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Crisis sobre crisis: las cárceles argentinas frente a la COVID-19

¿Cómo está impactando la pandemia en las cárceles de Argentina? ¿Con qué sistemas penitenciarios se encontró al arribar al país? ¿Qué medidas vienen implementándose para evitar que la crisis desemboque en una catástrofe sanitaria? ¿Qué resultados han arrojado y es esperable arrojen dichas iniciativas?

Ramiro Gual* y Nicolás Bessone**
26 de agosto de 2020 - 07:21 p. m.
Antes de la pandemia, en Argentina ya había sistemas penitenciarios con altos niveles de sobrepoblación, servicios sanitarios ineficientes y alimentación inadecuada.
Antes de la pandemia, en Argentina ya había sistemas penitenciarios con altos niveles de sobrepoblación, servicios sanitarios ineficientes y alimentación inadecuada.

El 22 de abril de 2020 los medios de comunicación argentinos dedicaron horas de pantalla a los techos de la Unidad Penal Nº 23 de Florencio Varela, en la Provincia de Buenos Aires. Alertados por un audio de whatsapp viralizado que les aseguraba la inminente propagación del virus dentro de la prisión, los internos iniciaron un reclamo generalizado por atención médica y fueron repelidos con armas de fuego. Un joven de 23 años fue asesinado por uno de esos disparos con balas de plomo.

Visite aquí el especial completo de COVID-19 en las cárceles

Dos días después, canales de televisión, portales de internet y redes sociales se inundaron de imágenes de los techos de la Cárcel de Devoto, parte del sistema penitenciario federal. Sobre ellos, los presos gritaban a todo el país que “el COVID-19 est(aba) en Devoto” y “se nega(ban) a morir en la cárcel”. La agencia penitenciaria respondió al desafío nuevamente con una brutalidad inusitada: dos internos recibieron heridas de bala de plomo y uno de ellos sufrió lesiones por las que seguramente no vuelva a caminar.

Se trató de la llegada de los penales bonaerenses y federales al COVID Horror Show, por donde habían desfilado un mes antes los penales de la Provincia de Santa Fe. Sin desmerecer las remarcables diferencias, una serie de similitudes demuestran una trama común: los internos optaron por subir a los techos, una de las medidas de fuerza consideradas más extremas dentro de las cárceles argentinas, y las fuerzas penitenciarias respondieron usando armas de fuego con balas de plomo, una práctica nada extendida en los penales de este país.

(Lea también: El bus del Inpec que esparció el COVID-19 a tres cárceles del país)

¿Cómo está impactando la pandemia en las cárceles de Argentina? ¿Con qué sistemas penitenciarios se encontró al arribar al país? ¿Qué medidas vienen implementándose para evitar que la crisis desemboque en una catástrofe sanitaria? ¿Qué resultados han arrojado y es esperable arrojen dichas iniciativas?

A continuación nos ocuparemos de estos interrogantes con especial referencia a los Servicios Penitenciarios Federal y Bonaerense, aunque mucho de lo que digamos pueda servir de disparador para reflexionar en otros contextos de la región.

La urgencia de diagnósticos rigurosos en esta materia

Las políticas de salud tendientes a afrontar la COVID-19 en el medio libre se apoyan en datos estadísticos que van informando, minuto a minuto, la evolución de los contagios y muertes, su distribución geográfica, el perfil de las personas fallecidas, el número de testeos efectuados, la cantidad de camas y respiradores disponibles en los hospitales, etc. De igual forma, el impacto de la pandemia en la economía tiende a ser cuantificado, con precisión decimal, a través de los indicadores de PBI, pobreza, desempleo, recaudación y gasto fiscal, entre otros. Estas preocupaciones por construir diagnósticos medianamente confiables parecen razonables, ya que sería cuanto menos imprudente elaborar políticas sanitarias o económicas “a ciegas”.

