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Bernie Sanders: el candidato que obligó a los partidos Demócrata y Republicano a transformarse

Aunque Hillary Clinton será la candidata de los demócratas, el extenso electorado de Sanders es un bien preciado en las justas presidenciales y podría determinar una nueva generación política.

Juan David Torres Duarte
10 de junio de 2016 - 04:41 p. m.
Bernie Sanders (izquierda) se reunió este jueves con el presidente Barack Obama en la Casa Blanca. / EFE
Bernie Sanders (izquierda) se reunió este jueves con el presidente Barack Obama en la Casa Blanca. / EFE

La campaña del demócrata Bernie Sanders ha demostrado que también los descontentos se granjean millones de votos. Iba contra todo aquello que se da por aceptado: los banqueros, la economía inequitativa, la pobreza, la distribución desequilibrada de los recursos. Aunque desde un principio se consideraba improbable su presidencia y se le otorgaba sólo una esperanza menor de asir la candidatura, Sanders pergeñó en cada tarima pública un programa que resonó en una clase política joven, desorientada por la bancarrota general de 2008 y desesperanzada por las guerras infelices de su país en el extranjero. Sanders, como todo aquel que apoya una revolución social, es consciente de que su derrota es el primer paso natural. Como el viejo que retrata Ernest Hemingway, Sanders pudo haber sido derrotado, pero no destruido.

“Ha pasado de liderar una revolución a liderar un despertar”, escribió el analista Charles Blow en The New York Times. Los números de su campaña representan una fuerza general que deberá llamar la atención en las justas presidenciales: Sanders ha obtenido 12 millones de votos (y en los estados donde ha perdido, de cualquier modo, arrastra a una masa diciente), más de 2,5 millones de donaciones y US$200 millones en apoyos. Sanders salió de la nada y su competencia era tomada como pueril por el equipo de Clinton. Sin embargo, amenazó su avance en primarias tan esenciales como las de Nueva York, California y Pensilvania.

Una de las consecuencias más palpables del éxito de Sanders, un éxito que supera su derrota formal, es que los candidatos presidenciales tendrán que adaptar o modificar su discurso para incluir a la vasta población votante que vio en Sanders al símbolo de una revolución donde los ricos no se hacen más ricos ni los pobres más pobres. Tanto Donald Trump como Hillary Clinton estarán obligados, incluso por puro interés electoral, a reformar sus programas e incluir en su electorado a aquellos jóvenes que, exhaustos por la corrupción y el dinero rampante de Wall Street en la política estadounidense, han preferido la revolución socialdemócrata de Sanders. Trump está convencido de que sus votantes terminarán entre los suyos. Tendrá que ceder.

El periodista John Cassidy mostró en la revista The New Yorker que Clinton y Trump han incluido en sus discursos más recientes los temas típicos de la campaña de Sanders. Incluso Ted Cruz, antes de su retiro, había resaltado el desequilibrio entre ricos y pobres. Que Sanders hubiera logrado que el ala más conservadora de los republicanos se fijara en problemas que conciernen, por lo general, a políticas de izquierda, resulta parte de su victoria invisible.

Sus más de 12 millones de votantes están a la deriva en una elección cuyo futuro es impredecible. Nadie creía que Trump sería candidato: su victoria incontestable amordazó el aparato político. A Sanders no le daban mayor esperanza, pero es posible que sean sus votantes quienes definan la presidencia de Clinton, que tiene en su contra la historia (la última vez que dos demócratas gobernaron de manera continua fue en 1945) y a los votantes que descreen de la presidencia de Obama, su más riguroso apoyo político.

Estas primarias atípicas (donde la candidatura republicana parecía asegurada para Jeb Bush, uno de los primeros en retirarse) forzarán a ambos partidos a debatir sobre sus fuentes de ingreso y su contacto con el electorado. Trump y Sanders hicieron su carrera a contracorriente, sin las bases tradicionales de sus partidos. El primero triunfó; el segundo se enganchó a un electorado que antes era inexistente. De modo que la carrera de Sanders no sólo reformará los temas de los debates venideros entre Trump y Clinton, sino que también obligará a su partido a pensar el modo de acceder a una clase votante que podría asegurarle su futuro próximo.

“Para bien o para mal, es probable que el Partido Demócrata se traslade hacia cierta pureza progresista en ese despertar”, escribe Blow. “Esto podría salir mal y alentar un proceso de nominación, que antes impulsaba a candidatos moderados y atractivos, a adoptar políticas cada vez más extremas que los hagan prácticamente inelegibles, como pasó con el Partido Republicano”.

Además, Sanders abrió nuevas formas de financiación en las que no se cuelan las grandes empresas. Un modelo en el que son los votantes los que apoyan de manera directa a su candidato y, en ese sentido, crea una vía fija de comunicación, sin intermediarios, donde los votantes son al mismo tiempo vigilantes del empeño político de su candidato. No es una fiesta del dinero, sino un asunto de responsabilidad. Contrario a las donaciones de la campaña de Clinton, Sanders instaló la veeduría de su anhelado mandato en manos de sus votantes. Su compromiso, entonces, dependería de ellos.

En ese sentido disminuyó la brecha entre un electorado indiferente y el Partido Demócrata. En principio, nadie daba un peso por la campaña de Sanders y llegaron a acusarlo, sin contar con que desglosaban una virtud, de que su discurso no había cambiado en décadas. Sus votantes, en cambio, vieron que ese discurso monocorde sólo representaba una calidad que el resto de los políticos, según su opinión, han perdido: la firmeza.
 

Por Juan David Torres Duarte

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