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Torre de Tokio: hombres olorosos

Una columna para acercar a los colombianos a la cultura japonesa.

Gonzalo Robledo* / Especial para El Espectador, Tokio
27 de septiembre de 2020 - 02:17 a. m.
Un lustrador de zapatos en plena jornada laboral en el barrio de Hibiya, en el centro de Tokio. Les da bolsas de plástico a los clientes para no mancharles las medias.
Un lustrador de zapatos en plena jornada laboral en el barrio de Hibiya, en el centro de Tokio. Les da bolsas de plástico a los clientes para no mancharles las medias.
Foto: / Cortesía: Gonzalo Robledo

En la búsqueda de los hombres más pestilentes del mundo, los japoneses han identificado dos grandes colectivos: los padres de sus propias familias y los extranjeros.

Empecemos por los extranjeros. Los primeros europeos que llegaron al archipiélago nipón en el siglo XVI desconcertaron a los nativos con sus enormes galeones, sus barbas, sus pantalones y sus sotanas, pero sobre todo les produjeron náuseas por el olor fétido que exhalaban sus cuerpos.

Fueron llamados “bárbaros del sur”, porque venían de esa dirección, y su hediondez quedó tallada en la memoria olfativa de los japoneses de tal manera que generaciones posteriores de elegantes hombres de negocios occidentales, que desembarcan de vuelos interoceánicos y disfrazan su tufo a sobaco con perfumes de marca, no la han podido borrar.

Una razón por la cual la nariz japonesa no se acostumbra a los olores corporales occidentales parece ser su menor número de glándulas sudoríparas apocrinas, en lugares como las axilas o el pubis, una característica que comparten con sus vecinos de China y Corea.

Si a esto se suma el largo baño escaldante con el que muchos japoneses terminan su día, se entiende la ausencia de olores penetrantes en los vagones matutinos del metro y las mediocres ventas en Japón de los fabricantes mundiales de perfumes.

A las mujeres extranjeras en Japón, en especial a las maduras, se les recomienda usar con mesura monacal, su perfume habitual, ya que proyectar una estela de Chanel No. 5 en una reunión social produce el mismo efecto que llegar a una cena oliendo a detergente.

Grandes negocios se malograron porque, después de una reunión, el interlocutor japonés fue incapaz de volver a la habitación donde se encontraba su contraparte occidental, a causa de su hedor. Y muchos japoneses que soportan a diario a colegas occidentales en su lugar de trabajo confiesan que, en el fondo de su alma, desearían que aquellos regresaran a sus casas una vez al día a ducharse.

El tema del olor corporal podría servir de base a un tratado chauvinista si en el banquillo de los acusados no estuvieran los padres de familia nipones, considerados por sus hijas adolescentes como “los hombres más pestilentes del mundo”.

En muchas familias, la ropa sucia del marido tiene categoría de virus letal y se lava y se cuelga aparte. En internet, la búsqueda de las palabras “papá fétido”, en japonés, arroja más de 3 millones de entradas que van desde propagandas de desodorante hasta explicaciones científicas a preguntas como por qué la almohada de papá huele a cadáver, por qué las flatulencias de mi papá huelen peor que las mías y por qué no aguanto el olor de los zapatos de papá. Mi respuesta favorita la dio un comedido académico que describió el olor de los zapatos como testimonio del esfuerzo laboral del padre y recomendó a su familia decirle a su dueño: “Gracias papá por oler”. Y, por supuesto, comprarle otro par de zapatos para que no repita en días seguidos.

* Periodista y documentalista colombiano radicado en Japón.

* Aquí puede leer las anteriores columnas.

Por Gonzalo Robledo* / Especial para El Espectador, Tokio

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