(Vea: 84% de las cárceles del país están libres de COVID-19: Inpec)

En materia penal, en Argentina, estamos acostumbrados a actuar u opinar sin datos. Y, en términos generales, la administración del encarcelamiento durante la pandemia no demuestra ser la excepción.

La Dirección Nacional de Política Criminal es la encargada de diseñar, recopilar, reunir y procesar la información producida por cada uno de los 23 sistemas penitenciarios provinciales y el federal. Su principal publicación en materia penitenciaria es el informe anual del Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena (SNEEP), elaborado sobre la base de censos carcelarios que se efectúan el día 31 de diciembre de cada año. Por ende, la imagen estática (“fotográfica”) que allí se obtiene no está diseñada ni sirve para analizar la actual coyuntura de pandemia. El organismo tampoco avanzó en producciones específicamente destinadas a abordar el tema.

En ausencia de una política de estado centralizada, la producción (y publicidad) de informes de diagnóstico previos a la pandemia y de seguimiento durante su evolución depende en gran medida de las voluntades de los poderes ejecutivos de cada jurisdicción.

En el caso del Servicio Penitenciario Federal, desde el inicio de la pandemia publicitó las medidas dispuestas para limitar el ingreso y propagación del virus en las cárceles, aunque su verdadera aplicación deba ser puesta en tela de juicio. Ante el crecimiento de casos positivos, además, comenzó a publicar en su página web un reporte diario con cantidad de hisopados realizados, casos descartados, confirmados, activos y fallecidos. También organismos de control como el Comité Nacional para la Prevención de la Tortura y la Procuración Penitenciaria de la Nación han venido elaborando documentos estadísticos periódicos con información desagregada y valiosa.

(Lea también: El miedo reina en La Picota tras repunte de COVID-19)

Aun con la evidente sospecha de subregistro, principalmente por la falta de hisopados suficientes, la publicidad de información es mayor a otras jurisdicciones, por caso la Provincia de Buenos Aires. Allí, por estos días, no está muy claro si las autoridades políticas y judiciales cuentan (o no) con datos serios acerca de lo que verdaderamente sucede en las prisiones. En cualquier caso, los eventuales diagnósticos -si es que los hay, buenos o malos- no son difundidos públicamente. Su conocimiento queda reservado a unos pocos funcionarios de alto rango.

En este contexto, las discusiones acerca del problema del encarcelamiento se sustentan en intuiciones, slogans y prejuicios cuyo grado de correspondencia con la realidad no deja de ser una verdadera incógnita. No es que la difusión de datos precisos garantice un debate público y político perfectamente racional, pero al menos existiría un mínimo volumen de información con la cual contrastar ciertas afirmaciones.

La situación en la pre-pandemia: sistemas carcelarios colapsados

Todos los diagnósticos elaborados por instancias oficiales, organismos de control o agencias del sistema judicial ofrecen un panorama de colapso absoluto al momento del arribo de la COVID. Sistemas penitenciarios con altos niveles de sobrepoblación, servicios sanitarios ineficientes y alimentación inadecuada.

En Argentina se ha superado la barrera de las 100.000 personas privadas de su libertad, si se contabilizan también aquellas alojadas en comisarías policiales, con una tasa de encarcelamiento superior a los 230 presos cada 100.000 habitantes.

Fuente: CEEP, “La privación de libertad en tiempos de Covid-19”

Consecuencia de su organización política, en el país convive un sistema penitenciario federal dependiente del Estado Nacional con una estructura penitenciaria con niveles de desarrollo variados en cada una de sus 23 provincias.

Al Servicio Penitenciario Federal son enviadas, especialmente, las personas acusadas o condenadas por cometer delitos federales en cualquier lugar del país (principalmente, infracciones a la ley de drogas y secuestros extorsivos) y delitos ordinarios dentro de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que carece aún de un sistema penitenciario propio. Al inicio de la pandemia, alojaba en sus 33 cárceles poco menos de 14.000 personas, lo que suponía prácticamente el 15% de las presas y presos del país. Con una ocupación del 110% y un 55% de personas sin sentencia firme, su sistema de salud era fuertemente criticado, por caso, por el elevado número de muertes por enfermedades registrado el año anterior.

