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El cañón de guerra que terminó en un taller de carros

Un fallo del Tribunal de Bogotá contra un civil dejó en evidencia que, en 2011, un militar y un miliciano se robaron un mortero del batallón Fernando Landazábal para entregárselo al bloque Oriental de las Farc.

Redacción Judicial
26 de marzo de 2016 - 03:27 a. m.

El mortero marca Brandt de 120 milímetros lo usa hoy el Ejército en las primeras líneas de combate como arma de artillería. Tiene la capacidad de disparar granadas a una distancia de 6.000 metros, consta de un tubo de dos metros de largo, una base y un soporte de dos patas, y tiene un peso de aproximadamente 82 kilogramos. En 2011, uno de estos cañones llegó a parar en un taller de carros en Soacha, un municipio en el occidente de Bogotá, y el dueño del local, José Amílcar Rivas, que desde el comienzo alegó que el artefacto no era más que una herramienta para extraer petróleo, acaba de ser condenado por el Tribunal Superior de Bogotá.

La historia de cómo terminó el mortero en el taller, conocido con el nombre de Auto Rivas, comenzó en mayo de 2011, cuando agentes de la Dijín de la Policía recibieron una llamada anónima. Una fuente les informó sobre un caso de tráfico y almacenamiento ilegal y clandestino de municiones, armas y explosivos que serían entregados a diferentes facciones de las Farc, en particular al bloque Oriental. Y un último detalle: que en Soacha, en el taller Auto Rivas, y en una casa en Usme, Bogotá, estaban escondidos los elementos de un cañón de 120 mm robado del batallón de artillería General Fernando Landazábal Reyes meses atrás.

Según la información que recibió la Dijín, que además ya sabía de la denuncia que había presentado el coronel Carlos Lamprea por la desaparición de un mortero de ese batallón de artillería —robo que apenas ahora viene a conocerse públicamente—, el arma sería utilizada para acciones terroristas en la capital del país. Así, el 5 de mayo de 2011, un día después de la llamada que prendió las alarmas, se hicieron allanamientos en una casa en Bogotá y en el taller de carros en Soacha: en el primer lugar se encontró la base del mortero, además de armas de fabricación improvisada, y en el segundo estaba el cañón, oculto entre lonas, plástico y palos de madera.

José Amílcar Rivas, quien se identificó como propietario del taller, fue detenido de inmediato. Él aseguraba que no había hecho nada malo. La Fiscalía, sin embargo, le imputó al día siguiente de su arresto los delitos de concierto para delinquir agravado, por estar asociado con actividades terroristas, y fabricación, tráfico y porte de armas de fuego de uso privativo de las Fuerzas Armadas. Su proceso duró cuatro años y, el 5 de marzo de 2015, el Juzgado quinto Penal del Circuito Especializado de Bogotá lo absolvió. El fallo indicaba que no se había demostrado su participación en ninguna actividad criminal. Además, según funcionarios de la Policía, el tubo hallado en su local no servía por sí solo para lanzar granadas, pues hacían falta otras dos piezas: la base y el soporte.

La Fiscalía no estuvo de acuerdo y apeló la decisión. El caso llegó entonces a manos del magistrado Jorge Enrique Vallejo, de la Sala Penal del Tribunal Superior de Bogotá, quien modificó lo establecido en primera instancia y condenó al dueño del taller.

Según la sentencia, expedida hace poco más de un mes —el 16 de febrero— y conocida por El Espectador, en la primera decisión se ignoraron varios testimonios de expertos y militares que aseguraron que, aunque el mortero estaba incompleto, las piezas faltantes podían reemplazarse improvisadamente para que funcionara como arma de guerra. Así lo explicó Juan Manuel Argüello, quien realizó el peritaje del arma incautada en el taller de José Amílcar Rivas, y precisó que bastaba incorporar las piezas faltantes para que el arma recuperara toda su letalidad: las granadas que arroja “pueden tener unos 25 metros de acción mortal”, testificaron peritos de la Fuerza Pública.

Además, para el magistrado Vallejo y sus dos compañeros de sala, Jairo José Agudelo y Juan Carlos Arias, indudablemente el material bélico no estaba por casualidad en el taller, pues, en la operación de allanamiento, el cañón estaba muy bien escondido. “¿Por qué razón se ocultaba el tubo si presuntamente era para la perforación de petróleo?”, indagó el Tribunal. La sala recordó además que, según el decreto 2535 de 1993, esta clase de artefactos —en cuya categoría también se cuentan fusiles, cargas explosivas, antitanques y misiles— no pueden estar, bajo ninguna circunstancia, en manos de particulares, pues su uso sólo está previsto para la guerra.

El Tribunal Superior de Bogotá tampoco creyó la versión de José Amílcar Rivas sobre cómo llegó a su taller el tubo de uno de los 23 morteros almacenados en el batallón de artillería General Fernando Landazábal Reyes en 2011. Rivas sostuvo que un hombre había ido a comienzos de ese año a su taller y dejó su carro, un Chevrolet en mal estado, para arreglos de latonería y pintura. Rivas sacó lo que había dentro: una caja de herramientas, una cruceta, el equipo de carreteras y un tubo que, aseguró, se quedó en la mitad del taller cubierto por un plástico negro. El Tribunal de Bogotá cuestionó por qué, cuando el hombre regresó por su carro, no pidió el tubo también.

“Todos estos aspectos únicamente permiten concluir que el señor José Amílcar Rivas era el encargado de acopiar y conservar el tubo de mortero”, explicó el Tribunal, que además retomó el testimonio del militar retirado que se robó el cañón, el sargento Rubert Devia Bríñez, investigado por la Justicia Penal Militar. Según Devia, quien se robó el cañón junto con Elkin Baquero Salcedo —detenido en 2008 por rebelión y que había aceptado cargos—, el plan era que un grupo, los Guapuchones, reuniera las partes y ensamblara el arma. El Tribunal concluyó que José Amílcar Rivas, condenado a 65 meses de prisión, iba a entregarles el arma.

Llama la atención que el robo del arma no es el único que se ha presentado en el batallón General Fernando Landazábal. Según lo informó la revista Semana en mayo de 2015, desde hace varios años se han venido registrando varias irregularidades, como la desaparición de tres toneladas de explosivos tipo anfo, pertenecientes a una compañía minera, varios carros y camiones y unos 7.000 uniformes camuflados. Aunque por muchos años las irregularidades se mantuvieron en total secreto, desde el año pasado los altos mandos del Ejército pusieron su lupa en las denuncias. Hoy en día existen varias investigaciones disciplinarias y penales para encontrar a los responsables.

Por Redacción Judicial

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