La ingrata huella de las masacres en Colombia

Asociada a matanza, exterminio o carnicería, la palabra masacre lleva más de cien años enlutando al país. Hoy, es una inequívoca señal de que en los territorios la muerte ronda y el Estado falta.

23 de agosto de 2020 - 05:47 p. m.
La masacre de El Tomate, ocurrió el domingo 3 de abril de ese mismo 1988, en la vereda Mejor Esquina, situada en el municipio de Buenavista (Córdoba), los asesinos de la casa Castaño acribillaron a 28 campesinos
La masacre de El Tomate, ocurrió el domingo 3 de abril de ese mismo 1988, en la vereda Mejor Esquina, situada en el municipio de Buenavista (Córdoba), los asesinos de la casa Castaño acribillaron a 28 campesinos
Foto: Archivo El Espectador

En los relatos que guardan las verdades de la guerra y que Alfredo Molano Bravo dejó para que la memoria no se pierda, el hilo de las masacres golpea en la conciencia nacional y repercute en la historia. Ya nadie vive para contarlo, pero el 16 de marzo de 1919, fueron veinte artesanos que protestaban contra el gobierno de Marco Fidel Suárez, masacrados a escasa distancia de la casa de gobierno. Tampoco se sabe la cifra exacta de los que murieron el 6 de diciembre de 1928 en Ciénaga (Magdalena), en hecho que la historia refiere como la matanza de las bananeras.

La estadística oficial dice que fueron 47 muertos. Los huelguistas hablaron de 1.500. Gabriel García Márquez escribió en Cien años de soledad que José Arcadio Segundo vio más de tres mil. Entre la verdad, la ficción o la memoria, cada generación fue relatando a sus hijos los recuerdos de esas y otras matanzas, que corriendo los años 30, en Santander, Boyacá o Cundinamarca, empezaron a reactivarse. Los odios partidistas que comenzaron a saldarse a machete y que en los 40 el tema ya eran una guerra entre conservadores y liberales sumidos en el fanatismo político.

Se incendiaron los campos, la violencia se regó como pólvora, y después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en abril de 1948 en Bogotá, se diversificaron los victimarios. La policía chulavita en ejercicio de verdugo, los “pájaros” al servicio de avivatos o directorios, los bandoleros, la chusma, el ejército, Colombia se llenó de homicidios selectivos y masacres por razones políticas. Cuando el gobierno de Mariano Ospina Pérez impuso el Estado de Sitio en noviembre de 1949, amordazó la prensa y cerró el Congreso, lo único que no se detuvo fue la violencia política.

En Saboyá, fueron masacrados 20 conservadores en septiembre. El 22 de octubre se registró la matanza en la Casa Liberal en Cali que dejó 24 muertos. Después del Estado de Sitio, cuando terminaba 1949 el jefe rebelde Eliseo Velásquez se tomó el municipio de Puerto López (Meta) y sus hombres masacraron a 23 personas, antes de erigirse como comandante en los llanos. En San Mateo (Antioquia) fueron 20 liberales. Semana a semana, proliferaron las noticias de matanzas sin que las autoridades encontraran la forma de contener el odio banderizo.

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En las zonas rurales empezaron a ser asaltadas las fincas y en las carreteras los buses. La impunidad se ensañó entre los civiles inocentes, con capítulos de masacres sin suficiente memoria. Mientras la guerra abierta dejaba decenas de muertos, la administrada al menudeo hacía estragos en los pueblos con extrema sevicia. Los empalados, el corte de franela o el de corbata acuñaron los crueles métodos a los que llegó el pillaje. En junio de 1953 hubo golpe de Estado y asumió Gustavo Rojas Pinilla, que prometió frenar la ola de asesinatos individuales y colectivos.