(Vea: Así funcionará el decreto para descongestionar las cárceles)

En el Servicio Penitenciario Bonaerense el panorama es todavía más grave. A diciembre de 2019 sus 63 establecimientos contaban con 24.000 plazas y alojaban a 51.725 personas (casi la mitad de la población encarcelada a nivel nacional). Estas cifras, que informan sobre un 220% de ocupación, representan para el actual Ministro de Justicia una “catastrófica” deuda de la democracia. En el mismo tono se han pronunciado las más altas instancias del Poder Judicial provincial, admitiendo la existencia de una “grave crisis humanitaria que se encuentra en escalado aumento”; una situación “insostenible” que “compromete la dignidad humana y la integridad personal de los detenidos” (giros textualmente utilizados en distintas resoluciones tanto por el Tribunal de Casación Penal como por la Suprema Corte de Justicia de la Provincia).

Las medidas orientadas a prevenir o paliar el ingreso del virus a las prisiones

En un reporte elaborado por el Centro de Estudios de Ejecución Penal de la Universidad de Buenos Aires, las medidas intentadas para hacer frente a la pandemia en los sistemas penitenciarios del país fueron clasificadas entre aquellas destinadas a (1) prevenir el contagio masivo dentro de las prisiones; (2) mitigar los agravamientos del encierro consecuencia de las restricciones en los ingresos de familiares, movimientos y actividades dentro de los establecimientos; (3) reducir los niveles de hacinamiento de los sistemas penitenciarios, garantizando el egreso de personas que integrasen el colectivo de mayor riesgo de contagio de gravedad; y (4) conformar espacios de diálogo e información en los que participan diferentes actores, incluso personas detenidas.

Las estrategias intentadas en Argentina no resultan novedosas respecto a las observadas en otros países de la región.

En el caso de los sistemas penitenciarios federal y bonaerense, se han dictado numerosas resoluciones que apuntan a la creación de comités de crisis, sanción de protocolos para la detección, aislamiento y tratamiento de casos, reforzamiento de suministro de elementos de higiene personal y limpieza, reducción del flujo de movimientos dentro de la cárcel (actividades educativas y laborales), licenciamiento de personal penitenciario y restricción en el ingreso de visitantes y nuevos internos. Los reclamos incesantes de las personas presas, sin embargo, refuerzan la idea de las distancias existentes entre esa programación y los efectos concretos en la realidad carcelaria.

También se habilitó una mayor cantidad de bienes permitidos y horarios más extensos para la entrega de paquetes y encomiendas de familiares, suministro de tarjetas telefónicas sin cargo, y un sistema de videollamadas para comunicaciones con el exterior.

(Lea también: Cárceles en Colombia, una “olla a presión” en tiempos de COVID-19)

En la Provincia de Buenos Aires, al igual que en otras jurisdicciones como Mendoza, Chaco o Chubut, el Poder Judicial autorizó desde el mes de marzo el uso de teléfonos celulares al interior de las prisiones, pese a la prohibición inserta en los reglamentos carcelarios, como medida excepcional durante la pandemia. Se buscaba así, reducir los niveles de aislamiento entre las personas presas y sus allegados. Sin perjuicio de la insistencia de organismos de control, en el ámbito federal la medida no ha sido replicada.

Para reducir los niveles de hacinamiento de los sistemas penitenciarios y garantizar el egreso de personas que integrasen el colectivo de mayor riesgo, los tribunales superiores del sistema federal se han limitado a emitir recomendaciones y guías de actuación, dejando las decisiones en manos de los juzgados inferiores, generando un sistema de egresos por goteo y poco efectivo.

El punto de encuentro entre medidas preventivas y paliativas insatisfactorias y reducidos egresos anticipados, puede aventurarse, ha sido el detonante para los reclamos en los techos de las prisiones. La visibilización de esa medida de fuerza, por su parte, provocó la generación de una instancia de diálogo dentro del penal, entre las personas presas, autoridades ejecutivas, judiciales, organismos de control y actores de la sociedad civil.

