El próximo momento de la verdad en el Cercano Oriente

Dos investigadores de la Universidad de Stanford revisan el fracaso de las revueltas de la Primavera Árabe, pero ven posibilidades de cambios democráticos progresivos.

Larry Diamond y Hesham Sallam* / Especial para El Espectador (Stanford)
16 de enero de 2017 - 02:00 a. m.
El adolescente Fuad Hach Saleh (izq.), quien perdió una de sus piernas hace en septiembre de 2016, posa  junto a su familia,   en Yebrín, afueras de Alepo. / EFE
El adolescente Fuad Hach Saleh (izq.), quien perdió una de sus piernas hace en septiembre de 2016, posa junto a su familia, en Yebrín, afueras de Alepo. / EFE
Foto: EFE - AK

Cuando en diciembre de 2010 entró en erupción la Primavera Árabe, los partidarios del cambio en el mundo árabe tenían razones para la esperanza. Pero en 2016 vimos el regreso del autoritarismo, principalmente en Egipto, donde hoy gobierna una dictadura represiva apoyada en las Fuerzas Armadas.

Mientras tanto, Siria ha quedado tan devastada por la guerra civil, los vastos flujos de refugiados, los crímenes de guerra y las violaciones a los derechos humanos, que será necesaria al menos una generación para reconstruir el país y su sociedad, si es que lo logra alguna vez. Por su parte, Yemen está sumida en sus propios enfrentamientos civiles y la intervención del ejército saudita, y Libia ha sido un país profundamente dividido y sin gobierno desde la caída de Muammar Gadafi en 2011. Por supuesto, nadie puede pasar por alto el ascenso de Estado Islámico.

A menudo se ve a Túnez como la única experiencia “exitosa” de la Primavera Árabe. Si bien su democracia ha sobrevivido casi de milagro en medio de tantos otros fracasos en la región, no es inmune a las fuerzas geopolíticas que sobrecargan su aparato de seguridad y amenazan su economía. Hoy, el uso represivo por parte de su gobierno de leyes de emergencia antiterroristas pone en duda el futuro de su experimento democrático.

Pensando en 2017, deberíamos considerar las lecciones de la Primavera Árabe y sus efectos para ver si es posible revertir el giro de la región hacia la autocracia. Si bien los autócratas árabes recurren a menudo al “palo” de la represión para sostener su poder, también emplean la “zanahoria” de la promesa de reformas políticas moderadas. Es una opción que les resulta atractiva porque, al crear un espacio político regulado, pueden limitar y cooptar a sus opositores y, al mismo tiempo, bajan los niveles de descontento de sus sociedades.

Esto explica por qué hoy algunos regímenes combinan rasgos autoritarios y democráticos. Por ejemplo, las monarquías de Marruecos y Jordania han permitido la formación de partidos de “oposición”, pero manteniéndolos bajo un estricto control y una intensa vigilancia. De manera similar, los medios de comunicación pueden criticar al gobierno en algunos casos, en tanto y cuanto no crucen la “línea roja” al criticar al monarca mismo.

Muchos activistas y académicos creen que, a pesar de sus imperfecciones, la política regulada desde el estado ofrece oportunidades reales de que se produzcan reformas democráticas. Desde su punto de vista, los activistas de la oposición que participan en procesos democráticos limitados pueden ampliar las fronteras del disenso político más allá de lo que al principio esperaba el autócrata. Así, con el tiempo pueden lograr el cambio democrático al impulsar reformas serias desde dentro del sistema.

Ahora que han fracasado la mayoría de los levantamientos de la Primavera Árabe, los activistas son reacios a los riesgos y los partidos de oposición tienden a favorecer este tipo de proceso a pasos progresivos. Si bien es una postura que tiene sentido desde el punto de vista estratégico, hay pocas evidencias de que las reformas impulsadas desde el estado hayan generado un cambio democrático genuino en el mundo árabe. De hecho, los levantamientos populares de los últimos años fueron una respuesta al estancamiento y la disfunción política generados desde el estado.

