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Todo el dolor posible

Perfil psicológico del asesino de Newtown. Adam Lanza, señalado de haber sido el responsable de disparar contra los niños de la escuela Sandy Hook, confeccionó su plan pensando en la peor venganza para el mundo que odiaba.

Miguel Mendoza Luna * / Especial para El Espectador
15 de diciembre de 2012 - 09:00 p. m.
Después de la masacre, varios de los habitantes  Newtown  se congregaron en la iglesia de St. Rose para pedir por las víctimas.  / EFE
Después de la masacre, varios de los habitantes Newtown se congregaron en la iglesia de St. Rose para pedir por las víctimas. / EFE

En la masacre ocurrida en la escuela primaria Sandy Hook, ubicada en Newtown, Connecticut, donde 20 niños fueron las víctimas, pareciera que el perpetrador hubiese ocupado su energía y su tiempo para escoger un escenario capaz de superar el horror de casos anteriores, y así desatar todo el dolor posible. ¿Cómo se llega a ese punto? ¿Cómo un joven se arma como si se tratara de una guerra, para luego ingresar en una escuela primaria?

Al igual que en matanzas escolares anteriores, el asesino, identificado como Adam Lanza, de 20 años, llevó su crueldad frente a aquellos que nada le habían causado. Una vez más el daño provocado desestabilizó todas las esferas de la sociedad estadounidense. Una vez más, un joven volcó su irracional ira contra seres indefensos con el banal y absurdo pretexto del poder y el reconocimiento mediático. Antes de que se señalen culpables colaterales, insistamos en que la locura que lo convenció de su acto final pertenecía a su esfera privada construida exclusivamente con sus propios pensamientos de muerte y dolor.

A diferencia de otra clase de homicidios, el perfil victimológico de este tipo de masacres no suele arrojar mayor información, de hecho suele desconcertar aún más: ¿por qué el atacante eligió disparar contra un grupo de niños indefensos? A partir de la información de casos similares, como las masacres de la escuelas de Columbine (1999, 13 víctimas) y de Virginia Tech (2007, 32 víctimas), podemos señalar que el grupo escogido por este tipo de asesinos de masas representa el mundo al cual nunca pudieron integrarse emocionalmente. Su motivación radica en destruir a las personas que representan lo que ellos nunca serán o tendrán. Para poder eliminar lo que más odian, en realidad a ellos mismos, este tipo de sociópatas necesitan primero desintegrar agresivamente el mundo que les rodea.

Antes de esa mañana, antes de dirigirse a la escuela, Adam Lanza tuvo que pasar por una serie de decisiones personales: terminó consumido por sus propios sentimientos de repulsión contra el mundo; anuló su consciencia vigilante (aquélla que alerta sobre lo que es incorrecto), y fabricó una de tipo complaciente, una que lo animó a seguir adelante con su plan homicida; configuró un sistema moral que terminó por convencerlo de que matar a otros era lo correcto o lo que se debería hacer para ajustar cuentas con su insatisfacción; finalmente, determinó cuál era el lugar que más despreciaba, precisamente, porque jamás accedería a la felicidad que allí reinaba: el colegio donde trabajaba su madre.

Si escuchaba voces en su cabeza, eran producto de su propia necesidad de silenciar las sonrisas de sus inocentes víctimas. Si veía enemigos por todos lados, era resultado de la soledad que franqueó durante su vida y de la cual no intentó salir. Si se sentía rechazado era por no saber amar a aquellos que no lo juzgaban.

Si alguna vez hubo algo de humano en él, terminó de extinguirlo cuando dio el primer disparó. Luego dio paso al horror. Creyó estúpidamente que el mal era una emoción.

Tal vez con el trascurrir de los días algunas claves biográficas nos den más luces sobre la personalidad del atacante o sencillamente, como en el caso reciente de James Holmes (el guasón asesino del cine de Denver), emerja el aún más desconcertante perfil de un joven agradable, tímido e incluso inteligente. Pero de lo que sí podemos estar seguros es que la característica esencial de la mente del asesino que se nos revelará será su incapacidad total para sentir algo diferente del odio.

No importa si sonreía en las imágenes de Facebook, no importa si sus conocidos dicen que era un chico agradable, no importa si vivía en una comunidad armónica y estable y si carecía de problemas familiares; todo en él era desprecio por el mundo. Este desprecio probablemente nació de su propia incapacidad para existir armónicamente. Todo lo bueno o malo que le ocurriera día tras día era transformado en resentimiento mudo, en combustible para su final explosión.

Su odio, su necesidad de devastación, eran tales que sólo mediante la aniquilación de lo más preciado por el mundo —de lo que debería ser lo más preciado para él, pero nunca pudo amar, ni siquiera comprender— podía terminar con su simulacro de vida. Como diría Elliot Leyton, reescribió el universo para incorporarse a sí mismo, pero de la peor forma posible, truncando los relatos de las pequeñas vidas que ya nunca serán.

 

*Escritor. Profesor de la electiva ‘Asesinos en serie y asesinos de masas’ en la Pontificia Universidad Javeriana.

Por Miguel Mendoza Luna * / Especial para El Espectador

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