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Torre de Tokio: respetable brevedad

Una columna para acercar a los colombianos a la cultura japonesa.

Gonzalo Robledo * / Especial para El Espectador
04 de octubre de 2020 - 02:00 a. m.
Una joven orando en el templo sintoista de Hachiman, en Tokio.
Una joven orando en el templo sintoista de Hachiman, en Tokio.
Foto: / Cortesía Gonzalo Robledo

Aunque Japón es amante de la parsimonia, las largas ceremonias y los pormenorizados protocolos, el placer que nos ofrecen algunas de sus más conocidas manifestaciones culturales, como la poesía, la gastronomía y el deporte, desaparece en un abrir y cerrar de ojos.

El poema haiku, un antepasado erudito del trino digital, suele tener solo 17 sílabas y es un paradigma de economía espacial y métrica hecho para ser leído y disfrutado en un instante. El haiku más traducido de la historia (El viejo estanque, Una rana salta, Chapoteo) fue escrito por Matsuo Basho en el siglo XVII y hoy podría ser comprimido en tres emojis si no llevara la carga semántica que aúna conceptos como perennidad, meditación y celebración de la primavera.

Confeccionar una ración exquisita, pero breve, es la tarea de todo maestro de sushi. Con ademanes de mago, el chef forma un bloque esponjoso con 420 granos de arroz hervido, lo corona con una loncha de pescado crudo cuyo espesor varía según la especie y calibra así la resonancia fluvial o marítima del efímero bocado.

La fugacidad rige también los combates de sumo, en los que dos luchadores monumentales y obesos se enfrentan en un círculo de 4,5 metros de diámetro para resolver a empellones, y casi siempre en cuestión de segundos, el ancestral dilema machista de quién es el más fuerte.

Quienes nos acercamos por primera vez a estas profesiones como diletantes, corremos el riesgo de atribuir su brevedad a la ausencia de reflexión, a la prisa o, peor aún, a la improvisación. Pero el luchador de sumo solo puede competir en público después de haber dedicado largos años a perfeccionar las 82 llaves permitidas por el reglamento, a dominar su descomunal masa muscular y a estudiar la psicología de cada contrincante para decidir, en lo que dura un relámpago, cuándo y cómo esquivar sus formidables envites.

No es raro que el futuro chef de sushi esté barriendo la cocina y afilando los cuchillos varios años antes de que le permitan acercarse a un trozo de pescado. Practicará con paciencia los cortes exactos y memorizará las temporadas de la pesca para saber a cuál especie recurrir cuando escasea el besugo o se agotan en la nevera los erizos de mar.

Detrás de cada haiku en japonés se esconde una técnica depurada a través de miles de variaciones que nadie llega a leer, y un saber enciclopédico de nombres de animales, insectos, plantas, fenómenos naturales o festivales regionales presentes en las cuatro estaciones del año.

La alta jerarquía que tiene la brevedad es palpable en uno de los pocos rituales religiosos que el ciudadano japonés realiza en los templos sintoístas, donde arroja una moneda en una caja de ofrendas, da dos palmadas y hace reverencias antes de retirarse. Todo en menos de ocho segundos. Se deduce que, en lo referente a escuchar plegarias, las deidades niponas se contentan con un trino y prefieren ver a sus feligreses trabajando y con el mazo dando.

* Periodista y documentalista colombiano radicado en Tokio.

* Aquí puede leer las columnas anteriores.

Por Gonzalo Robledo * / Especial para El Espectador

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