Se creó la Oficina de Rehabilitación y Socorro, se concedieron amnistías, y hubo proceso de paz que permitió la desmovilización de las guerrillas del Llano y de otras milicias más en Tolima, Cundinamarca, Santander o Antioquia. Pero la violencia no se detuvo porque fue una paz incompleta y los excluidos se mantuvieron en armas, mientras otros recobraron la senda trágica de las masacres. En Tolima, Valle, Huila, Cundinamarca, violencia oficial y réplica de resistencia en medio de la orden internacional desde Washington de proscribir el comunismo.

Hasta que cayó Rojas Pinilla en mayo de 1957, en un contexto de unión de élites políticas del conservatismo y el liberalismo cuando encontraron la forma de zanjar sus diferencias. Los pactos de Benidorm y Sitges, suscritos en España, telón de fondo para la realización de un plebiscito que validó su control equitativo del poder durante 16 años. Pero los grifos de la violencia política no fueron cerrados del todo y, a pesar de que se volvió a hablar de paz, no faltaron las masacres, como la perpetrada en diciembre de 1958 en Tello (Huila) con casi medio centenar de víctimas.

En febrero de 1960, arrinconado por los escándalos y asociado a incontables episodios de crímenes, fue suprimido el Servicio de Inteligencia Colombiano (SIC) y creado el DAS. Eran días de diálogo político, de creación de la Comisión Nacional Investigadora de las causas de la violencia, o de la publicación del libro “La violencia en Colombia” de Eduardo Umaña Luna, Orlando Fals Borda y el sacerdote Germán Guzmán Campos, un documento que dejó las claves para entender porque Colombia había caído tan bajo y cómo podía repararse.

Sin embargo, la violencia política nunca se fue, las bandas armadas en la región del Sumapaz y otras zonas reeditaron las masacres, y fue el momento de Efraín González, Teófilo Rojas o “Chispas”, Jacinto Cruz Usma o “Sangrenegra”, William Aranguren o “Desquite”, “Pedro Brincos”, “Mariachi”, “el capitán Venganza”, “Resortes”, un abanico de asesinos con el gatillo listo. Algunos empezaron a caer en ruidosas operaciones militares y policiales, pero sus acciones dejaron memoria en una generación que contó a sus hijos lo que fueron aquellos días de horror.

Entonces se abrió paso en la política la tesis de las “repúblicas independientes” que había que desterrar, y tras sonadas operaciones militares en el sur del Tolima y el norte del Cauca en 1964 contra la organización comandada por Manuel Marulanda Vélez, se terminó de acuñar una guerra política contra los movimientos enmarcados en el vetado comunismo. Así surgió lo que pasó a llamarse conflicto armado, con la constitución de las Farc, y en los siguientes meses la creación del Eln o el Epl. La acción insurgente con sus propias masacres.

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Largos años de emboscadas, asaltos y secuestros, respondido por el Estado a través de lo aprendido en la doctrina contrainsurgente ordenada desde Estados Unidos, que aportó también la propuesta de crear grupos de autodefensa. Antes de caer el telón de los años 60, la violencia ya contaba con auténticos colosos de la guerra, sin que faltaran las masacres en su menú de amedrentamientos. Tan naturalizadas que en La Rubiera (Arauca) en enero de 1968, los que mataron a 16 indígenas cuibas se justificaron diciendo: “nadie nos dijo que fuera delito matar indios”.

Eran “guahibiadas” o cacerías de indígenas, tan impunes como las matanzas de campesinos producto de las peleas por la tierra o la guerra abierta entre guerrilla y Fuerzas Armadas. Después apareció el M-19, las autodefensas mutaron en grupos paramilitares asociados a mafias locales, y se afianzó el narcotráfico que entró a ser el combustible predilecto de una guerra sin frenos. El Estado, desde la presidencia de Turbay Ayala, quiso frenar a la brava el panorama a través de un Estatuto de Seguridad, pero del asunto solo quedó memoria de violación de derechos humanos.

Luego llegó Belisario Betancur, empecinado en cambiar la historia y negociar el final de la guerra con la insurgencia, pero de entrada surgió el acertijo sobre el propiciador de masacres del momento: el movimiento Muerte a Secuestradores (MAS), surgido a finales de 1981 con patrocinio de los narcos, pero después convertido en “masestos”, cruzada anónima sembrando la muerte colectiva en los territorios de la confrontación armada. Cuando el procurador Carlos Jiménez destapó esa olla podrida en 1983 y reveló cómo operaba, ya era demasiado tarde.

