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Los fantasmas de Pueblo Bello, 25 años después de la masacre

El Espectador viajó hasta ese corregimiento de Turbo para la conmemoración de los 25 años de la cruenta masacre ocurrida el 14 de enero de 1990, cuando 43 pobladores murieron por órdenes de Fidel Castaño.

Juan David Laverde Palma, Enviado Especial
18 de enero de 2015 - 02:00 a. m.
Una procesión de familiares entonó oraciones y consignas y dejó 43 rosas amarillas en memoria de las víctimas. / Fotos: Luis Ángel - El Espectador
Una procesión de familiares entonó oraciones y consignas y dejó 43 rosas amarillas en memoria de las víctimas. / Fotos: Luis Ángel - El Espectador

“Aquí las mujeres se ponen tangas, pero en Córdoba a Las Tangas les tienen miedo”. La frase la soltó Benito José Pérez una tarde de diciembre de 1989, a orillas del río Mulato, donde la gente solía echar cuentos mientras se bañaba, lavaba la ropa o aprovechaba para enfriar los calores del mediodía en Pueblo Bello, Antioquia. Luz Dary Delgado tenía 14 años cuando la oyó, pero no entendía por qué había de tenerle pavor a unas tangas en Córdoba. Tampoco se atrevió a preguntar nada. Ella solita, pocos días después de la salvaje incursión paramilitar el 14 de enero de 1990, descifró el acertijo mientras veía a las madres de su pueblo gritando enloquecidas por sus hijos desaparecidos. Las Tangas, sí, había que temer a Las Tangas, el cuartel general de Fidel Castaño. De allí salieron las hordas de asesinos que entre 1988 y 1990 perpetraron una veintena de masacres con 200 víctimas fatales. Benito José fue uno de los 43 que se llevaron esa noche triste.

Veinticinco años han pasado desde entonces y en Pueblo Bello las lágrimas se siguen despeñando por las mejillas de esas madres cada vez que se arremolinan frente al mural de fondo azul que les recuerda a sus 43. El Espectador estuvo allí para acompañar a las víctimas en esa catarsis colectiva. Dos generaciones después, los relatos de semejante salvajada continúan tan frescos como los rostros del mural. Una conmemoración que ajusta dos décadas y media, por horripilante que les parezca siempre recordar ese domingo, pero que vaya uno a saber por qué sólo interesa a los medios cuando se cumplen aniversarios redondos. A 37 grados centígrados, sobre las polvorientas calles de este corregimiento de Turbo, una procesión de familiares entonó oraciones y consignas y dejó en el mural 43 rosas amarillas y 43 velones que no pudieron encenderse porque la brisa no dejó. Hubo misas, actos culturales, reclamos al Estado. Al final también hubo sancocho en la casa de Róbinson Petro, el hijo de José Manuel Petro, uno de los desaparecidos.

Todos reunidos, madres, viudas, hermanos y nietos de los 43, en ese ejercicio difícil de no olvidar que el 14 de enero de 1990, 60 tangueros llegaron a las 8:30 de la noche a Pueblo Bello, atravesaron un camión Dodge 600 en el puente del río Mulato, de casa en casa sacaron a empellones a los hombres y los amontonaron boca abajo en la plaza central. Algunos se tiraron al río cuando escucharon los alaridos de las primeras mujeres que se negaban a dejarlos salir de sus casas, pero pocos escaparon. Los paramilitares de Castaño les prendieron fuego a varias viviendas y a las 11:30 de la noche, una vez terminaron de amordazar a 43 campesinos, los montaron en camiones, los llevaron a Las Tangas y los torturaron a orillas del río Sinú mientras les preguntaban por las 43 vacas que la guerrilla le había robado a Castaño en diciembre de 1989, así como por la muerte de Humberto Quijano, el capataz de Las Tangas. Los patearon, les cortaron las venas y las orejas. Los desaparecieron. Sólo siete cuerpos fueron recuperados en abril de 1990, luego de una exhumación en Las Tangas.

A sus casi 90 años, doña Albertina Altamiranda, madre de Andrés Manuel Flórez, asistió al evento promovido por la Comisión Colombiana de Juristas. Dos familiares suyos custodiaron su duelo frente al mural durante casi una hora. Una mujer trató de hacerle sombra con un sobre de manila que sostuvo todo el tiempo encima de su cabeza. Otros más precavidos llevaron sombrillas, pañoletas y gorros para guarecerse del sol. A doña Albertina no pareció molestarle mucho el bochorno de esa hora, tampoco musitó palabra alguna. Absorta se quedó viendo el rostro pintado de su hijo mientras voceros de la comunidad recordaban la impunidad en este caso: 36 familias no tienen una tumba para llorar a sus deudos, todas siguen huérfanas de atención integral en salud y vivienda, muchas tuvieron que capotear nuevas amenazas y desplazamientos, no se ha construido el monumento que ordenó en su sentencia la Corte Interamericana de Derechos Humanos en 2006 para recordar a los desaparecidos. Reparación económica hubo, pero bastante poco de verdad y de justicia: apenas 20 condenados, ninguno de la Fuerza Pública.

