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Brasil: donde las palabras correctas vienen de los políticos incorrectos

El presidente del Senado, Renán Calheiros, y el presidente Michel Temer se han mostrado como francos representantes de la democracia. Pero su historial dice algo muy distinto.

Juan David Torres Duarte
20 de septiembre de 2016 - 09:43 p. m.
El presidente de Brasil, Michel Temer, durante uno de los almuerzos de la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York.  / AFP
El presidente de Brasil, Michel Temer, durante uno de los almuerzos de la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York. / AFP

Quizá la política sea la capacidad de poner las palabras más correctas y bondadosas en las bocas que menos honor les hacen. Decir una verdad cuyo trasfondo resulta corrupto, y que, aunque siga siendo verdad, se convierta en una forma de la hipocresía. En Brasil, esta sentencia tiene el sentido de un mandamiento: desde que comenzó el proceso de impeachment contra la expresidenta Dilma Rousseff, a finales del año pasado, hasta este martes, cuando Michel Temer, el vicepresidente convertido en presidente, habló en Naciones Unidas, los políticos brasileños han dicho las palabras correctas para validar conductas incorrectas.

Han dicho, por ejemplo, que el juicio contra Rousseff era legal y legítimo. Tenían la razón entera: la Constitución brasileña reporta, en su nómina de leyes y parágrafos, que un presidente puede ser retirado —la belleza musical del portugués: afastado— cuando comete un crimen de responsabilidad, cuya variedad puede ser interpretada por los legistas. En su parlamento de 21 minutos ante Naciones Unidas, Temer dijo en un portugués pétreo: “(el proceso contra Rousseff) transcurrió dentro del más absoluto orden constitucional”. Todos los delegados que concurrieron a la Asamblea General, salvo los seis que se retiraron por dignidad cuando Temer se asomó al atril ataviado en su camisa de cuello riguroso y su vestido mortuorio, parecieron de acuerdo con sus palabras. Tenían la razón entera: desde diciembre de 2015 hasta el 31 de agosto, fecha de la caída de Rousseff, el proceso transcurrió a cabalidad según lo dictan la ley y la buena costumbre.

Sus palabras eran correctas e incluso apelaban a la razón. Pero su fondo era turbado. El proceso contra Rousseff sufrió de numerosas inconsistencias; la principal, para los registros de la ironía, era el hecho de que las pruebas en su contra carecían de base. A Rousseff se la acusaba por haber tomado dinero de bancos públicos para ajustar las cuentas públicas de su Gobierno, de modo que luciera un equilibrio que en realidad no existía. Lo hizo sin autorización del Congreso. Sin embargo, la línea que define esa acción —reprochable y digna de una sanción— era demasiado tenue y, en manos de legistas astutos, fue calificada como crimen de responsabilidad. Ergo, juicio político. Ergo, expulsión de Rousseff.

La ley y la buena costumbre también le otorgaron a Temer un espacio infinito de interpretaciones: meses antes del impeachment, decía con resolución que un juicio de tal magnitud produciría inestabilidad en el país y que no sólo creía que no ocurriría, sino que era imposible. Después, mientras Rousseff quedaba sitiada y sin aliados políticos, le retiró su apoyo. El suyo y el de su bancada entera en el Senado y en la Cámara de Diputados, un acto político que definió la caída de la expresidenta porque dio los votos necesarios —y de sobra— para aprobar un juicio sobre su gestión y su consiguiente caída. Temer redactó y declamó su discurso de posesión antes de que se tuviera cualquier noticia sobre la expulsión de Rousseff: sus capacidades videntes fueron un capital político que se guardó hasta último minuto a pesar de una carrera de más de 20 años en la política.

Sus colegas adolecen de un mal similar: saben decir lo correcto, aunque su fondo sea por completo turbulento. Este martes, el presidente del Senado, Renán Calheiros, aliado de Temer, criticó el “exhibicionismo” de la investigación Lava Jato —aquella pesquisa que busca a los responsables de la línea de corrupción en Petrobras, la gran estatal petrolera de Brasil—. Con tino parabólico, Calheiros dijo: “La Lava Jato es un avance civilizatorio, pero tiene la responsabilidad de separar la paja del grano, acabar con ese exhibicionismo, hacer denuncias que sean consistentes (…). Nada va a detener la Lava Jato, pero la Lava Jato tiene que acabar (…) con ese proceso de exposición de personas sin culpa formada”.

Calheiros tenía la razón entera: en nombre del buen juicio y de la honra que compete a cualquiera, su identidad y su historia no pueden ser manchadas por acusaciones sin fundamento. En cierto sentido, y sin quererlo —eso es seguro—, Calheiros aludía a la situación de Rousseff. Era un hombre que hablaba con verdad, pero cuya verdad, en su boca, era la suma babilónica de una ironía. Calheiros es investigado por servir como mediador en tramas de corrupción entre Petrobras y empresas privadas: dicho de otro modo, habría recibido dineros por ayudar a que ciertas empresas consiguieran contratos con la estatal. El procurador general de Brasil, Rodrigo Janot, aseguró hace unos meses que Calheiros busca obstruir las investigaciones de Lava Jato. Calheiros, que renunció a la presidencia del Senado en 2007 por acusaciones de corrupción y fue absuelto por sus pares en 2013, se presenta aquí como el maestro de la ética.

La verdad que Calheiros pergeña va todavía más allá. Pidió que el Congreso pensara un proyecto que garantice los derechos de las personas que son acusadas y que facilite las investigaciones. Verdad de a puño, necesaria. Añadió en su intervención ante sus colegas: “Cualquier proyecto que garantice un mecanismo para investigar la corrupción, que signifique proteger las garantías individuales y colectivas, debe ser llevado a cabo aquí, en el Congreso”. Habla con razón: al Congreso, reza la Constitución, le corresponde la hechura de proyectos de este talante. Olvida Calheiros que el 60% del Congreso está siendo investigado por corrupción y lavado de dinero, entre otras acusaciones —algunos incluso por esclavismo—, y que sería por lo menos debatible que una persona acusada sea la misma que tramite y apruebe la ley que la juzgará. Olvida también que una ley de ese tipo podría ser desviada para constreñir la labor del Ministerio Público, que dirige Janot. Los azares de la vida: Calheiros es un enemigo esencial de Janot. Ergo

Además, Calheiros olvida reportar que este lunes, apenas un día antes de su incursión moral ante el Congreso, aprobó la votación de un proyecto de ley que permite amnistiar a los investigados por donaciones sospechosas por caixa dois —la belleza musical del portugués—, un término utilizado para clasificar a aquellos que tienen segundas cuentas que no son reportadas ante los órganos de fiscalización, cuentas que podrían determinar una acusación por lavado de dinero, evasión de impuestos o por corrupción. Una amnistía a aquellos que usaron este recurso beneficiaría también a políticos investigados por Lava Jato. Calheiros negó que hubiera impulsado la amnistía.

Por Juan David Torres Duarte

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