A la vuelta de la esquina, el proceso de paz se fue al traste, se inició la guerra contra los extraditables, y la Unión Patriótica, partido político fruto de las negociaciones con las Farc, quedó en la mira del paramilitarismo y sus aliados. El año 1988, ya en tiempos de Virgilio Barco, cuando se estrenó la elección popular de alcaldes, quedó rotulado por los medios de información como “el año de las masacres”. El paramilitarismo se ensañó en los territorios donde germinaba la Unión Patriótica y la memoria recuerda una aterradora secuencia de matanzas de campesinos.

El 4 de marzo de 1988, fueron masacrados 17 campesinos sindicalizados en las fincas Honduras y La Negra de Turbo (Antioquia). El 3 de abril fueron 36 las víctimas en la vereda Mejor Esquina de Buenavista (Córdoba). Una semana después, 23 campesinos muertos fue el saldo de una nueva matanza en Nueva Colonia. Era el destape de la Casa Castaño, que en el corregimiento El Tomate (Córdoba) asesinó a 17 labriegos en agosto, o en el municipio de Segovia (Antioquia, el 11 de noviembre, causó la muerte violenta a 43 personas.

El año de las masacres sumó otras cuantas más del paramilitarismo, de las guerrillas o de los narcotraficantes, pues la guerra generalizada se extendió, y fue antesala del horror causado por el narcoterrorismo en 1989. El preludio fue la masacre de La Rochela, perpetrada en San Vicente de Chucurí (Santander) por los grupos paramilitares del Magdalena Medio. Las víctimas: 12 integrantes de una comisión judicial que justamente había ingresado a la zona para investigar la ola de asesinatos orquestada por los mismos causantes de las masacres de Urabá y Córdoba.

El gobierno Barco había reaccionado con el Estatuto para la Defensa de la Democracia, ideado para enfrentar a los grupos ilegales, pero estos ya se habían descarrilado y no pararon las matanzas. Las de Trujillo (Valle) en 1990 maquinadas por el capo del cartel del norte del Valle, Diego León Montoya, en asocio con unidades del Ejército y la Policía; o la de La Candelaria (Valle) en septiembre del mismo año, en la que perdieron la vida 19 personas que veían un partido de fútbol, y que solo fue un capítulo de la cruenta guerra entre los carteles de Medellín y Cali.

Ni siquiera la constituyente de 1991 frenó la barbarie. Al cuarto mes de expedida la nueva Carta Política, presentada como tratado de paz, las Farc atacaron a una comisión judicial en Usme, a escasos kilómetros de Bogotá, y masacraron a siete funcionarios de la justicia. Al otro lado del país, en la hacienda El Nilo, en el municipio de Caloto (Cauca), 12 miembros de la comunidad indígena Paez fueron asesinados en una misma acción. El sello de las masacres superó el breve ambiente de concordia política, con la marca habitual de impunidad para sus autores.

No alcanzan las palabras de este escrito para mencionarlas a todas, pero desde mediados de los años 90, las masacres arreciaron desde distintos frentes. La de La Chinita, en Apartadó (Antioquia), perpetrada por las Farc en enero de 1994, que dejó 35 muertos, casi todos integrantes del grupo Esperanza, Paz y Libertad. O al año siguiente, en agosto, la que causó el paramilitarismo con 19 víctimas en la discoteca El Aracatazo en Chigorodó (Antioquia), que fue el preámbulo de 25 muertos más en la zona de Bajo del Oso en la región de Urabá.

