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Neruda, Pinochet y la Dama de Hierro

Margaret Thatcher nunca mostró suficiente compasión por la gente que el dictador Augusto Pinochet mató en nombre de su lucha contra el comunismo. Prefería hablar del tan cacareado "milagro económico chileno".

Jon Lee Anderson / Especial para El Espectador
13 de abril de 2013 - 09:00 p. m.
El exdictador chileno Augusto Pinochet, junto a su esposa y la primera ministra británica, Margaret Thatcher (der.), fallecida el pasado lunes. / AFP
El exdictador chileno Augusto Pinochet, junto a su esposa y la primera ministra británica, Margaret Thatcher (der.), fallecida el pasado lunes. / AFP

Es curioso históricamente que Margaret Thatcher muriera el mismo día en que especialistas forenses en Chile exhumaron los restos del gran poeta chileno Pablo Neruda. Autor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada y ganador del Premio Nobel de Literatura en 1971, Neruda murió a los 69 años, supuestamente de cáncer de próstata, apenas doce días después del violento golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, organizado por el jefe del Ejército, Augusto Pinochet, en contra del presidente elegido, el socialista Salvador Allende. Los aviones de combate bombardeaban el palacio presidencial mientras que Allende sostenía su puesto con valentía, pero cuando los matones de Pinochet asaltaron el palacio, Allende se suicidó con un rifle que le había regalado el presidente de Cuba, Fidel Castro. Neruda era un respaldo de Allende y su amigo cercano. Estaba enfermo y planeaba su salida del país rumbo a México, a donde había sido invitado a pasar el exilio. Mientras se encontraba en su lecho de muerte en una clínica, su casa ya había sido allanada y destrozada por los militares.

En su funeral, una gran multitud de dolientes marchó por las sombrías calles de Santiago —una ciudad vacía, si no fuera por los vehículos militares que la ocupaban—. En su tumba, en uno de los pocos actos de desafío público en los días que siguieron al golpe de Estado, los afligidos asistentes cantaron La Internacional y saludaron a Neruda y a Allende. Mientras tanto, los seguidores del régimen merodeaban la ciudad, quemando libros de autores despreciados por el movimiento y cazando a aquellos que pudieran torturar o matar.

Hace un par de años, el chofer de Neruda expresó públicamente su sospecha de que el poeta había sido envenenado. Dijo haberlo escuchado decir que los médicos le habían puesto una inyección, e inmediatamente después su condición empeoró drásticamente. Hay otros rastros de evidencia que refuerzan esa teoría, pero no son concluyentes. La ciencia forense, al final, podría proporcionar la respuesta a una persistente pregunta histórica.

Pero, ¿por qué entra Maggie Thatcher en el tema? El día lunes, en un homenaje, el presidente Barack Obama dijo que ella había sido “una de las grandes defensoras de la independencia y la libertad”. En realidad, nunca lo fue. Thatcher fue una feroz combatiente durante la Guerra Fría y, en lo que a Chile respecta, nunca mostró la compasión suficiente por la gente que Pinochet mataba en nombre del anticomunismo. Prefería hablar del tan cacareado “milagro económico chileno”.

Y matar fue lo que Pinochet hizo. Sus soldados juntaban a miles de sospechosos en el estadio nacional del país y poco después los llevaban a los vestuarios, pasillos y gradas para torturarlos y asesinarlos a tiros. Cientos de personas murieron sólo en ese lugar. Uno de ellos fue el venerado cantante chileno Víctor Jara, a quien golpearon hasta que le rompieron las manos y las costillas y luego lo acribillaron. Su cuerpo fue arrojado como basura en un callejón de la capital, como muchos otros. La matanza continuó incluso después de que Pinochet y sus militares tuvieron el firme control del poder, sólo que se llevaba a cabo con mayor secretismo, en cuarteles militares, edificios de la Policía y en el interior del país. Los críticos y opositores del nuevo régimen también fueron asesinados en otros países. En 1976, la agencia de inteligencia de Pinochet planeó y ejecutó un atentado con coche bomba en Washington D.C. que acabó con la vida del exembajador en EE.UU. bajo el gobierno de Allende, Orlando Letelier, y de Ronni Moffitt, su ayudante estadounidense. Gran Bretaña calificó las matanzas como inapropiadas e implementó sanciones contra el régimen al negarle suministro de armamento. Hasta que Margaret Thatcher se convirtió en primera ministra.

