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Comprar la coca

Lo mejor sería que el Gobierno comprara toda la cosecha y cuantas veces sea necesario por un tiempo razonable, que sirva de transición de una economía a otra.

Pedro José Arenas*
07 de marzo de 2016 - 02:00 a. m.

“Drogólogos” conocidos en círculos del gobierno colombiano, Julián Wilches y Juan Carlos Garzón, en un articulo publicado por La Silla Vacía introdujeron esta semana una sugestiva pregunta: ¿Qué pasaría si el gobierno compra la coca? Habría que resolver unas preguntas antes de tomar esa decisión.

Jacques Chirac en 1996, siendo presidente de Francia; Álvaro Uribe en 2005, siendo Presidente en ejercicio en Colombia, y César Gaviria como expresidente y miembro de la Comisión Global de Drogas en 2015, también hablaron de esto antes, así como Andrés Gil, de la Mesa de Interlocución Agropecuaria, y Camilo González, director de Indepaz, quien lo propuso desde el Cauca hace casi dos décadas.

El vecino Perú cuenta con una empresa estatal –Enaco– que ha comprado coca desde 1982, y en Bolivia hay varias empresas que adquieren coca desde antes de su separación de las convenciones de drogas de la ONU. Actualmente, en Bolivia existe una regulación del mercado de la hoja que incluye reglas para su cosecha, transporte, acopio, distribución y usos, y Perú cuenta con más de cuatro millones de consumidores de hoja en distintas presentaciones, siendo la harina de coca la más usada, para lo cual existen mas de 30 empresas que elaboran múltiples productos con ella, según la mas reciente Encuesta de Consumo publicada por Devida.

La lista de experiencias aumenta con Colombia, donde también hay emprendimientos alrededor de la hoja. Cocanasa es un vivo ejemplo de lo que se hace y hemos encontrado organizaciones campesinas en Lerma, Cauca, o en Hacarí, Catatumbo. Este recorrido se nutre con casos que anteceden a esta propuesta, probando con ello que sí es factible. En Colombia el consumo tradicional es pequeño; sin embargo, la coca podría ser usada con fines medicinales, científicos y ancestrales. Este es un aspecto central en la propuesta que, siendo representante en 2005, ayudé a presentar ante el Congreso de la República y que fue archivada por presiones del Consejo de Política Criminal.

Comprar la coca es una idea que se inscribe en el rediseño de la política de drogas a partir de considerar que el Estado ha tenido experiencias fallidas en sus intervenciones con los productores. Pero limitar esta idea a una priorización de zonas podría contradecir la tesis de que “la lógica de atacar la oferta está desvirtuada”. Dejar zonas por fuera de una propuesta así, sería dejar una parte para los narcos, por lo cual tiene más sentido la compra de la cosecha en todo el país, usando en primera instancia a las Umata o los centros provinciales de asistencia agropecuaria.

Comprar toda la cosecha y cuantas veces sea necesario, hasta por un período de siete años, que sirva de transición de una economía a otra, sería lo mejor. Mientras la generación de ingresos por vías alternativas pelecha o permite desmontar la dependencia de la coca para esas comunidades, sería conveniente adquirir la hoja al precio que actualmente se transa con destino a pasta base. Ello resolvería la pregunta del precio a pagar. Es de recordar que los campesinos encontraron en la coca un producto al que pueden agregar valor in situ, lo que no es dable con otros casos, por lo cual la compra de su coca debería incluir los estimativos de ingresos que ellos necesitan en las zonas donde viven.

¿Y cómo evitar que aparezcan nuevos cultivos? La sugerencia es que se hagan compromisos muy serios, que las instituciones cumplan realmente lo que acuerden, pero también los líderes y comunidades, evitando la resiembra, lo que implica un monitoreo por parte de Oficina de la ONU para la Droga y el Delito (Unodc). Sobre esto hay varios ejemplos: los bolivianos tienen un programa de “control social de los cultivos” en el que son los agricultores los que delimitan su producción y promueven cultivos complementarios. En Colombia también hay experiencias. En 1986, el Sindicato de pequeños agricultores del Guaviare ordenó a sus colonos asociados sembrar al menos una hectárea de comida por cada una de coca que tuvieran, lo cual fue acogido por varios años. Luego, en 1991, Naciones Unidas propuso a los campesinos del Capricho y La Carpa en Guaviare que sembraran árboles de caucho en medio de sus cocales, lo que también fue atendido, pero ese fue un proceso que se truncó por la guerra general contra drogas desatada con fumigaciones en 1994. Lo interesante es que los campesinos del Paramillo, en un foro realizado allí en febrero pasado, propusieron al Gobierno que sus organizaciones se encargarían de limitar la producción, asunto que expuso ampliamente hace pocos días César Jerez, de Anzorc.