Una época en la que de la mano de las Cooperativas de Seguridad Rural (Convivir), o desde la nueva catadura denominada Autodefensas Unidas de Colombia, proliferaron las listas de las masacres. Las de El Aro y La Granja en Antioquia, o la insólita de Mapiripán (Meta), perpetrada en julio de 1997 por un comando paramilitar que salió de Urabá por vía aérea, llegó hasta San José del Guaviare al otro lado del país, en lanchas rápidas accedió al corregimiento escogido, y fueron dos días dedicado a matar civiles, sin que las autoridades acudieran en su defensa.

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Tiempo después, mientras el gobierno Pastrana trataba de negociar la paz con las Farc en la zona de distensión del Caguán, los colosos de la guerra no perdieron su distintivo en el homicidio colectivo. Al tiempo que las Farc sumaban prisioneros a su obsesión por el canje o causaban la muerte a decenas de civiles en ataques a pueblos, el paramilitarismo dejó una secuencia aterradora. En El Tigre (Putumayo) fueron 26 civiles en enero de 1999, en Tibú (Norte de Santander) once campesinos en julio del mismo año, en El Salado (Bolívar) 46 víctimas en febrero de 2000.

En una suerte de retaliación de lado a lado, las Farc asesinaron en diciembre de 2000 al congresista Diego Turbay, a su madre Inés Cote y a cinco personas más. El paramilitarismo replicó en Chengue (Sucre) con 23 campesinos asesinados a garrote y piedra en enero de 2001. Durante un combate entre ilegales, en mayo de 2002, las Farc provocaron la muerte de casi un centenar de civiles en Bojayá (Chocó). Ese mismo año, en la vereda El Limón, de Riohacha (Guajira), las autodefensas masacraron a 16 personas y luego a nueve más en la Punta de Los Remedios en Dibulla.

De la era Uribe hay mucho por contar. El paramilitarismo negoció políticamente su sometimiento sin olvidarse de masacrar. En Bahía Portete, en Guajira en 2004 dejó 12 víctimas; en Llorente (Nariño) 20 más el mismo año. En San José de Apartadó fueron nueve víctimas al año siguiente. Entre tanto, las Farc, además de asesinatos colectivos a sangre fría como los del exgobernador de Antioquia, su consejero de paz Gilberto Echeverri y 10 militares en mayo de 2003 en Urrao (Antioquia), o la de 11 diputados del Valle en junio de 2007, siguieron sumando masacres.

En San Carlos (Antioquia) fueron 18 víctimas en 2003, en La Gabarra (Norte de Santander) 34 personas muertas en 2004, o en Puerto Valdivia (Antioquia) 14 masacrados más en 2005. La guerra no se detuvo, tampoco las matanzas, y cuando llegó el tiempo de Juan Manuel Santos en el poder, solo cambiaron de rostro los perpetradores de asesinatos colectivos. Se les llamó primero Bandas Criminales, después Grupos Armados Operacionales, en cualquier caso, expresiones del narcotráfico y reciclajes, algunos con sello de limpieza social no distante del paramilitarismo.

Las Farc y el gobierno Santos firmaron un acuerdo de paz en 2016 que bajó las estadísticas de violencia, pero tampoco borró el rastro de las masacres. Ahora se atribuyen a disidentes, al Eln que recobró vigencia como organización sin mínimo respeto por los derechos humanos o el DIH, o a las distintas especies de bandas armadas. Rastrojos, caparrapos, pelusos, clan del golfo, lo único claro es que las matanzas están de regreso y la ONU dice que van 33 en lo que va corrido de 2020. En las últimas 24 horas hubo tres en los departamentos de Arauca, Cauca y Nariño.

Ahora se divulgan con rapidez en los portales, en las redes sociales, en los mensajes de chat. No son noticias falsas, es lo que pasa en varias regiones porque los muertos no mienten. En Cali degollaron a cinco menores en un cañaduzal. En Samaniego (Nariño), encapuchados interrumpieron una reunión de amigos y asesinaron a ocho jóvenes. El ministro de defensa Carlos Holmes Trujillo ya anunció un grupo élite para perseguir a los masacradores, es decir, lo mismo que hicieron Barco, Gaviria, Samper, Pastrana, Uribe y Santos sin resultados convincentes.

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