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Jimmy Carter, el viejo granjero

Recordado por su labor en la paz entre Israel y Egipto, Carter fue presidente de EE.UU. entre 1977 y 1981. En las últimas décadas el nobel de Paz se ha dedicado, a través de su fundación, al trabajo humanitario en América Latina.

Redacción Internacional
21 de agosto de 2015 - 03:30 a. m.

El fracaso parecía ser una singularidad de Jimmy Carter. Nacido en una familia que se había asentado en tierras estadounidenses desde 1635, Carter provenía de una dinastía de granjeros con cierto éxito que durante la Gran Depresión acudió a los subsidios oficiales para el campo en busca de la supervivencia. Cuando su padre, James Earl, falleció y tuvieron que dividir la fortuna entre los numerosos hijos, Jimmy Carter recibió una de las sumas más pequeñas. Con ese monto y la vieja experiencia de sus años infantiles en la granja, además de su afición precisa por el trabajo con madera, Carter comenzó un negocio que día a día parecía hundirse: los subsidios eran pírricos; las ganancias, inutilizables. Una de las primeras cosechas de maní, el sustento familiar, se convirtió en desastre a causa de las inundaciones. De modo que, junto con su esposa y sus hijos, tuvo que vivir en un hogar público. Tiempo después el negocio prosperó.

El signo del fracaso, sin embargo, persistía. Quería pertenecer a la Armada y pasó los exámenes con poca ventaja, dado que era de estatura baja y de ánimo tranquilo, contrario a la recia personalidad de ciertos marines. En 1946 se graduó y se casó. En la conferencia que dio ayer en el Centro Carter en Atlanta, en la que dio cuenta de los cuatro melanomas que invadieron su cerebro y de la masa cancerosa que le extirparon hace unas semanas del hígado, Carter dijo que el matrimonio con Rosalynn había sido su mayor logro. Dijo también que ha tenido una vida maravillosa, “apasionante, arriesgada y gratificante”, y que tiene miles de amigos.

Los hechos del pasado parecen desviar la certeza de su afirmación. Cierta mala suerte abundó en los primeros años de su entrada en la política. Cuando se lanzó como senador del estado de Georgia, Carter ya era reconocido por su trabajo como líder comunitario y había tenido la indelicadeza de exponer su punto de vista sobre las negritudes en Estados Unidos: creía que la integración era necesaria. El Consejo de los Ciudadanos Blancos, una organización que desde 1954 buscaba la supremacía de la “raza blanca”, boicoteó su negocio cuando se enteró. Por eso Carter prefirió guardar silencio. El silencio, sin embargo, fue breve: en 1971 la revista Time puso su fotografía en la portada, dedicada a un especial sobre los nuevos políticos progresistas del sur, una región que ha sido registrada por la historia como una de las más racistas. En las elecciones para el Senado, Carter perdió. La comprobación de un fraude impulsó su posterior victoria.

En 1971 Carter fue elegido gobernador de Georgia. En el edificio principal de la Gobernación colgó retratos de Martin Luther King y de otros negros reconocidos en el Estado, a pesar de las amenazas sibilinas del Ku Klux Klan. Como una de sus metas era impulsar los derechos civiles, redistribuyó la financiación entre las escuelas más pobres del estado y buscó que los jueces de la zona fueran nombrados por méritos y no por influencia política. De hecho, fue por eso que Carter se sintió incómodo desde siempre en la política, algo extranjero: porque se dio cuenta de que el poder se repartía según las conveniencias.

Sus ambiciones fueron en aumento y una candidatura a la Presidencia le pareció natural. En principio las encuestas le daban 2% de favorabilidad, a pesar de que su oferta progresista iba en contravía de las políticas de Nixon, recién ensuciadas por el escándalo de Watergate. El hecho de que se sintiera extranjero en la política le sirvió como leitmotiv político. Su campaña se desglosaba en una frase sencilla aunque directa: “¿Por qué no el mejor?”.

En la Presidencia, entre 1977 y 1981, comenzaron los problemas más serios. Muchos dicen que fueron estos los que impidieron su reelección. Inflación, recesión, crisis energética y una gran desconfianza hacia el Gobierno después del fracaso en la guerra de Vietnam. Pero, por encima de todos los malos recuerdos, Carter cargó con el peso político del secuestro de 52 ciudadanos de su país durante 444 días en la embajada de Estados Unidos en Teherán (Irán). Todos fueron liberados, pero las consecuencias políticas fueron palpables: ambos países rompieron sus relaciones (que se restablecieron, en realidad, hace poco, gracias al acuerdo nuclear que alcanzó Barack Obama con Irán). Entre risas, Carter dijo ayer: “Desearía haber enviado un helicóptero más para los rehenes y los hubiéramos rescatado. Y hubiera sido reelecto”.

Por Redacción Internacional

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