¿Y esto se puede hacer legalmente? La respuesta es sí. Las convenciones de drogas de Naciones Unidas adoptadas a inicios de los años 60 ya no deben ser leídas literalmente como una orden e imposición a los estados parte de “eliminar todos los cultivos”. Sobre esto, Francisco Thoumi, miembro de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, sostuvo este 2 de marzo en el Ministerio de Justicia en Bogotá que las “convenciones admiten los usos médicos, científicos y tradicionales”. ¿Qué implican estos conceptos? En el marco del debate previo a la próxima sesión especial de drogas de la ONU, muchos gobiernos, incluido el de Estados Unidos, aceptan que debe darse una flexibilidad compartida a la hora de interpretar las convenciones, ante la imposibilidad material para modificarlas. Esto fue justamente lo que llevó a la Asamblea General de la ONU de 2008 a establecer unas metas menos utópicas cuando llamó a los estados a hacer esfuerzos por eliminar o reducir los cultivos significativamente. Esto es interesante, porque queda claro que la meta es reducir la disponibilidad de materias primas para drogas y no necesariamente acabarlas por entero.

A esto se agrega que el Estado colombiano, al adoptar la Convención contra el trafico ilícito de sustancias estupefacientes en 1988, señaló que tal instrumento no se aplica cuando la lucha contra ellas pueda poner en riesgo los derechos de las poblaciones indígenas. Esta reserva se incorporó al bloque de constitucionalidad cuando la Corte declaró exequible ese tratado internacional. Esa ha sido la base que han tenido en cuenta los tribunales para decidir la demanda de Fabiola Pinacue contra el Invima por impedir la comercialización de productos de coca fuera de resguardos indígenas, así como la tristemente célebre propaganda de “la mata que mata” del Consejo de Estupefacientes. En Colombia la jurisprudencia es superior a la Ley 30 de 1986 y al Código Penal, pero es lamentable que esas normas no hayan sido adaptadas a los pronunciamientos de las cortes y muchas veces se tenga que acudir a demandas para desbloquear emprendimientos como le ha tocado a la líder indígena citada.

La perspectiva de Rodrigo Uprimny, adoptada por la Comisión asesora de políticas de drogas en 2015, es que las obligaciones internacionales en materia de derechos humanos están por encima de las obligaciones en materia de drogas. Esta mirada hace que el debate por las hectáreas sembradas con coca se convierta en superfluo. Y actualmente el PNUD promueve, en el marco de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, un enfoque de desarrollo que nos debería animar a discutir sobre la situación en que viven quienes están envueltos como trabajadores rurales en actividades asociadas a coca.

La coca no es estupefaciente en su estado natural. No hay que seguir con la misma confusión incubada por una misión amañada de la OMS que visitó Lima hace 50 años. La coca se puede comprar en su estado natural, sí. No hay discusión sobre los usos tradiciones de la coca por parte de comunidades indígenas. Pero comprarla para quemarla es un error y un síntoma de la criminalización de la planta. Al contrario, hay que usarla como una posibilidad. Sobre las alternativas complementarias, podría incluirse el uso de la coca para producción de alimentos o para procesamientos industriales lícitos. Otra de las alternativas podría ser determinar unas condiciones para producir coca como materia prima para medicamentos y en general para los usos modernos. Lo que pasa es que los usos modernos incluyen la cocaína y esa también podría ser una alternativa: producir esta sustancia para quienes la necesitan en Colombia, pero regulada por el Estado.

Aunque algunos se asusten con estas ideas, el debate sobre los usos de las plantas prohibidas sustituye el debate sobre la erradicación de ellas. Hace unos años, el ahora ministro para el Posconflicto, Rafael Pardo, estuvo en el PNR y él podría pensar en la recreación de algo como el Idema para que adquiera los productos cosechados por los campesinos, indígenas y afros, incluyendo también a la coca. Eduardo Díaz Uribe, gerente de una nueva agencia para este tema, debería poner en práctica su experiencia en mercados y en la actuación con comunidades, pero ellos requieren del apoyo decidido del Gobierno. Ellos pueden pensar en financiación del recurso para la compra de las cosechas tomando una parte del dinero que se gasta en erradicación forzada, pero también del Banco Agrario para la parte técnica necesaria en la elaboración de productos con coca, considerando algunos elementos del Decreto 2467 de 2015 sobre cannabis, solo que en este caso sería para fines alimenticios, cosmetológicos e igualmente médicos, y dicha producción tendría de por medio a pequeños productores y no grandes empresarios.

Comprar la coca podría ser una opción para el Gobierno, con lo que lograría acercarse y ganar confianza con comunidades que encontraron en ella una actividad agrícola a la cual dedicarse en medio de las crisis de las producciones rurales: pobreza, marginalidad, bajos ingresos, falta de infraestructuras, materialización de derechos, oportunidades, acceso a tierra y mercados, entre otros factores. La compra de otras cosechas por parte del Estado también es necesaria, sobre todo en zonas de difícil acceso. Puede ser que el acuerdo de La Habana abra una ventana de oportunidad para que, dando la voz a los productores, se construyan de forma participativa este tipo de alternativas. Y dar voz conlleva de entrada la necesidad de incluirlos como ciudadanos, lo que empieza con su descriminalización.

 

*Observatorio de cultivos y cultivadores declarados ilícitos Indepaz.

Por Pedro José Arenas*

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