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Memorias de la guerra

Hace 31 años se daba inicio a la Guerra de las Malvinas, con la ocupación argentina a las islas. Veteranos de la batalla recuerdan cómo fueron esos días, ahora que los cañones están en silencio.

Diego Alarcón Rozo
02 de abril de 2013 - 10:00 p. m.
Gustavo Giménez (izq) y Eduardo Mirabetto posan ante los restos de un helicóptero argentino, a las afueras de Puerto Stanley.  / EFE
Gustavo Giménez (izq) y Eduardo Mirabetto posan ante los restos de un helicóptero argentino, a las afueras de Puerto Stanley. / EFE

“Lo’ vamo’ a reventar, lo’ vamo’ a reventar, lo’ vamo’ a reventar”. El camión militar que transportaba a los hombres del Regimiento de Infantería Mecanizado 3, de las Fuerzas Armadas argentinas, se movía como si estuviera latiendo a medida que avanzaba. Se movía porque, adentro, los soldados saltaban y cantaban, como en la tribuna popular de algún estadio de fútbol. Coreando y dándose ánimo. Ya venían los ingleses a intentar retomar las islas y ellos no tenían miedo. De hecho los esperaban, pero Gustavo Giménez no saltaba, ni cantaba. Apenas miraba a sus compañeros, guardando un pequeño secreto: desde el día en que limpió su fusil, algo falló en el armado. Quizá hoy, cuando han pasado 31 años del inicio de la guerra, el resorte que se le escapó está intacto en algún rincón de una trinchera. ¿Quién sabe? La verdad era que el soldado Giménez no podía reventar a nadie, al menos con su arma.

“No sé qué cuerno pasó con ese resorte. Mi arma nunca más funcionó”. Gustavo Giménez cuenta su secreto ahora, ya cuando los cañones dejaron de hacer “bum, bum, bum”, como él dice, cuando ya no tiene nada que perder, porque de la guerra sólo le quedan recuerdos y el dolor de 649 compatriotas que fallecieron en el intento de recuperar las Malvinas, estas islas que aún hoy los argentinos consideran suyas. El fuego se apagó el 14 de junio de 1982, después de 74 días de guerra, y él ahora está en Puerto Stanley de visita, caminando los campos que caminó llevando alimento para sus compañeros, en las trincheras instaladas a “unos 1.000 metros” por detrás de la casa del gobernador británico. Esa casa queda justo frente al mar.

Cada día era peor, cada día el caldo tenía menos comida, cada tanto “lograbas pescar algo”, con fortuna un pedazo de pollo. El soldado Giménez, amable y con la una voz firme en la que a pesar del tiempo se nota cierta pena, relata la casualidad por la que fue a la guerra: “Tenía 19 años y terminaba mi servicio militar el 30 de abril. El día 2, Argentina ocupó las islas, ese mismo día regresé al regimiento y me enteré de que tenía que venir. El día 9 llegué”.

El soldado Giménez ahora es un veterano de las Malvinas, vinculado con un centro de veteranos de guerra de la ciudad de Ituzaingó que año a año envía a las islas a dos de sus hombres a rendir honores a sus compañeros caídos, como un homenaje a la memoria. Esta vez vino acompañado de su madre, Ramona Surita, quien vino a conocer las tierras que le quitaron el sueño por 73 noches. Los acompaña también Eduardo Mirabetto, otro excombatiente, que paradójicamente nunca había pisado este suelo: “yo era un cabo recién salido de la escuela, maquinista de un destructor, tenía 18 años. Nunca supe en qué parte de la isla estaba, nunca bajé del barco. Hacíamos patrullaje y defensa. Mi barco nunca hizo un tiro”.

Mirabetto entrega otro testimonio y a veces no sabe si es una locura afirmar que hubiera preferido haber pisado tierra para tener la tranquilidad de decir “puse lo que tenía que poner”, porque “para mí es imposible pensar en otra cosa. A partir del 82 creo que no ha habido un día en el que no haya recordado, al menos un segundo, a las Malvinas”. Al excabo entonces lo acompaña un simbolismo especial, el simple hecho de pisar el suelo al que defendió, por esa “causa legítima” que se llevó por el camino la vida de amigos y conocidos. Irá a Darwin con Gustavo y la señora Ramona, llorará y les orará a esas tumbas de cruces blancas que guardan los restos de más de cien de sus compañeros. Visitará el cementerio argentino, con su memorial, y se acordará de ellos aunque casi la mitad de las tumbas no estén identificadas: “Soldado argentino sólo conocido por Dios”, reza el epitafio en la lápida. Después de la guerra y los tiempos del cólera, hubo espacio para la poesía aquí, en las Malvinas.