Virgelina Duarte de Escobar, de 75 años, perdió a dos de sus seis hijos: Juan Luis, de 24 años, y José Leonel, de 16. Durante media hora dialogó con este diario sobre la tragedia que se le vino encima el segundo domingo de enero de 1990. “El cuerpo de Juan Luis sigue desaparecido. En cambió a José Leonel lo encontramos en Las Tangas en abril de 1990. Ya pasaron 25 años y todo sigue siendo tremendamente triste. A uno al menos se le dio cristiana sepultura, pero el otro qué. No hay riesgo de que esté vivo, a todos los mataron. Pero no tener una tumba es horrible. Mi esposo, Pedro Luis, se enloqueció. A los cuatro meses, cuando recibió los restos de José Leonel, se pasó un machete por la cabeza. Eso fue el 25 de mayo de ese año”. Su nuera, Edilma Monroy, añadió: “Ellos estaban en mi casa. Acababa de darles unas limonadas cuando comenzó el alboroto. No quisieron ni correr ni esconderse porque decían: ‘Los que corren son porque la deben, nosotros no debemos nada’. Debieron haber corrido. De madrugada salimos a contarnos en el pueblo y ahí nos dimos cuenta de la tragedia”.

No fue el único suicidio producto de la incursión a Pueblo Bello. Belarmino Durango, de 11 años, no soportó la desaparición de su hermano Camilo, de 20. Así que fue a donde un vecino, le pidió una cabuya y se encerró en una pieza de su casa en Apartadó. “Allá lo encontramos colgado de una viga. El niño se nos despescuezó”, dice Abel Ángel Durango, su padre, un comerciante de frutas de 67 años. “Belarmino decía que soñaba con él. Un día me contó que lo había visto y que Camilo le decía, al otro lado del río, ‘Mino, tírese que no le pasa nada’, y que le estiraba un lazo. Busqué a un cura para contarle. El niño vivía aburrido. Camilo era su compinche. Al final se ahorcó el 8 de mayo de 1992, un Día de las Madres”, cuenta su mamá Blanca Libia Moreno. “Mi esposa cayó en una depresión infinita”, dice Abel. “Entonces yo le dije: ‘Ay, qué dolor tan berraco. Yo a usted la estoy viendo muy mal. Tomémonos un veneno y nos matamos y matamos estas penas’. Ella no quiso, me dijo que no tendríamos perdón de Dios”.

Camilo venía de Caucasia de negociar unas naranjas. Unos camioneros lo arrimaron hasta Pueblo Bello y le aseguraron que ahí conseguiría transporte. Al poco tiempo llegaron los camiones sin luces de los paramilitares. Camilo pensó que uno de esos carros podría llevarlo hasta Apartadó. Don Abel cuenta que durante cuatro días rastreó los pasos de su hijo por todo el Urabá antioqueño, hasta que fue a dar a Pueblo Bello. “Ando buscando a este muchacho”, les decía a todos mientras les enseñaba una fotografía de su hijo. “Ay, siquiera le apareció familiar al naranjerito. Pensamos que se iba a quedar sin doliente”, le respondieron. “Lo que es morir en la ignorancia”, continúa don Abel. “A él lo montaron al camión, pero antes les dijo que si se iban a demorar mucho con él, que él tenía la cosecha ahí en la plaza y se le dañaba. Y ellos le contestaron: ‘Tranquilo que para donde vamos usted no necesita nada’”. Su cuerpo continúa desaparecido. Nancy Durango, hermana de Camilo, sufre de insomnio. “Belarmino era como mi hermanito. La depresión casi mata a mamá”, dice. “¿Casi?”, la corrige Blanca Libia: “Todavía me está matando”.

Cada relato parece más bárbaro que el anterior. Aída Jiménez, en medio de la conmemoración de los 25 años de este crimen impune, agarró el micrófono frente al mural de las víctimas, contuvo las lágrimas y reclamó con la voz quebrada: “Los medios hicieron mucho eco de la muerte de los chigüiros en los Llanos el año pasado, y sí, son vida, pero nosotros qué, nos asesinan a 43 familiares y qué. Vamos a seguir luchando. Ya hemos recibido suficientes humillaciones, tenemos el corazón arrugado, ya nuestra mirada es gris, nos da miedo decir que somos víctimas de Pueblo Bello. Los invito a pedirle a Dios que nos dé más vida, que luchemos para que nosotros les contemos a esos hijos, a esos nietos, a esos vecinos, qué nos pasó el 14 de enero del 90, que les contemos a esos niños que están en las aulas. El día de los muertos, el 1º de noviembre, uno ve esos cementerios llenos y ve uno a la gente llevando velas y flores, y nosotros a dónde vamos a llevar velas y flores. Basta ya: mañana queremos vernos sobándonos las cicatrices, no curándonos las heridas”.

José Daniel Álvarez, quien perdió a su papá, José del Carmen Álvarez, y a su tío Cristóbal Arroyo, tenía 18 años cuando los Tangueros se tomaron Pueblo Bello. “¿Que por qué este caso no suscitó la misma indignación de los 43 normalistas desaparecidos en Ayotzinapa? Hmm. La sociedad está en otro momento. México ha sido considerado cuna de intelectuales y, a pesar de la situación del país, hoy el mundo no está dispuesto a dejar pasar ese tipo de actos salvajes. En esos tiempos el terror del paramilitarismo acalló cualquier protesta social. Esos 43 desaparecidos no estaban organizados para hacerle daño a nadie. Hoy recordamos a Pueblo Bello, pero este ha sido un país de masacres y masacrados. Ahí están las de Currulao, Buenavista, Canalete, Punta Coquitos, Chengue…”. La educadora Nidia García lo complementa: “En 1990 no había celulares ni redes sociales. Hoy sí, y por eso la indignación del mundo con Ayotzinapa, pero en aquella época los Tangueros amenazaron a la gente con mocharles la cabeza si contaban lo que había ocurrido. Nosotros en Montería, desplazados y muriéndonos de hambre, y diciendo que no lo éramos por puro terror”.

Un cuarto de siglo ajusta esta tragedia, como dice Luz Dary Delgado, la niña que a los 14 años oyó que había que temer a Las Tangas de Córdoba. Hoy tiene 39 años, tres hijos y un miedo que todavía no se le va. Es natural. El conflicto nunca se fue de la zona. La fértil frontera entre Córdoba y Antioquia, cruzada por el comercio bananero que en los 70 impulsó la construcción de carreteras, la multiplicación de la ganadería y las empresas aserradoras, derivó en enfrentamientos entre campesinos que fueron capitalizados por las guerrillas de las Farc y el Epl. La expansión de estos grupos ilegales y la súbita valorización que alcanzaron las tierras de la región fueron el germen del paramilitarismo que encarnaron Fidel Castaño, sus hermanos y los 60 tangueros con los que inició su cruzada criminal en Urabá y el alto Sinú. La agitación social de esos turbulentos años 80 fue reprimida por los fusiles del paramilitarismo mientras el Estado creaba la Brigada XI en Montería y otra brigada móvil en Urabá. Dos masacres más hubo en Pueblo Bello en los años que siguieron. En una de ellas cuatro mujeres fueron incineradas.

Tiempos de pavor, a mediados de los años 90, en los que el caserío prácticamente se desocupó. “Era un pueblo de fantasmas y un lamento de perros”, dice Luz Dary Delgado. Manuel López, un mulato de 61 años que perdió a su hermano Miguel Ángel López en la masacre, sostiene que el pueblo se mantuvo a pesar de los vaivenes de la violencia, “por el coraje de las familias que se quedaron, por la terquedad que tuvieron para no irse. Ahora tenemos más confianza y menos miedo”. Pero se siguen sintiendo amenazados por un pasado repleto de impunidades, los históricos olvidos del Estado y la guerra latente que jamás se fue. Después del sancocho en la casa de Róbinson Petro, algunos de los que se fueron salieron a recorrer el corregimiento. No hay mucho en qué detenerse. En la plaza donde 25 años atrás los paramilitares amontonaron a los 43, este 14 de enero de 2015 tres burros pastaban y ocho gallinas correteaban en dirección contraria a la de una pelota amarilla con la que tres niños jugaban fútbol. En esa plaza de antaño se construyeron tres aulas de colegio cuyas tejas a veces levantan los ventarrones de la tarde. Hay una cancha de baloncesto con los aros caídos y la inscripción en sus tableros de “Antioquia, la más educada”.

Al caer la tarde, un bus nos devolvió a todos en su recorrido Apartadó-Turbo-Carepa. Había sido contratado para transportar a los familiares de las víctimas. El conductor iba molesto porque le habían dicho que el regreso era a las 3 de la tarde y apenas cogimos esa carretera culebrera a las 4:30. Algunas mujeres le dijeron que se calmara, que lo que les había pasado no era cosa fácil. El hombre agitó las manos mientras daba alaridos insistiendo en que estaba perdiendo plata, que le habían incumplido, que el bus lo tenía comprometido para otras cosas, que él estaba ahí para producir dinero. Virgelina Duarte se bajó en Apartadó poco tiempo después de aquel espectáculo grotesco. Llevaba una bolsa con plátanos pesada. “Adiós, muchachos”, se despidió esa abuela de 75 años, voleándonos la mano. ¿Cuántos aniversarios más soportará a ese trote sin que aparezca el cuerpo de su hijo Juan Luis Escobar?

 

jlaverde@elespectador.com

Por Juan David Laverde Palma, Enviado Especial

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