Rusia, el defensor de Bashar Al-Asad

Por intereses geopolíticos, Vladimir Putin ha servido de escudo al gobierno sirio desde el comienzo de la guerra. Su respaldo hace casi imposible que la ONU actúe sobre Siria.

Juan David Torres Duarte.
06 de abril de 2017 - 03:37 a. m.
El representante de Rusia ante Naciones Unidas, Vladimir Safronkov, durante la reunión en Nueva York. / AFP
El representante de Rusia ante Naciones Unidas, Vladimir Safronkov, durante la reunión en Nueva York. / AFP

A Vladimir Putin, presidente del país más grande del mundo y hoy soberano de facto de medio globo, no le gusta que le digan qué hacer. Ayer, cuando Naciones Unidas realizó una reunión urgente por el ataque químico que ocurrió el martes en Jan Sheijun (noroeste de Siria), rebatió todos los argumentos de un texto que Gran Bretaña y Francia pretendían aprobar en el Consejo de Seguridad: allí se pedía una investigación concreta y rápida y se sugería que todas las pruebas demostraban que el gobierno de Bashar al-Asad era el responsable de la muerte de 72 personas por un bombardeo con gas sarín.

Rusia, en la voz de María Zajarova, la portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores, dijo que el texto es “inaceptable”: “Su defecto es anticipar los resultados de la investigación y señalar a los culpables”. La lógica aprobaría ese comentario, puesto que antes de concluir hay que recaudar las pruebas. Y Putin, con su cálculo de mariscal fervoroso, sabe cómo utilizar la lógica.

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Lo ha sabido por años. Cuando comenzó la guerra en Siria, en 2011, Putin fue uno de los pocos gobiernos que respaldó de manera diplomática a Al-Asad. Su respaldo tenía en cuenta que Siria es un eje en Oriente Medio, que Irán es un territorio aliado de Rusia y que Afganistán e Irak tienden con más certeza hacia los brazos de Estados Unidos. También tenía en cuenta el hecho de que Latakia, el principal puerto de Siria, es también su base aérea esencial en la región y que en Tartus, un poco hacia el sur, está su base naval. En la fórmula también se conjuga una ambición que supera la mera estrategia militar: el impulso soterrado de que un hombre con poder carece de voluntad para desaprobar a otro hombre de poder.

Su apoyo fue aún más específico en septiembre de 2015. Por entonces, los aviones rusos bombardearon en Homs y Hama con el objetivo determinado y obstinado de derrotar a la disidencia política que se había agrupado bajo el nombre de Ejército Libre Sirio. Las condenas infértiles tienen su origen en esos días: Estados Unidos, con Barack Obama como presidente, argüía que Rusia debía bombardear al Estado Islámico y no a la oposición moderada, cuyos reclamos resultaban válidos en una democracia segmentada y agrietada por el comienzo de la ingesta bélica. Francia y Gran Bretaña respondieron de un modo similar, aunque ya entonces era evidente que ninguna forma de la rudeza era suficiente para detener la maquinaria rusa ni para forzar a Vladimir Putin a ceder un centímetro de territorio pisado, conquistado y apuntalado.

Un año y medio después, los actos varían pero la conclusión se mantiene pétrea. Nadie puede contra Rusia. La reunión del Consejo de Seguridad tuvo la misma utilidad de una elección en la que un candidato fraudulento mira con desdén e incluso cierta ternura a los votantes mientras depositan su decisión: de antemano reconoce su victoria, pero les permite una última voluntad. En cierto sentido, la actuación de Rusia es un modo de la piedad: dejar que la democracia se presente para que reine la apariencia, pero sin que ella tenga ningún efecto. La misma estrategia con la que se consuela a un moribundo.

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Rusia, sin embargo, ha salido a defenderse. Su tesis es somera: la aviación siria bombardeó sobre un depósito de armas tóxicas en Jan Sheijun. Las bombas que ellos utilizaron no tenían químicos indebidos: ya estaban en tierra y pertenecían a los rebeldes, que construyen armamento ilegal e indolente y lo distribuyen a agentes exteriores para determinar su victoria. La tesis, pese a su verosimilitud y cierta tendencia novelesca, elude ciertos detalles fundamentales: el hecho, por ejemplo, de que cualquier país adscrito a la Convención de Ginebra debe respetar las reglas para hacer la guerra, entre ellas determinar el daño colateral de un ataque sobre tierra. Por error o por voluntad, el gobierno sirio tendría la responsabilidad sobre el ataque. Los encargados de su estrategia debieron minimizar los daños contra los civiles indefensos. Lanzar una bomba sobre una fábrica de armas tóxicas no era el mejor modo de hacerlo.

Sea o no culpable directo de la muerte, la asfixia, la parálisis, las náuseas y el caos fisiológico de las víctimas de Jan Sheijun (Médicos Sin Fronteras y la OMS comprobaron que los heridos tenían síntomas compatibles con los efectos de una bomba de gas sarín), el gobierno sirio tenía de cualquier modo la responsabilidad de cuidar a sus ciudadanos. Idlib, la provincia a la que pertenece esta ciudad, es un bastión rebelde y quizá se convierta en los próximos meses en una estación de guerra similar a Alepo. De hecho, buena parte de quienes evacuaron Alepo terminaron en Idlib. Es decir, no pasaron del infierno al cielo, sino de un estadio del infierno a otro.

Durante las conversaciones entre oficialismo y oposición en Ginebra (Suiza), Rusia ha declarado que Al-Asad no saldrá del poder. Esa fórmula no hace parte de la solución al conflicto. Al-Asad se alza, entonces, con tranquilidad, puesto que la salida más posible al conflicto será política. Y cincuenta años de gobierno familiar, en medio de un país con 12 millones de desplazados y 321.000 muertos, no mueren de golpe. El gobierno ruso tiene la potestad para vetar cualquier sanción desde Naciones Unidas. Y lo hará.

Por Juan David Torres Duarte.

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