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¿Quién le teme a la Corte Penal Internacional?

El director del Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad (Dejusticia) estuvo en Kenia, desde donde analizó el posconflicto colombiano a ojos de la CPI.

César Rodríguez Garavito / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR, NAIROBI
30 de septiembre de 2016 - 03:00 a. m.
El presidente de Kenia, Uhuru Kenyatta, logró sabotear a la CPI.  / AFP
El presidente de Kenia, Uhuru Kenyatta, logró sabotear a la CPI. / AFP
Foto: AFP - TONY KARUMBA

No hay tema más eficaz para sobreaguar los trancones épicos de esta ciudad pulsante que la Corte Penal Internacional. Pronuncie las tres letras mágicas (ICC, la sigla de la Corte en inglés) y verá cómo el taxista descuida el volante e incluso le baja el volumen al rap nigeriano para dejarle clara su opinión sobre el caso de la Corte contra el presidente Uhuru Kenyatta y el vicepresidente William Ruto.

Tras la firma del Acuerdo Final entre el Gobierno y las Farc, es inevitable preguntarse si hay algún paralelo entre lo que ha pasado aquí y lo que viene para Colombia. Por lo que dicen algunos juristas críticos del acuerdo, lo pactado en materia de justicia nos dejaría expuestos a una intervención de la CPI, como la que ha vivido Kenia desde 2009.

Vista desde cerca y desde adentro, la experiencia keniana confirma lo contrario: que una intervención de la CPI en Colombia es muy improbable. Que hay diferencias fundamentales entre un caso y otro. Y que la CPI de hoy no es la misma que la de hace una década, en parte por los ecos y fracasos de los procesos kenianos.

Crimen… ¿y castigo?

Los líos de Kenia con la Corte tienen origen en la violencia previa a las elecciones presidenciales de 2007, que terminó en la muerte de 1.133 personas, el desplazamiento forzado de 350.000, violaciones o ataques contra cerca de 900 mujeres y la destrucción masiva de viviendas y propiedades en el valle occidental del país. La violencia siguió las líneas divisorias de los grupos étnicos que continúan marcando la política keniana, especialmente las que separan al grupo dominante —los kikuyus liderados por Kenyatta— de los kalenjin y los luos.

Para detener la matanza fue precisa la mediación de un panel africano de notables, encabezado por Kofi Annan, que llevó a que los dos candidatos en disputa aceptaran compartir el poder. Mwai Kibaki, un kikuyu, asumió como presidente, en tanto Raila Odinga, líder luo, tomó el cargo de primer ministro. Para que la historia no se repitiera y se investigaran y sancionaran los crímenes, el panel recomendó establecer una comisión de la verdad y un tribunal similares a los que contempla el acuerdo entre el Gobierno y las Farc. El panel se reservó un as bajo la manga: si el Gobierno y el Parlamento no creaban el tribunal para sancionar los crímenes, le pasaría a la CPI la lista de las personas que, según sus indagaciones, habían sido las principales responsables de la violencia.

Aquí viene la primera diferencia esencial entre Kenia y Colombia: el Parlamento y el gobierno kenianos nunca crearon el tribunal, porque sabían que los primeros investigados serían sus líderes, acusados de orquestar la violencia de lado y lado para ganar las elecciones. Por eso hoy las organizaciones de la sociedad civil keniana, como la Comisión de Derechos Humanos, que llevan una década exigiendo verdad y justicia en su país, ven con una mezcla de admiración y envidia la justicia especial para la paz que estipula el acuerdo colombiano. “Ojalá nosotros hubiéramos logrado algo parecido”, me dijo Andrew Songa, abogado sénior de la Comisión, entidad que acaba de unirse al pronunciamiento a favor del acuerdo colombiano firmado por 68 ONG de diferentes regiones del mundo que trabajan por los derechos de las víctimas.

