La madrugada que partió en dos la historia

Un diplomático de carrera, hoy ministro plenipotenciario de la Embajada de Colombia en Asunción, Paraguay, cuenta por qué fue testigo de la caída del muro.

Ignacio Ruiz Perea / Especial para El Espectador
09 de noviembre de 2014 - 03:01 p. m.
Las losas de concreto mostraban sus intestinos de hierro forzado y se producía el delirio público. /  Archivo
Las losas de concreto mostraban sus intestinos de hierro forzado y se producía el delirio público. / Archivo

En octubre de 1989 la Cancillería me había enviado a hacer un curso de actualización para diplomáticos de países en desarrollo. A los 21 diplomáticos nos instalaron en confortables y privadas habitaciones individuales donde, tras correr el velo, podíamos ver la verde selva del Tiergarten, el parque más grande de Berlín; al lado su famosa Filarmónica y un poco más allá veíamos desaparecer en el horizonte ese muro gris que iría a ser el gran protagonista en las semanas venideras.

Llegó el día en que el grupo tendría su primer contacto con la dividida realidad: ir a Berlín Este. El comienzo fue inquietante: el paso en tren por el checkpoint Friedrichstrasse, ese edificio que llaman aún “el palacio de las lágrimas” (Tränenpalast), fue el primer golpe, cuando vimos desaparecer una urbe moderna y mediática y recalamos en una ciudad gris y plana. Esto alentó nuestro juego de comparar cosas de aquí y allá; “el túnel del tiempo”. Vimos de reojo sus adustos y severos policías, guardias del Este con sus uniformes beige casi verde y sus “gorros de paletero”; nos deleitamos sopesando las livianas monedas de detrás de la cortina, o comiendo el mismo chukrut con salchicha blanca de Berlín Oeste. La misma, pero muy diferente. ¿Qué otros objetos nos hicieron pellizcar que estábamos en el Este? Los rollos de película Or-Wo que alimentaban nuestra sed de fotos y los humeantes autos Trabant que nos indicaban la fragilidad de la industria automovilística estealemana.

Así fueron pasando los días en Berlín Occidental. Éramos los “hijos del muro” y no dudábamos que iba a estar vigilante por todo el tiempo que duraría nuestro curso. Y la vida seguía normal para todos, hasta la noche del 9 de noviembre de 1989. Esa noche salimos a una discoteca. La magia de la salsa regularmente bailada era aún un recurso de mucha utilidad para el levante en los locales, con las locales. Las dos de la madrugada nos avisaron a mi amigo ghanés Mubarak Hussein (qué nombre, qué recuerdos) y a mí que era prudente volver a la DSE, pues las clases empezarían a las 8 a.m. Salimos, caminamos dos, tres cuadras, y empezamos a sentir que algo raro, muy raro, sucedía con el ordenado tráfico berlinés. Autos, motos, con pitos a full, algunos en contravía —lo puedo jurar—, ruido, algunos fuegos artificiales, inusitado hervir humano en la aburrida noche de una medianamente aburrida ciudad, en un aburrido jueves. Esto me hizo preguntarle a un policía “¿Qué pasa? Jugó Alemania? ¿Ganó? ¿Qué pasa, por favor?”. Los ojos llorosos de un policía berlinés y su respuesta me dejaron helado: “¿No sabe usted, no sabe usted? Acaba de caer el muro y están entrando del Este”. ¡Basta, esto era demasiado!

Seguimos caminando hacia la DSE, sin palabras pero con una ebullición tal en el cerebro tratando de ordenar lo que nos dijo el representante de la ley. La cabeza no lograba dilucidar las consecuencias de un hecho histórico que todos querían ver, pero nadie estaba preparado para ello. Cómo la paz. ¿Por qué estoy yo acá? ¿Cómo voy a digerir todo lo que se viene? Llegamos a la DSE y el rumor fue confirmado. Profesores, alumnos, administrativos, todos en el salón principal, perplejos. Comprobar que la mayoría no había salido de farra esa noche y, por ende, que la calle no los había informado del bombazo que estaba aconteciendo, nos dejó la satisfacción, al ghanés y a mí, de que éramos privilegiados, de que éramos los abanderados de una incipiente clase diplomática que supo de la caída del muro en el instante mismo en que esta se dio. Entonces pensamos: ya oímos sobre la caída, ¿qué nos faltaba? ¡Verlo!

Minutos pasaban, cerveza se destapaba, más y más severas caras alemanas se desencajaban por la emoción. Y entonces radio-pasillo nos indicó que en Potsdamer Platz se daría la apertura de una parte del muro (muro-muro, no barreras como se acababa de dar). Por supuesto, el curso quedó a esa hora —más o menos las 4 a.m.— oficialmente disuelto hasta nueva orden; agarramos cámara, los flamantes rollos Or-Wo, grabadora de mano y a toda carrera emprendimos el más carnavalesco desfile que recuerde la estoica Berlín Oeste. Allí, previo abrazo con cuanto desconocido hubiese, compartiendo champaña, cerveza, risas, expresiones de júbilo y adrenalina, mucha adrenalina, nos instalamos frente al sitio determinado. Ya se oía el ruido del otro lado del muro, lo cual no era un dato menor y menos un dato de común ocurrencia por esos días. La efervescencia iba subiendo de igual forma que la cantidad de público, ya adicionado con muchos de los estealemanes que habían pasado por el checkpoint Charlie horas antes. ¿Cómo los distinguíamos? Por su ropa, indudablemente por su ropa. Pasaban las horas de la madrugada y nadie se movía de su sitio; es que era demasiada la curiosidad que el mundo tenía reprimida desde agosto de 1961.

Esos momentos quedaron en el recuerdo: estábamos siendo testigos excepcionales del trabajo mancomunado de una exultante policía de Berlín Oeste, con sus impecable uniformes verde-verde y los adustos oficiales verde-oliva de la Volksarmee (Ejército del Pueblo Estealemán). Juntos, dando órdenes de lado a lado, coordinando el febril trabajo de grúas, buldóceres, sopletes, palas y mazos. Y en la medida en que las losas de concreto mostraban sus intestinos de hierro forzado, se producían la algarabía y el delirio de público. Los obreros fueron apurando su labor y ya para las primeras horas del alba pudimos ver que finalmente caía el muro. No solamente caía una pared, caía el signo más oprobioso de la Guerra Fría. Los obreros del Este pasaron, primero tímidamente, a una Potsdamer Platz abarrotada de alcohol y alegría, sólo para comprobar por sus propios ojos que la luz mortecina de las lámparas orientales ya alcanzaba el suelo de su vecina ciudad.

Por Ignacio Ruiz Perea / Especial para El Espectador

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