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Tres caras de la realidad palestina

Pese al reconocimiento como Estado observador en la ONU, los palestinos saben que su situación no cambiará en un futuro cercano. Relatos desde Cisjordania.

Daniel Salgar Antolínez / Cisjordania /
01 de diciembre de 2012 - 09:00 p. m.
La casa de Claire Bandac Anastas, en Belén, rodeada por el muro israelí. / Fotos: Daniel Salgar
La casa de Claire Bandac Anastas, en Belén, rodeada por el muro israelí. / Fotos: Daniel Salgar

El jueves, cuando la Asamblea General de la ONU le otorgó a Palestina el nuevo estatus de “Estado observador no miembro”, las calles de Cisjordania y Gaza se unieron en un mismo júbilo. Cisjordania, gobernada por el presidente de la OLP (Organización de Liberación de Palestina) y de la Autoridad Palestina, Mahmud Abás, y la Franja de Gaza, controlada desde 2007 por Hamás, dejaron por un momento las diferencias que mantienen al pueblo palestino dividido desde hace más de cinco años y celebraron juntos.

Pero tras la fiesta llegó la realidad. El reconocimiento que consiguió Palestina es un logro simbólico que permitiría denunciar a Israel ante la Corte Penal Internacional, solicitar el ingreso a otras agencias de la ONU o cambiar las bases para futuras negociaciones de paz. Por lo pronto, los palestinos saben que su realidad, esa que está atravesada por el conflicto con Israel desde hace más de seis décadas, cambiará hasta que se acabe la ocupación. Los niños, el muro y las colonias son apenas tres ángulos de la compleja realidad palestina.

“¿Estás listo para la guerra?”, pregunta Muhad, un joven de 12 años, camino a una manifestación en la provincia de Durah (en Hebrón, Cisjordania). El 15 de noviembre se cumplieron 24 años desde que Palestina declaró su independencia en Argelia y por primera vez en mucho tiempo la población (políticos, estudiantes, amas de casa, pero sobre todo niños) sale a ejercer soberanía en los caminos que sobre sus territorios ha construido Israel y que son de uso exclusivo para israelíes. “¿Puedes verlos?, son los soldados, allá nos esperan”, señala Muhad sonriendo, como si fuera un juego. Los periodistas locales, a su lado, caminan con chaleco antibalas.

Esta fue una protesta pacífica, pero cuando se disolvía la movilización los menores palestinos y los soldados israelíes intercambiaron piedras por gases lacrimógenos. La imagen del niño contra el soldado ya no es noticia por acá, pues sucede cada viernes (día del rezo de los musulmanes, que son mayoría en Palestina), sobre todo en las zonas rurales de Cisjordania, aunque también en Belén, Nablus, Ramala y Gaza.

Los niños palestinos son los primeros en tomar las piedras para protestar. Nacieron bajo la ocupación de Israel y el control que ese país ejerce sobre sus recursos acuíferos, sus servicios sociales, sus caminos, su acceso a la educación... Muhad dice, en un inglés muy claro, que está acostumbrado a encontrar camino a la escuela o adentro de su propia casa, a los soldados israelíes. “Debes tener cuidado, puede ser que te disparen”, dice sonriendo.

Muhad era uno entre al menos 200 niños y niñas que se manifestaban ese día en Durah. Muchos salen a protestar junto con sus familias y han visto morir a sus familiares. Muchos han sido arrestados y otros han muerto. Según el último reporte de Defense for Children International (una organización que desde 1991 ha representado a más de 3.000 niños que han ido a juicio en cortes militares israelíes), en los últimos 11 años cerca de 7.500 menores de 12 años han sido detenidos, interrogados y llevados a prisión. La ofensa más común es haber arrojado piedras.

Lo primero que ve Andrea al abrir la ventana de su casa es un muro gris y una cámara de vigilancia del ejército israelí. Él es uno de los cuatro hijos de Claire Bandac Anastas, una cristiana ortodoxa que vive en Belén en una casa rodeada por la pared que separa a esta ciudad de Jerusalén. —“¿Crees que algún día caerá el muro?”. —“No”, responde tímidamente Andrea, mientras cierra la cortina y sigue con su vida.

Su madre, mientras tanto, atiende en el primer piso una tienda de souvenirs por donde pasan los pocos turistas que, además de visitar la iglesia de la Natividad, caminan junto al muro que rodea Belén. Un muro repleto de grafitis, murales, mensajes de amor, galerías fotográficas y hasta un restaurante que se llama The Wall (en el pasado mundial de fútbol, los partidos los proyectaban contra el muro). En total, la muralla que serpentea por Cisjordania, de acuerdo con la ubicación de las colonias y los recursos hídricos, tiene 700 kilómetros de largo, casi tres veces más que el muro de Berlín.

