El pasatiempo de Nigel Farage es visitar campos de batalla de la Primera Guerra Mundial. “Campos de botella”, corregía un compañero de afición en una entrevista en la BBC, en alusión a la costumbre de su cuadrilla de secar las bodegas de los restaurantes antes de arrojarse a la comunión con la historia. Allí, a la intemperie, Farage piensa en el Viejo Continente. En cuándo, y por qué demonios, todo se torció.
Si de algo no se puede acusar a Nigel Farage, de 53 años, es de falta de coherencia política. Su postura carece de matices. Cuando se graduó en la prestigiosa escuela privada de Dulwich College y se lanzó a buscar fortuna en la City, tenía su enemigo bien identificado: el proyecto europeo.
Con el resultado en las urnas (51,9 % de los británicos apoyaron su posición y votaron por salir de la UE) llegó al final de un trayecto. Quizá no termine su carrera política, pero sí será el fin de una travesía personal en la que, admirablemente, logró embarcar a todo un país. Con el triunfo del Brexit cumplió su misión vital, aunque probablemente serán otros, el exalcalde de Londres Boris Johnson, por ejemplo, quienes se lleven el mérito.
Pero, como él mismo quiso recordar en su última intervención de la campaña, si hemos llegado hasta aquí es por Nigel Farage. Su amenaza al Partido Conservador -UKIP fue la formación más votada en las europeas de 2014- llevó a David Cameron a convocar un referendo con la ilusión de zanjar para siempre el debate europeo. De Farage también es el mérito de haber destapado, y colocado en la primera lí nea del debate político británico, el miedo a la inmigración que subyace en la Inglaterra media.
Farage, casado en segundas nupcias con una alemana y padre de cuatro hijos, encarna la caricatura del liberal anglosajón. Cuanto menos Estado, mejor.
Ha intentado entrar en el Parlamento de Westminster siete veces y las siete ha fracasado. El único escaño que obtuvo el UKIP lo ocupa Douglas Carswell, desertor tory con quien no se puede ver ni en pintura. Pero quién quiere un escaño cuando, en su visión del mundo, cada pub es un Parlamento. El alcohol es el combustible de sus airados debates políticos. Los responsables del centro metodista de Westminster le confiscaron dos botellas de ginebra antes de subir al escenario en un debate.