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El dolor del Holocausto

Jacobo Brod acaba de cumplir 100 años de edad y es uno de los sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial que rehicieron su vida en Colombia.

Nelson Fredy Padilla
09 de febrero de 2013 - 09:00 p. m.
El presidente Juan Manuel Santos junto a Jacobo Brod (izq.), en  la exposición 'Shoa: Memoria y legado del Holocausto', en  Bogotá en 2011. / Presidencia
El presidente Juan Manuel Santos junto a Jacobo Brod (izq.), en la exposición 'Shoa: Memoria y legado del Holocausto', en Bogotá en 2011. / Presidencia

Jacobo Brod y su esposa, Tusha, vivieron en Colombia desde 1948 sin que nadie, a excepción de la comunidad judía, se enterara de la tragedia que cargaban a sus espaldas. A mediados de 2009, con motivo de los 90 años del natalicio del escritor italiano Primo Levi, autor de Si esto es un hombre, el más impresionante relato sobre los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial, a los que sobrevivió, El Espectador buscó a otros supervivientes del Holocausto. El profesor de literatura Bogdan Piotrowski, polaco radicado en Colombia, me puso en contacto con el señor Brod, pero cuando le expliqué por teléfono que me interesaba publicar su testimonio respondió que no quería hablar del tema ni convertirse en un personaje público. Le insistí, le leí apartes de la obra de Levi para que me dijera si reflejaban su experiencia. Al final me permitió conocerlo y oír su versión con la condición de que no revelaría su nombre.

Ahora se sabrá su historia porque accedió a que una parte se hiciera pública en un capítulo del libro que publicó esta semana el sello editorial Grijalbo: una compilación de 18 testimonios hecha por iniciativa de la comunidad judía, bajo la edición de Hilda Demner y Estela Goldstein. Jacobo Brod acaba de cumplir cien años y por motivos de salud no pudo asistir a la presentación de la obra en la Nunciatura Apostólica. Sin embargo, su mente sigue lúcida y su dolor latente.

Aquella tarde de agosto de 2009 fui a su apartamento en un cómodo edificio del noroccidente de Bogotá, donde viven otros ancianos de la comunidad y otros sobrevivientes que no querían saber nada de periodistas. Lo encontré recostado en una mecedora de madera, en una cálida habitación con vista a los Cerros Orientales y frente a un moderno televisor sintonizado en el canal de la Deutsche Welle. Me dijo que ha vivido tranquilo y feliz en Colombia y que no quería volverse objeto de curiosidad del vecindario cuando saliera de paseo. Hoy publicamos su testimonio completo:

“Así fue: la guerra había terminado, el impacto nos llevó a huir de una Europa desecha y dividida. Yo estaba casado y teníamos bebés. Puse un aviso en el periódico: ‘Ingeniero busca trabajo’. Me respondieron de Asia, África y Suramérica. Lo más atractivo era Colombia porque un familiar me la recomendó y necesitaban profesionales. Volamos de París a Ámsterdam, luego a Escocia y atravesamos el Polo Norte hacia Canadá; luego a Nueva York, a Jamaica, a Barranquilla, y tres días después llegamos al aeropuerto de Techo. Pasamos de estar en medio de la guerra a un lugar tan pacífico como la Bogotá de esa época, cuando nadie cerraba las puertas de las casas con llave. Era un paraíso, Europa un infierno. A mi madre, a mi hermana y a mí nos convirtieron en prisioneros desde que los alemanes invadieron Polonia en septiembre de 1939 y terminamos encerrados en el gueto de Lödz, una ciudad industrial 160 kilómetros al sur de Varsovia. Mi padre había muerto años antes. Vivíamos amenazados y obligados a identificarnos con la estrella de David pegada en el pecho, a la altura del corazón. Luego nos enviaron al gueto de Baluti, donde aprendí a trabajar en confecciones; me hice hilandero y eso me resultaría muy útil en Colombia. Por esos días mi hermana murió de cáncer en un hospital donde conocí y me enamoré con locura de una enfermera llamada Tusha. Nos casamos en 1943 y nuestro regalo de bodas no podía ser mejor: un pan de dos kilos para calmar el hambre. Entender esto y explicar en palabras la crueldad de los nazis es difícil. (Se emociona, guarda silencio, se seca la saliva con un pañuelo desechable, prosigue).

Un día de agosto de 1944 nos embarcaron en un tren rumbo a Auschwitz, unos sobre otros, como animales, allí mismo todos hacíamos las necesidades. A la llegada nos recibió látigo en mano un hombre perverso que se llamaba Josef Mengele (El Ángel de la Muerte). Nos amedrentaba con perros y soldados. Me despedí de mi madre y de mi esposa. Sabía que era la última vez que las veía. A los jóvenes y fuertes nos preguntaron por la profesión. A las mujeres las hicieron a un lado. A mi mamá la asesinaron en Auschwitz-Birkenau, no sé si en las cámaras de gas o con ráfagas. Lo cierto es que terminó en esas fosas comunes con cadáveres amontonados en cruz, cubiertos con cal viva. A otros los pasaban a hornos que expelían un terrible olor a carne quemada que llegaba hasta donde estábamos.