En 1980, el año después de que Thatcher llegara al poder, se levantó el embargo de armas contra Pinochet y pronto empezó a comprar armas del Reino Unido. En 1982, durante la campaña inglesa en la Guerra de las Malvinas, Pinochet ayudó al gobierno de Thatcher proporcionándole datos de inteligencia sobre Argentina. A partir de entonces, la relación se volvió francamente cómoda, tanto que la familia Pinochet comenzó a hacer en privado peregrinaciones anuales a Londres. Durante estas visitas, se reunían con los Thatcher para comer y beber whisky. En 1988, cuando yo estaba escribiendo un perfil del dictador para The New Yorker, Lucía, su hija, describió a la señora Thatcher con reverencia, aunque me confió que su marido, Dennis Thatcher, tenía una conducta vergonzosa y se emborrachaba con frecuencia en sus reuniones. La última vez que me encontré con el propio Pinochet en Londres, en octubre de 1998, me dijo que iba a llamar a “la señora” Thatcher con la esperanza de que tuviera tiempo para reunirse y tomar el té. Un par de semanas después, todavía en Londres, había sido arrestado por orden del juez español Baltasar Garzón. Durante la prolongada cuasi detención, en un cómodo hogar ubicado en el suburbio londinense de Virginia Water, Thatcher le mostró su solidaridad al visitarlo. Allí, frente a las cámaras de televisión, expresó su opinión sobre la deuda que Gran Bretaña tenía con su gobierno: “Sé lo mucho que te debemos”, por “tu ayuda durante la campaña de las Malvinas”. Agregó: “Fuiste tú quien llevó la democracia a Chile”.

Esto, por supuesto, es una tergiversación de proporciones tan descomunales que no puede descartarse que se trate de la devoción de un amigo leal.

Pinochet murió finalmente en 2006, bajo arresto domiciliario y enfrentando más de 300 cargos criminales por violación de derechos humanos, evasión fiscal y malversación de fondos. Para entonces tenía, supuestamente, más de US$28 millones escondidos en cuentas bancarias secretas en varios países, sin indicio alguno de que los hubiera obtenido legalmente. Al final, su única defensa fue un humillante alegato de demencia, la declaración de que no podía recordar sus crímenes. Su último ataque cardíaco llegó antes de que lo pudieran condenar.

Durante los años de lo que podría llamarse el retorno de la democracia a Chile —cuando Pinochet fue obligado a dimitir de la Presidencia tras un referendo sobre su mandato, el cual perdió—, poco se hizo para exorcizar realmente los demonios del país, y mucho menos para juzgarlos. Pinochet siguió al mando de las Fuerzas Armadas, y cuando se retiró de ese cargo en 1998 conservó un escaño de por vida en el Senado, lo que le daba inmunidad judicial. Hasta su detención en Gran Bretaña, los presidentes que gobernaron el Chile “democrático” caminaban de puntillas sobre el hecho de que el exjefe y torturador del país continuara dictando los términos de la discusión nacional sobre su pasado reciente. Sin embargo, dieciséis meses después de su regreso a casa, Pinochet fue despojado de su inmunidad parlamentaria y acusado penalmente por algunos de sus crímenes de la era golpista; pasó gran parte del resto de su vida bajo arresto domiciliario. Pero fue gracias a la presidenta de Chile de 2006 a 2010, Michelle Bachelet —hija de un general que se opuso al golpe y que fue torturado hasta que murió de un ataque al corazón—, que se terminó la tradición de deferencia.

En un país donde la historia ha permanecido enterrada durante décadas, resulta apropiado que los chilenos desentierren a Neruda para averiguar la verdad de lo que le pasó. En cierto sentido, Neruda fue la versión chilena de Federico García Lorca, el poeta español que fue asesinado durante las primeras semanas del golpe de Estado fascista de Francisco Franco en España, en 1936, y cuya sangre ha sido desde entonces una mancha en la conciencia de su país.

Ahora Chile tiene la oportunidad de hacer lo correcto por su poeta. La casa de Neruda en la playa, a unos kilómetros de Santiago, en la costa de Isla Negra, es una villa encantadora y modesta en una playa rocosa, con ventanas que dan al mar y decorada por la lírica colección de sirenas de barcos viejos que pertenecían al poeta. Él y su viuda, Matilde Urrutia, fueron enterrados allí, y allí llegaron los investigadores a buscar la verdad de lo sucedido. Al final, incluso si Neruda murió de cáncer, como se dijo en su momento, su exhumación es una oportunidad para reforzar el mensaje a los autoritarios del mundo de que las palabras de un poeta siempre durarán más que las suyas, y más que la alabanza ciega de sus poderosos amigos.

Por Jon Lee Anderson / Especial para El Espectador

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