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Egipto y el ocaso de la esperanza

La violencia en Egipto comienza a desbordarse. El fin de semana murieron alrededor de 200 personas en choques entre islamistas y militares.

Víctor de Currea-Lugo
29 de julio de 2013 - 10:00 p. m.
Los Hermanos Musulmanes convocaron hoy a una marcha masiva para pedir el retorno del presidente depuesto, Mohamed Morsi.   / EFE
Los Hermanos Musulmanes convocaron hoy a una marcha masiva para pedir el retorno del presidente depuesto, Mohamed Morsi. / EFE
Foto: EFE - KHALED ELFIQI

En febrero de 2011 las caras egipcias estaban llenas de optimismo, de banderas pintadas. Un muro resumía el sentimiento mayoritario: “Quiero ver un presidente diferente antes de morir”.

En junio de 2012 los gritos de triunfo de los seguidores de Mohamed Mursi inundaban la plaza Tahrir: por primera vez en su historia, Egipto había tenido unas elecciones dignas de ser llamadas democráticas y los Hermanos Musulmanes (y sus aliados) llegaban al poder por vía electoral.

Hoy, al tercer año, las caras han cambiado y hay sangre en las calles egipcias. La sociedad está fracturada. El efímero asomo a la democracia terminó con un golpe militar revestido de apoyo popular, como si las formas de la democracia pudieran cambiarse de manera arbitraria, más aún con un salto al pasado de gobiernos militares.

El uso de armas de fuego en las marchas de El Cairo no era una necesidad derivada de supuestos ataques armados de la oposición. Lo que observé las semanas pasadas fue precisamente el despliegue deliberado con armas de fuego como una medida a priori.

Los testimonios recogidos evidencian la presencia de grupos civiles armados amparados por las Fuerzas Armadas en varios de los ataques, tanto contra el campamento de expresiones pro Mursi en Ciudad Nasser, al nororiente de El Cairo, como el campamento en la Ciudad Universitaria.

Las acciones armadas estuvieron acompañadas de un efectivo despliegue mediático y publicitario que buscaba presentar a todos los opositores al golpe como miembros “terroristas” de los Hermanos Musulmanes, y algunos otros rumores callejeros reducían a los manifestantes contra el nuevo gobierno a un “grupo de sirios y palestinos” enemigos de la nación egipcia. La iconografía actual rescata los nombres de Nasser y de Sadat como militares ejemplares al servicio de Egipto (olvidando deliberadamente a Mubarak), de los cuales Abdul Fatah al Sisi, el actual ministro de Defensa, sería el gran heredero.

El enfrentamiento desigual de piedras contra francotiradores en Raba El Adwyia no fue una batalla como tal sino una masacre. El número de muertos ha sido objeto de manipulación. De hecho, los médicos que entrevisté me confirmaron 112 muertos el 8 de julio (con sus nombres), mientras los medios oficiales aceptaron menos de la mitad. El 27 de julio el número de víctimas fatales superó las 200.

Pero más allá del número de muertos, la opción de los militares por la violencia tiene detrás un objetivo claro: negar cualquier confrontación al poder del que han gozado desde 1952 y, de paso, abortar el proceso pacífico inaugurado el 25 de enero de 2011 bajo las banderas de la democracia.

Parte de Occidente sonríe. El camino electoral que suele “imponer” es válido si y sólo si los ganadores son funcionales a ciertas agendas internacionales (como en Irak y en Afganistán). ¿Es posible, entonces, la libre determinación y la democracia en un mundo globalizado? ¿Es posible defender la democracia sin reconocer los resultados electorales? Algunos de los que entrevisté en El Cairo me decían que no querían a Mursi, pero que seguirán en las calles a favor de la democracia.

Más allá de los errores de los Hermanos Musulmanes en su corto paso por el poder, lo que se está matando es el único experimento democrático más o menos decente en Egipto, la voluntad expresada en las urnas por más de 25 millones de personas que aceptaron estas reglas de juego. La satanización del contrario —como constante en el Egipto de hoy— radicaliza hasta la ceguera el debate político, relativiza el uso desproporcionado de la fuerza y plantea espirales de contraviolencia de difícil contención.

Por Víctor de Currea-Lugo

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