Me desnudaron, me afeitaron todo el cuerpo y la cabeza porque había epidemia de piojos, me miraron hasta dentro de los oídos y me dieron una camisa a rayas (en el libro revela que todavía la conserva para heredársela a su bisnieto). Además de judío, soy ingeniero mecánico, por lo que me enviaron primero a un campo alemán donde reparaban aviones y luego al de Braunschweig-Schillstrasse, especializado en mantenimiento de camiones. Debía cumplir jornadas de 12 horas continuas de trabajo y sobrevivía con una sopa oscura de pellejos de papa y agua negra. Cuando supe que a mi esposa no la habían matado cambié mis zapatos de montaña por un pan y le mandé la mitad. Las condiciones eran infrahumanas, de humillación permanente.

Para los nazis, Hitler era dios. Tenían el cerebro lavado y cumplían sus órdenes a cabalidad, así fuera asesinar a sus propias familias. Eran gente medio alocada, no eran normales. Es imposible que alguien que esté en sus cabales le dispare a otro a la cabeza sólo porque no le gustó el corte de su cabello. Era muy difícil soportar los inviernos. Si no se moría enfermo y casi congelado por el frío, a uno lo mataban los piojos. Hacíamos fila en medio de un patio: uno bombeaba agua no potable y el otro se desnudaba y se juagaba con agua a diez grados bajo cero. No me enfermaba porque como pobre que fui estaba acostumbrado al frío y al hambre en los duros inviernos de Polonia. Estaba protegido.

Al principio estábamos bajo órdenes del ejército, no nos pegaban ni nos mataban pero las condiciones eran infrahumanas, con poca alimentación. Cuando empezaron a recibir duros golpes en el frente oeste se llevaron los soldados y quedamos a merced de las SS. Sabían que iban perdiendo la guerra y el odio hacia nosotros crecía. La muerte era segura. Empezaron a caer bombas en la ciudad. Los superiores eran los más alocados, rompían todo lo que encontraban en su camino; veían cerca el fin y necesitaban desahogarse.

Hubo un momento en que la férrea disciplina nazi empezó a desmoronarse y el control del campo se les salió de las manos. Decidieron trasladarnos. Desde marzo de 1945 íbamos y veníamos en el tren hasta que las bombas destruyeron tramos de rieles y nos obligaron a caminar y caminar hasta el 15 de mayo, cuando las tropas aliadas norteamericanas nos liberaron. Yo estaba desecho y en harapos. Es el único día que celebro desde entonces. Claro que para mí todos los días son festivos. ¿Por qué sobreviví? No lo sé. Pasado el tiempo ya no estaba tan fuerte, tampoco era el más inteligente. Es posible que haya sido cuestión de suerte. Tres días después regresé a Lödz y me reencontré con mi esposa. La ciudad estaba destruida. No había qué comer o de qué vivir. Fue cuando me atrajo venir por un año a Colombia y una vez aquí se me metió el veneno latino y me quedé con mi familia.

Como sabía de hilandería, empecé a producir hilazas con campesinos de Boyacá, ya que se importaban de Australia y Argentina. (De eso dan fe sus manos grandes y aún fuertes, y la ausencia del dedo índice de la mano izquierda). En Bogotá me especialicé en técnicas y maquinaria para la industria de la lana. Hice empresa, generé empleo y trabajé duro hasta los 82 años. (Desde empresas como LAV hasta artistas como Olga de Amaral lo consultaban).

Al campo de concentración donde estuve fui una vez hace más de 20 años y me indignó que lo hayan convertido en un negocio de turismo. Muchas veces me han buscado desde Europa para que dé testimonio para películas o documentales y me he negado. A veces pienso que las guerras mundiales dejaron mucho daño, pero también muchos adelantos técnicoas para mecánica, electrónica, energía atómica, rayos láser, viajes espaciales. No descarto que haya una tercera guerra mundial. Todo mundo se está armando y nadie compra esa tecnología bélica ultramoderna para dejarla guardada en bodegas. No falta el loco al que un día le dé por usarlas. ¡Dios mío: hay países con hambruna y también con bomba atómica!

En Europa nací y me eduqué, pero amo Colombia más que al país donde nací. Lo mismo sentía mi esposa. Estuvimos casados 63 años. Tuvimos dos hijos. Aquí vivimos felices. Ella quiso que la sepultaran en este bello país y yo también lo quiero. Respeto profundamente el dolor de los colombianos que sufren una guerra que nos ha hecho sufrir a todos.

Yo leí a Primo Levi (estuvo en el mismo campo de concentración), pero no hay palabras, no hay imágenes, ni siquiera las que describió él, que puedan reproducir el sufrimiento que cada cual vivió, porque cada uno lo vio o sintió de manera diferente. Por eso nunca escribí ni me gusta ver películas o leer libros sobre el tema. Incluso es diferente que usted lo oiga de mi boca comparado con lo que fue vivirlo. Puede sonar exagerado, y hay gente que me ha dicho eso, pero no lo es. No pretendo ser sensacionalista, nadie me llamó a contarme, yo lo viví y es bastante doloroso. No quiero hablar más, no quiero volver sobre ciertos cuadros como los que vi en el campo de Buchenwald. Veo la foto de mi mamá y pienso si la mataron con el gas en las duchas (vuelve a callar, a acudir al pañuelo)”. Nos despedimos y me dice: “Le doy un consejo: nunca viva con el día de ayer, sino con el de hoy y el de mañana. No conviva con el pasado”.

Por Nelson Fredy Padilla

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