La Corte interviene

El panel de Kofi Annan cumplió su palabra. A finales de 2009 envió un sobre sellado a Luis Moreno Ocampo, fiscal de la CPI, con su lista de máximos responsables. El fiscal argentino lo abrió, leyó su contenido, lo volvió a sellar, examinó la evidencia y decidió seguir una investigación formal sobre Kenia, la primera que la CPI asumía por iniciativa propia, sin que mediara una petición del país o del Consejo de Seguridad de la ONU. Un año después llamaría a testificar a los seis principales sospechosos de crímenes de lesa humanidad: “los seis de Ocampo”, como se les conoce en las calles de Nairobi.

Las últimas dudas sobre si Kenia mediría fuerzas con la CPI quedaron disipadas cuando sus ciudadanos eligieron como presidente y vicepresidente a dos de los seis sospechosos en 2012. La fórmula Kenyatta-Ruto sintetizó no sólo la alianza de las etnias dominantes, sino también el desafío contra la intervención de la CPI. La resistencia pronto tomó los contornos actuales: una rebelión de los gobiernos de la región, vía la Unión Africana, contra la Corte en general y el hecho de que el 90 % de sus investigaciones formales sean contra países africanos. De ahí que sospechosos de crímenes gravísimos, como el presidente de Sudán, Omar al Bashir, puedan viajar por el continente sin temor a ser arrestados.

Aquí está la segunda diferencia fundamental: Colombia nunca ha sido objeto de una investigación formal, en parte porque ha colaborado con el monitoreo del país que la Corte ha hecho desde 2004. Contra lo que sugieren juristas críticos del acuerdo con las Farc, la CPI complementa, no sustituye, las instituciones locales. Cuando éstas se ajustan a los lineamientos internacionales, colaboran y cumplen, la Corte sigue en el trasfondo.

Algo muy distinto ha pasado en Kenia. Los sectores en el poder han hecho lo que ha estado a su alcance para sabotear las indagaciones de la CPI, “desapareciendo” testigos y provocando la retractación de otros. La estrategia de Moreno Ocampo tampoco ayudó, porque careció de investigadores en el terreno y optó por una relación vertical con la sociedad civil keniana y africana en general. Como me dijo un prominente abogado de derechos humanos, “el fiscal parecía querer subcontratarle todos los conflictos africanos a la CPI”.

El saboteo keniano ya había logrado su cometido cuando llegó la fiscal actual de la CPI, Fatou Bensouda, en junio de 2012. El resultado ha sido la humillación más dolorosa para la CPI, que tuvo que retirar los cargos contra Kenyatta y Ruto por falta de evidencia. En un último esfuerzo, la semana pasada presentó una queja contra Kenia ante la asamblea de estados miembros del Estatuto de Roma, el tratado que le dio vida a la Corte. Pero el pedido tendría efectos simbólicos, no jurídicos. Y sus posibilidades de éxito son bajas, aún más cuando la mayoría de los kenianos están pensando reelegir a Kenyatta y Ruto en los comicios del año entrante.

De Nairobi a Cartagena

Siete años de litigio dejan al gobierno keniano victorioso en casa y en África, pero golpeado diplomáticamente en el resto del mundo. La CPI ha llevado la peor parte. Disminuida en su credibilidad y cuestionada en su capacidad, busca mejores vientos.

Ya no los encontrará en este país, pero sí probablemente en otro igual de ecuatorial y cafetero. Es bien conocido que la fiscal Bensouda celebró el Acuerdo Final que se firmó esta semana en Cartagena porque cumple con el derecho internacional al no amnistiar los delitos graves cometidos por las Farc y otros actores del conflicto. (En ninguna parte de esos parámetros internacionales se pide que la pena sea siempre cárcel, y la CPI no ha hecho esa exigencia en Kenia).

Lo que se sabe menos, pero se dice cada vez más aquí y en otros países que atraviesan transiciones al posconflicto, como Sri Lanka, es que el sistema diseñado por los colombianos llega más cerca que los demás al punto de equilibrio, siempre complejo e imperfecto, entre la justicia y la paz. Habrá que vigilar que el acuerdo se cumpla y se protejan los derechos de las víctimas. La CPI cumplirá un rol importante y útil en el monitoreo. Pero probablemente no intervendrá ni su nombre será materia de conversación en los trancones de las ciudades colombianas.

 

* Director de Dejusticia y columnista de El Espectador.

Por César Rodríguez Garavito / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR, NAIROBI

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