Mirabetto y Giménez, tres décadas después, permanecen tranquilos, bebiendo una cerveza en el restaurante del Shorty’s Motel de Puerto Stanley. Reflexionan, se miran y, con un poco de pudor, insinúan que la guerra fue un error. Las causas van por una carretera aparte, pero la estrategia, la orden de invadir en esos primeros días de abril, tal vez haya sido un desacierto colosal: “de movida trajeron a 14.000 soldados a un pueblo de 2.000 personas. No había forma de mantenernos, nos consumimos la comida, el agua y a los habitantes les quemamos todas las maderitas que encontramos para poder hacer nuestro fuego. Las municiones no funcionaban y las famosas bombas que no explotaban... errores hubo muchos..., comenta Giménez abriendo los ojos, subiendo un poco la voz.

“Fue una bravuconada”, ahora concluyen los dos. Una bravuconada de dos gobiernos con problemas: el argentino del general Leopoldo Galtieri, quien cargaba el peso de una dictadura a cuestas, y el de Margaret Thatcher, aspirante a reelección: ”Galtieri tomó una medida muy patriótica, pero a tontas y a locas. Primero fue la ocupación, lo aplaudieron y él se engrandeció y dijo me quedo. Y Margaret Thatcher, que no podría hacer menos, dijo ahh bueno, si vos te vas a quedar, yo te voy a sacar. Porque yo soy mejor que vos: somos la segunda o tercera potencia del mundo y vos no me vas a venir a desafiar a mí”, cuenta Giménez de forma coloquial, más argentino que nunca.

Es posible que para los documentos de la historia, el análisis que hacen estos dos veteranos no resulte descabellado. Sin embargo, para la gente de las islas, la guerra, en especial la invasión argentina, fue la peor pesadilla de todas, con testimonios que hablan de soldados apuntando a civiles y desmanes en hogares y edificios públicos una vez la derrota se cernía. Parecía el apocalipsis en el que hasta entonces podría ser el sitio más tranquilo de la tierra. El Reino Unido ganó la guerra, porque las islas Falkland, uno de sus territorios de ultramar, y su gente debían ser defendidos.

Por eso en la tienda de ‘souvenires’ que atiende Sybie Summers, una buena cantidad de artículos recuerdan los hechos de hace 31 años, como lo hacen también las islas y sus múltiples memoriales, es como si en el 1982 todos hubieran vuelto a nacer. Sybie exhibe una camiseta blanca con un aviso rojo y un mensaje en inglés: “Peligro. Minas. En las islas Falkland somos británicos y queremos seguir siéndolo. Las únicas cosas que aquí pertenecen a los argentinos son las minas”. El gobierno de Buenos Aires después reconocería que sus tropas plantaron cerca de 18.000 de ellas.

La tienda de esta mujer amable y risueña queda justo enfrente del muelle de Puerto Stanley o Puerto Argentino, como lo llama Mirabetto. Por aquí pasó Gustavo Giménez en junio de 1982, para tomar un bote que marcaría el inicio de su regreso a casa. Mientras eso ocurría, el soldado inglés Kevin Osmond hacía guardia: “Mis recuerdos son muy tristes, porque perdimos buenos amigos. Pero estaba triste por los argentinos también: ellos eran conscriptos. Nosotros habíamos elegido ser soldados, pero muchos de ellos no. Mi padre fue soldado y su padre fue soldado”.

Osmond es ahora residente de las islas y un veterano del lado inglés. Recuerda con lástima que tuvo que custodiar a los soldados argentinos, en condiciones de hambre y sed. “Nosotros sabíamos cómo pelar, teníamos la teoría y la práctica de guerras ganadas en nuestra historia. Ellos no, fue una pelea desigual”.

Giménez y Mirabetto no tienen problema con los soldados ingleses, incluso si el tiempo les da, visitarán el cementerio de San Carlos, donde están quienes fueron sus rivales, ese lugar al que Kevin Osmond va todos los años. Los veteranos se dan la mano sin problema, los separa la política, pero los une el honor militar. Ninguno habla de victoria. A lo que Osmond llama rendición, los argentinos llaman cese de hostilidades.

Por Diego Alarcón Rozo

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