Con una inexplicable sonrisa, y mientras suenan disparos y gritos al otro lado del muro (los palestinos de Jerusalén se manifestaban en solidaridad con la población de Gaza que estaba siendo bombardeada en ese momento por Israel), Claire habla de sus desgracias: “Antes de la segunda intifada por esta calle pasaba el principal camino entre Belén y Jerusalén, venían peregrinos cristianos hacia Belén y judíos ortodoxos hacia la tumba de Raquel, también muchos mercaderes desde el norte de Israel. Para entonces, nuestro negocio era enorme y mi esposo tenía un exitoso taller automotor, pero vino la intifada de 2002 y quedamos aislados, convertidos en una casa fantasma, y mi esposo perdió el trabajo. Antes de construir el muro el techo de nuestra casa, y a veces incluso nuestros dormitorios, se convirtieron en la trinchera de los soldados israelíes, toda mi familia quedó entre el fuego cruzado”.

Cuando la situación parecía normalizarse después de la intifada, las autoridades de Israel empezaron a cavar un hueco alrededor de la casa de Claire durante dos meses. Un día sus hijos salieron al colegio, en Jerusalén, y cuando regresaron, sobre ese hueco habían levantado un muro de 12 metros que hasta hoy rodea tres lados de su casa. “Nos enterraron vivos, fue lo que dijo mi hijo menor”, cuenta Claire. La casa de su tío estaba al frente y quedó justo al otro lado del muro. “Por lo menos puedo visitarlo a él; la familia de mis padres quedó por fuera de las fronteras, en Israel, es decir, que se convirtieron en refugiados, no he podido ir a verlos desde entonces”.

Desde el levantamiento del muro, Claire trata de hacer cumplir sus derechos. Por ser de la minoría cristiana le ha sido más difícil: “Después de la guerra, la ONU envió ayudas económicas para que los comerciantes rehicieran sus negocios, nosotros aplicamos y nunca recibimos respuesta. Luego Arabia Saudita envió ayudas, fuimos a reclamarlas y nos dijeron que no, que eran sólo para los musulmanes. Nuestro caso está en la Corte hace años y tampoco hay respuesta alguna”.

Aún así, la familia Anastas ha decidido quedarse en casa, a la espera de que algún día les llegue una indemnización por la usurpación de sus tierras. Tienen prohibido sembrar un árbol en su jardín o subir al techo, desde donde podrían ver lo que pasa al otro lado del muro. Sus hijos tuvieron que cambiarse a otro colegio en Belén, para evitar pasar todos los días por los puestos de control israelíes. En diciembre, Claire vende pesebres hechos en madera de olivo, en donde los personajes aparecen atravesados por un muro.

Hassam Ryam tiene cerca de 60 años. Es un poblador de Beit Nuba, una región campesina ubicada en Cisjordania, cerca de la frontera con Jerusalén. Abre las puertas de una derruida casa de 100 metros cuadrados en la que viven hacinadas cuatro numerosas familias. En cada cuarto hay siete, ocho, nueve colchones. Desde el techo de esa casa, Hassam ve lo que era antes su pueblo, que fue derrumbado después de la Guerra de los Seis Días de 1967, y donde ahora hay un enorme asentamiento de judíos ortodoxos llamado Mevo Horon, que alberga a más de mil colonos provenientes de diferentes países.

“Los israelíes dicen que cuando llegaron a Palestina esto era un desierto. La verdad es que, donde ahora está Mevo Horon, estaba nuestro pueblo desde el inicio de la historia. Un día lo destruyen, nos expulsan y construyen uno nuevo para ellos. Quienes nos negamos a partir quedamos hacinados en estas cuatro casas; para sobrevivir algunos trabajamos para los colonos. Los que intentamos dedicarnos a la agricultura la tenemos muy difícil; por la cercanía entre nuestros olivos y el asentamiento tenemos que pedirles permiso antes de ir a trabajar en nuestros campos. A veces no nos dan permiso, una vez quemaron 800 kilómetros cuadrados de nuestros olivos. Buscan la manera de presionar para que nos vayamos. Lo preocupante es que nuestra situación se replica por toda Cisjordania”, dice Hassam.

Además asegura que las autoridades israelíes les tienen prohibido hacer cualquier tipo de remodelación o construcción en sus hogares. “Si hacemos una habitación más, es posible que mañana mismo vengan a derrumbarla”. Aún así, se niegan a irse, esperan el momento en que termine la ocupación. De los ocho hijos de Hassam, siete ya se han ido a buscar mejores condiciones.

Una finlandesa que trabaja en la ONG Ecumenical Accompainment Programme in Palestine (EAPPI), explica que los colonos son judíos de muchas partes del mundo, que muchas veces no tienen mayores ingresos económicos ni educación, y que Israel les ofrece una vivienda, educación, trabajo y dinero a cambio de que habiten las tierras palestinas. “La gran mayoría están armados y, durante el Shabbath, muchos salen a agredir a la población local. Nuestra ONG trata de impedirlo, pero no hay mucho que pueda hacer aparte de documentar los ataques”. Mevo Horon es uno entre varios asentamientos construidos por dentro de las fronteras previas a la guerra de 1967, declarados ilegales por el derecho internacional. Se estima que en Palestina hay más de medio millón de colonos.

Por Daniel Salgar Antolínez / Cisjordania /

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