Más que quitar presión, los sistemas políticos manejados desde el Estado que por largo tiempo han mantenido los autócratas árabes se convirtieron en una nueva fuente de descontento popular, porque no han dado respuesta a demandas sociales básicas de pan (literal y figuradamente), oportunidades económicas y su justa distribución, y un estado de derecho. Durante la Primavera Árabe, los ciudadanos abandonaron la política formal y organizada, y en su lugar se lanzaron a protestar y hacer huelgas y sentadas para reclamar sus demandas: el impulso del cambio no provino del estado o la política formal, sino del pueblo.

Así, otra lección de los últimos años es que a los líderes árabes les conviene evitar la desafección popular y permitir reformas institucionales graduales pero genuinas, en lugar de un espectáculo tipo Potemkin. Las monarquías de Marruecos, Jordania, Kuwait y otros países del Golfo harían bien en iniciar transiciones desde el absolutismo al gobierno de tipo constitucional. Y sin embargo, en la región no parece existir la voluntad política de avanzar en esta dirección, poco a poco o al ritmo que sea, y esto incluye a Marruecos y Jordania, que se encuentran en mejor posición que otros países para refundarse como monarquías constitucionales.

Los regímenes árabes no han podido crear un nuevo acuerdo para reemplazar el viejo contrato social, por el cual el estado daba un grado de seguridad económica a cambio de la dignidad y la libertad política de sus ciudadanos. Todo nuevo acuerdo debe dar un mayor nivel de libertad de expresión, más competencia y derechos económicos y políticos, y una genuina aplicación de la ley, para todo lo cual hay que combatir la corrupción endémica y el capitalismo clientelista.

Hasta ahora, las autocracias corruptas de Egipto y Bahréin han logrado silenciar a los disidentes por medio de una represión brutal, pero sus perspectivas en el largo plazo son sombrías. Sin una estrategia para crear, aunque sea de manera gradual, un nuevo acuerdo entre el pueblo y el Estado, la legitimidad de estos regímenes será superficial, efímera y cada vez más ilusoria.

Una lección final es que los actores externos siempre han tenido una influencia desproporcionada sobre los regímenes árabes y el desarrollo de la democracia en el Cercano Oriente. Lamentablemente ha sido una influencia negativa a lo largo de la historia: Estados Unidos, igual que antes las potencias europeas, ha protegido y armado a varios autócratas árabes, incluso si socavaban los derechos humanos. Y muchos de los conflictos violentos que comenzaran tras la Primavera Árabe han sido alimentados por actores internacionales y regionales, no en menor medida que Rusia en 2016.

Hoy, las perspectivas de un cambio político de tipo pacífico en los países árabes desgarrados por la guerra están estrechamente ligadas a las acciones de sus rivales estratégicos como Irán y Arabia Saudita, que luchan a través de terceros en Siria y otras áreas. De hecho, Arabia Saudita ha buscado de manera bastante abierta desde 2011 influir sobre los acontecimientos políticos de otros países árabes a fin de prevenir repercusiones negativas en su propio territorio.

Mientras tanto, EE. UU., Rusia, Irán y Turquía se han convertido en protagonistas igualmente importantes en los conflictos de la región, y el cambio pacífico también dependerá de su capacidad de conciliar sus intereses contrapuestos. A menos que se produzca una reconciliación entre estos rivales regionales e internacionales, los pueblos mismos tendrán que encontrar maneras innovadoras y pacíficas de enviar un mensaje claro a sus gobernantes, haciéndoles entender que el viejo orden no se puede sostener y que tarde o temprano deberán venir cambios democráticos.

*Diamond es investigador sénior del Instituto Freeman Spogli de Estudios Internacionales de la Universidad de Stanford e investigador sénior de la Hoover Institution. Sallam es director asociado del Centro sobre Democracia, Desarrollo y Estado de derecho de la Universidad de Stanford.Traducido del inglés por David Meléndez TormenCopyright: Project Syndicate, 2016.www.project-syndicate.org

Por Larry Diamond y Hesham Sallam* / Especial para El Espectador (Stanford)

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