada”. Joseph Conrad, que era polaco, escribió El corazón de las tinieblas en inglés, aunque era su tercera lengua, después del polaco y del francés. Es un clásico. El poeta Iósif Brodsky, premio Nobel de Literatura, vivió por años en Estados Unidos y publicó un conjunto ya legendario de ensayos en lengua inglesa que permitió comprender la profundidad de poetas nacionales como W. H. Auden (que nació en Inglaterra y se nacionalizó en Estados Unidos).

El inglés como lengua migrante ha sido el material de trabajo de escritores africanos como Chinua Achebe y Chimamanda Ngozi Adichie. El inglés salteado de boricua y español callejero de Junot Díaz determina una nueva manera de escribir y de comprender la oralidad inglesa. El inglés “americano” deja de existir cuando se leen las obras del trinitario V. S. Naipaul, los poemas de Derek Walcott (que nació en Santa Lucía) y las historias de Salman Rushdie (¿diría Palin que es un inglés “indio”?). La contribución al inglés de parte de los foráneos, de aquellos nacionales de países que fueron colonias británicas, que hoy Trump rechaza como intrusos y aun como enemigos, resulta esencial a la hora de entender la historia de la lengua unificadora de la que él alardea con tanta seguridad.

La lengua no asimila: transforma. El conservadurismo del gobierno de Trump quiere convertir incluso al idioma en un ente pétreo, inamovible, y por eso lo reduce a su función más primaria —la asimilación— mientras aquel que dicta su función, el presidente de los Estados Unidos, es un hombre para quien la gramática, la retórica y el buen uso de la lengua carecen de la menor importancia. Así como se trata a los migrantes de violadores y terroristas, Trump considera que la lengua inglesa es un mero vehículo atrapado en las aspiraciones de progreso, en el nuevo sueño americano del que él es antorcha original. Ha cargado contra los migrantes del mismo modo en que utiliza su vocabulario para cargar contra sus enemigos: crooked Hillary es su tributo más agraciado a la lengua de Shakespeare.

Por juan David Torres Duarte

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar