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Los perseguidores de 'Cano'

El Espectador recogió testimonios de uniformados que participaron en operaciones contra el líder guerrillero. Perdieron sus piernas siguiéndole el rastro, pero se alegraron de que el número uno de las Farc hubiera caído.

Diana Carolina Durán Núñez
12 de noviembre de 2011 - 09:00 p. m.

Desolada agarró un muñeco. Le arrancó una pierna. Tomó la de otro juguete. La reemplazó. Fue el ejercicio pedagógico para explicarle a su hijo Tomás de 5 años que su papá, el subteniente Iván Camilo León, había perdido su pierna. Perseguía al máximo comandante de las Farc en ese laberinto selvático y helado del Cañón de las Hermosas. Ocurrió hace apenas 48 días. Perdió también un testículo. Pensó que se iba. Hoy, en muletas, intenta reconstruir ese sonido ensordecedor de la mina, cómo fue venciéndose por el dolor abrasador, cómo perdió el sentido. Cómo sobrevivió.

Es apenas un testimonio más, y duele escribirlo, de los miles de militares y civiles que han caído en esas trampas mortales que utiliza la guerrilla. Es la tragedia repetida de tantos héroes anónimos que buscan recuperar el sendero de la vida. Porque habrán podido perder las piernas —o algo más—, pero nunca ese espíritu del soldado que no se doblega. El Espectador visitó el pasado viernes, en el Batallón de Sanidad del Ejército, en Bogotá, a cinco de los uniformados que en los últimos tres años acorralaron a Alfonso Cano. No pudieron capturarlo o abatirlo. Pero sus compañeros reivindicaron esa lucha hace nueve días en la ‘Operación Odiseo’.

Todos tienen menos de 30 años. El infierno de saberse mutilados por la guerra apenas comienzan a digerirlo. Sus familias los abrazan, les dicen que todo irá mejor con el paso del tiempo, que el estampido de trueno de las bombas que resuenan en sus noches pasarán, como todo en la vida. El emblemático operativo contra Cano los hizo respirar aliviados. Un sanguinario menos. Pero basta que se reflejen ante un espejo para que los fantasmas del conflicto retornen con todo el salvajismo de medio siglo de barbarie y tanta sangre vista. Los soldados profesionales Andrés Felipe Muñoz y Norberto López Vergaño atestiguan esa realidad pavorosa.

El 4 de noviembre último a todos ellos, sin embargo, los recorrió el fresquito del deber cumplido. Fue un bálsamo en medio de su recuperación. Llevan nueve días leyendo prensa, los grandes titulares en los que quedó reseñada la muerte de su verdugo. Oyendo radio, los conceptos de los analistas sobre cómo cambiará el conflicto, sobre cuál será la siguiente movida del ajedrez de las Farc. También viendo televisión, memorizando la cara, esta vez rasurada, de Cano entre la manigua. No es una imagen que celebren, pero los consuela.

El Espectador reconstruyó tres de las historias de estos hombres. Y hoy les rinde homenaje. Estos héroes caídos se esfuerzan por levantarse. Porque se les fueron las piernas, pero no la vida.

SOLDADO ANDRÉS FELIPE MUÑOZ

“Me dieron ganas de hacer una necesidad. Así fue como terminé pisando la mina. Formaba parte del anillo de seguridad que hacía cierre y contención para evitar que los guerrilleros se nos volaran. Era jueves 18 de agosto, y como a las 2:45 p.m. salí a recibir el turno de centinela. Tenía que hacer mi necesidad, pero no la hice ahí porque los compañeros lo recochan a uno. Miré pa lado y lado y me fui a caminar hasta que encontré un huequito. Me metí y al cuarto paso, con el pie derecho, di con la mina.

Lo que pisé fue una granada mortero hechiza. Las esquirlas me cayeron en todo el cuerpo y la cara, me tuvieron que amputar los dos testículos, poner un injerto en la pierna izquierda, el abdomen me quedó abierto, casi pierdo el ojo izquierdo de una esquirla que lo rozó, a mi pene tuvieron que ponerle puntos. Estuve 15 días en cuidados intensivos, me hicieron ocho cirugías, las esquirlas de la mano izquierda no me las pudieron sacar porque eran muchas, pero yo me retiré tres pedazos de alambre que me quedaron incrustados, eran del cordón de la mina.

Por el impacto de la explosión mi cuerpo hizo un hueco en la tierra. Miré para abajo y no había pierna, sólo un pedazo de hueso. Los compañeros llegaron en menos de tres minutos, y estaba tan calmado que ellos se asustaron porque no hablaba. Pero me acuerdo de todo, de los primeros auxilios que me prestaron, de lo que me decían; me ayudaron de una a quitarme la ropa e intentaron canalizarme, pero no me encontraron vena. Estuve pasmado hasta que me evacuaron del área. Al llegar al Hospital Universitario de Neiva perdí el sentido.

Para mi unidad fue un golpe muy duro. Llevábamos casi siete meses sin tener heridos de minas. A mi mamá la llamaron y le dijeron que había tenido un accidente, así le dijeron, ‘accidente’. Ella llamó a mi mujer, que era la que sabía dónde guardaba la plata para poder viajar a Neiva. Mi mujer no iba a ir, pero un hermano de ella le dijo que fuera por si cualquier cosa. Me encontraron lleno de sondas, vendado, entubado, con quemaduras, las heridas de las esquirlas aún me sangraban. Se echaron a llorar y así duraron una semana, lloraban cada vez que me veían. Estaba vuelto nada.

Una vez participamos en una operación en la que casi cogimos a Cano. Lo tenían acorralado y ya le iban a dar ‘golpe de mano’, pero algunos milicianos se dieron cuenta y se nos voló. Él andaba con un solo anillo de seguridad y ya no podía dormir tranquilo en ningún lado, por eso su cama era un pedazo de cartón y su cobija estaba hecha de periódicos. Se echaba petróleo en la ropa para que los sensores de calor no lo pudieran detectar. Ya se había afeitado la barba, lo sabíamos porque nos habían dado fotos y él estaba así como cuando murió.

El día que lo abatieron sí me sorprendió. Tanto tiempo. Tantas operaciones. Me dio tranquilidad, alegría por mis compañeros, tristeza de pensar qué haría la guerrilla para demostrar que siguen estando fuertes. El 10 de junio llegué al área a formar parte de la compañía de choque ‘Colibrí’; antes se llamaba ‘Cañón’, pero por eso de los derechos humanos hubo que cambiarle el nombre. De mil amores continuaría en el Ejército, pero no puedo, eso fue lo que más me dio pesar el día que pisé la mina: saber que nunca iba a poder volver a patrullar. Estoy vivo de milagro, supongo”.

SOLDADO NORBERTO LÓPEZ

“Cuando volteé a mirar hacia atrás vi a mi cabo Mena muerto, él no llevaba mucho tiempo con nosotros. Lo que nosotros pisamos fue una mina de telemando, o sea, la mina tiene un cable de unos 200 metros de largo y ellos la activan apenas ven la tropa. Con la explosión se me fueron las luces, luego veía hojas caer, y ya al volver en mí vi que una esquirla había atravesado mi pierna derecha de punta a punta y que otra había atravesado mi pie izquierdo, destrozándome los dedos.

Fuimos enviados a La Profunda, del municipio de Rioblanco, una semana antes de las elecciones del 30 octubre, que para garantizar el orden público. Pero apenas llegamos a una zona boscosa nos recibieron con disparos. Empezamos a subir por el flanco derecho y seguramente ellos esperaban que hiciéramos eso, porque ahí estaba la mina. Y eso que cogimos por donde no había camino. Fuimos tres los afectados por la explosión. Nos sacaron para Ibagué, pero con dificultad, porque nos siguieron hostigando y nos tenían que mover en medio de las balas de parte y parte.

Apenas llegó el enfermero le pedí que me pusiera algo para el dolor. Estuve consciente todo el tiempo, la onda explosiva me dejó con dolor de cabeza. En principio el dolor de las heridas era leve, el cuerpo queda como caliente, pero después uno se enfría y ahí llega el dolor. Gracias a Dios la esquirla de la pierna no me partió ningún hueso, pero sí me tuvieron que amputar dos dedos del pie. Lo más incómodo es moverse con muletas. Cuando escuché en las noticias lo de Cano pensé en las tropas, en su esfuerzo, en el frío y las incomodidades que pasan, y me alegré.

Mi familia no sabe lo de la mina. ¿Para qué les digo ahora? Es mejor así. A mi novia sí me tocó decirle, aunque sólo le comenté que estaba lastimado, ella no vio las heridas porque el pie estaba vendado. Tengo nueve hermanos, tal vez le voy a avisar a uno de ellos. Pero mi papá tiene 69 años, a él le digo cuando esté mejor. Me gustaría estudiar enfermería o sistemas; enfermería porque podría ayudar a los compañeros y sistemas porque me serviría para trabajar en una oficina. Desde niño me gustaba el Ejército y aquí seguiré, si la lesión me deja”.

SUBTENIENTE IVÁN LEÓN

“La guerrilla ahora hace minas con materiales plásticos, por eso ni los perros ni los detectores de metales las encuentran. Ese día coronamos un cerro como a las 11:00 a.m. Mi pelotón iba protegiendo a los del grupo Esde, que son los que destruyen las minas que nos salen al paso. Uno de ellos encontró una mina porque notó que la tierra estaba removida, pero ni la perra ni el detector habían alertado la presencia de artefactos. Resultamos, sin saberlo, en un campo minado. De repente uno de los soldados pisó una mina. De inmediato salí a buscar un palo para hacer una camilla improvisada, y ahí el turno fue para mí.

Era 26 de septiembre. Cuando pasó la primera explosión había llamado a mi coronel para pedir apoyo, así que cuando pisé la mina el helicóptero no se demoró nada. Estábamos en la vereda Palomas, del municipio de Planadas, y yo iba comandando a un grupo de dos suboficiales, 18 soldados profesionales y cinco integrantes del Esde. Nos sacaron en canastilla, estábamos en una zona de mucha vegetación, pero, para nuestra suerte, ese día el clima no se cerró. Nos llevaron a una base y de ahí nos trasladaron al Hospital Universitario de Neiva.

Cuando caí sentí mucho ardor, pero pensé que no había sido yo. Hasta que miré mi pie izquierdo. El pie me colgaba. Perdí un testículo. Lloré. Grité del dolor. Empecé a sentir sueño. Asumí que me iba a morir. Pero pensé en mi familia, en mi hijo Tomás de 5 años, en mi mujer Flor Consuelo. Los enfermeros nos aplicaron tramadol, nos limpiaron las heridas y al llegar al hospital recobré un poco la conciencia. Pedí que le avisaran a mi tío Jason, porque él es más calmado, me daba miedo la reacción de mi mamá. Mi tío reunió a la familia y les dio la noticia, y tres tíos, un primo, mis papás y mi mujer se fueron a Neiva a verme.

El sur del Tolima es una zona muy difícil de patrullar por el clima y la topografía, es montañosa, siempre llueve, siempre hay neblina. Hay lugares donde hace tanto frío, que uno siente como si se le fueran a partir los pies. Las partes altas son las que están más minadas. La explosión de ese día también lastimó a mi radio operador, que casi pierde el ojo izquierdo por las esquirlas. Cinco días antes del accidente una perra había muerto en una explosión. En la Escuela de Cadetes a uno lo preparan física y mentalmente, y la verdad, sí creía que iba a salir algún día herido. Pero en un combate, no por una mina.

El día que murió Cano no me alegré, porque uno no debe alegrarse por la muerte de nadie, pero es que ese hombre le hizo mucho daño al país. Para mí no fue sorpresa y creo que lo sucedido será una gran motivación para las tropas. Soy el primero de mi familia en ser militar y ellos saben que voy a seguir en el Ejército. El otro año asciendo a teniente, comienzo a estudiar ingeniería aeronáutica, en enero me llega la prótesis; seguiré apoyando desde áreas administrativas, desde el Batallón de Sanidad o desde logística. Perder una parte del cuerpo es muy duro, pero mi sueño sigue siendo ser general”.

El Batallón de Sanidad

En el Batallón de Sanidad del Ejército, ubicado en el centro occidente de Bogotá, estos tres uniformados realizan sus actividades de recuperación. A todos les incomoda andar en muletas, y en el caso del subteniente León y el soldado Muñoz, la misión que se les asoma es la de aprender a caminar con las prótesis que pronto van a recibir. La familia de Muñoz vive en Tibasosa (Boyacá), por lo que él viaja cada fin de semana a verlos. Entre semana, los tres asisten a terapias de recuperación física.

Por Diana Carolina Durán Núñez

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