Algo parecido sucedió en la Provincia de Buenos Aires. A inicios de abril el Tribunal de Casación dictó una sentencia de alcance colectivo que otorgaba el arresto domiciliario a un universo de personas relativamente amplio. En concreto, la decisión favorecía a quienes integraran la población de mayor riesgo frente a la COVID-19 y afrontaran imputaciones o condenas por delitos leves. Pero un mes más tarde la Suprema Corte de Justicia revocó la resolución, “reencauzando” aquellos casos para su tratamiento y resolución individual por los jueces de instancia. En definitiva, también aquí se impuso el abordaje de los egresos “caso por caso”.

El impacto de esta actividad judicial en la disminución de los niveles de hacinamiento fue tímido e insuficiente. Se produjo inicialmente una reducción de la población encarcelada que no alcanzó al 10%, en buena medida explicada por el menor reclutamiento policial durante las primeras épocas de cuarentena rígida. Pero luego aquello parece haber comenzado a “compensarse” mediante el notorio incremento en la cantidad de personas depositadas en las comisarías locales.

La situación actual y el avecinamiento de un cuadro preocupante

Con una circulación del virus limitada y los reclamos de las personas presas contenidos, se arribó al mes de julio. Desde entonces, replicando la situación en el “afuera”, los casos de contagios y muertes por COVID han comenzado a emerger y reproducirse dentro de las prisiones argentinas.

En el caso del Servicio Penitenciario Federal, la primera muerte por COVID se produjo el 20 de julio de 2020, cuatro meses más tarde del primer fallecimiento en el “afuera” y de haberse tomado las medidas de prevención de circulación del virus. Al 22 de agosto de 2020, se contabilizaban 493 hisopados efectuados, 282 casos confirmados, 39 activos y diez fallecidos. La aceleración del problema resulta evidente, a un ritmo de una muerte cada tres días en el último mes.

Por lo que decíamos antes en torno a la poca transparencia de las estadísticas, el panorama en el ámbito bonaerense es algo más difícil de reconstruir. No obstante, los (escasos) números disponibles permiten inferir que también allí los contagios van creciendo exponencialmente.

A mediados de julio el Comité Nacional para la Prevención de la Tortura registraba 10 casos confirmados en el total de la población penitenciaria bonaerense. Para finales del mismo mes las Unidades 4 de Bahía Blanca y 7 de Azul informaban, cada una de ellas, 22 y 18 casos positivos respectivamente. Ambos establecimientos se encuentran geográficamente muy alejados del epicentro de contagios del conurbano bonaerense, donde existen buenas razones para pensar que la situación es groseramente peor. El primer fallecimiento entre las personas detenidas se registró el 2 de agosto, aunque el número total de víctimas fatales es una incógnita. También hay al menos 4 fallecidos entre el personal de la institución, sobre una cantidad de infectados que a mediados de julio ascendía a 209 trabajadores y trabajadoras.

Con el virus propagándose a un ritmo acelerado, y en un contexto de sistemas penitenciarios estructuralmente colapsados, la preocupación es inevitable. Al escenario no le faltan condimentos para que la tragedia se concrete: gente literalmente amontonada en espacios reducidos, húmedos y fríos, dificultades para acceder al agua potable, insuficiente alimentación y deficiente atención médica (cuando la hay). Solo resta desear que las autoridades tomen medidas de prevención y protección efectivas, antes que los números de fallecimientos por COVID se disparen y los presos deban volver a los techos para reclamar no morir en prisión.

*Subdirector del Centro de Estudios de Ejecución Penal de la Universidad de Buenos Aires. Miembro de la Red Cono Sur de Investigación en Cuestiones Penitenciarias.

**Integrante del Grupo de Investigación “Crítica Penal” (Facultad de Derecho, Universidad Nacional de Mar del Plata).

Por Ramiro Gual* y Nicolás Bessone**

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