“La mayor crisis en Colombia no es el hambre”: director del CICR en Colombia

Christoph Harnisch lleva dos años como director del Comité Internacional de la Cruz Roja en Colombia. Ver los conflictos de cerca y plantear soluciones es su misión. Su mayor sorpresa aquí es la falta de optimismo en que haya paz.

Janira Gómez Muñoz
03 de diciembre de 2016 - 04:40 a. m.
Christoph Harnisch, director del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) en Colombia.   / CICR
Christoph Harnisch, director del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) en Colombia. / CICR

La primera vez que se calzó los zapatos de trabajador humanitario y se puso el chaleco del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) fue en el Líbano. Christoph Harnisch (1958) tenía 26 años cuando, al culminar sus estudios en política y relaciones internacionales, decidió levantar la mirada de los libros para ver los conflictos en la realidad. Su primera impresión sobre el terreno fue clara e inmediata; el regusto amargo de comprobar que “en los conflictos la dimensión humana no existe”. Desde ese entonces ha dedicado su carrera a proteger vidas y buscar la paz. Hoy es el director de la CICR en Colombia.

Esa primera experiencia de conflicto en el Líbano es un patrón que se repite a lo largo de las misiones que en la vida ha realizado Harnisch, natural de Suiza. Lo vivió en la ciudad palestina de Gaza. En Irak y en Nicaragua, como jefe adjunto de estas sedes, durante los años de la Guerra Fría. Y más tarde en Angola y Sudán, ya como máximo responsable de delegación.

Como organismo independiente, el Comité Internacional de la Cruz Roja tiene el objetivo de aportar esa sensibilidad para asistir, o intentarlo al menos, a quienes pagan el precio de una guerra que nunca comenzaron. Y la de Harnisch es una vida ligada a eso, a la fascinación de ver los problemas de un país de cerca y buscar las claves que podrían transformarlo. Una vocación que en 2014 le trajo hasta Colombia, quién sabe si su penúltimo destino, y le convirtió en el jefe del CICR aquí.

En Chocó, durante la liberación del general Rubén Darío Alzate en noviembre de 2014, su primer viaje sobre terreno colombiano, una de las cosas que observó fue que, a diferencia de sus anteriores misiones, “la mayor crisis de Colombia no es el hambre, sino la protección”. En pocas palabras, la falta de seguridad. Pese a haber estado antes en Managua, Colombia es desde aquel suceso “su sorpresa, su descubrimiento particular de América”.

Una sorpresa, porque al llegar con “las lecturas hechas” sobre el proceso de paz, se encontró también con una sociedad con “dudas, preguntas y pesimismo, con grandes retos para salir de un realismo negativo” provocado por “un pasado violento que no permite tener optimismo, debido a otros procesos de paz frustrados”, considera el director del CICR en Colombia. Una extrañeza comprensible para alguien llegado de Europa, que ha visto la guerra y percibe aquí con ilusión un intento por terminarla.

Pero el trabajo de quienes forman parte del CICR, entre otras cosas, es hablar con la gente y contrastar esas sensaciones personales. Algo que recomienda hacer a los delegados más jóvenes “para entender la complejidad de los problemas”, y algo que ha producido que el mismo Harnisch, en contacto con los colombianos, se haya llenado de más preguntas que respuestas: “¿Puede la acción humanitaria ayudar a una población afectada por tanto sufrimiento? ¿La sociedad colombiana realmente quiere cambiar?”.

El trabajador humanitario, cuenta, “siempre tiene el optimismo de que el trabajo que lleva a cabo su organización es útil, pero hay que admitir que uno solo no puede enfrentar un problema como el desplazamiento interno”. El desplazamiento por el conflicto es uno de los retos que, junto a la investigación de personas desaparecidas, el desminado y la crisis de hacinamiento que hay en las cárceles, más preocupan al CICR y son los puntos en los que han decidido trabajar.

Para Harnisch, si compara la labor del Estado con el de la comunidad internacional, es claro que el aporte exterior es pequeño, “y eso es una particularidad de Colombia que te hace ser más modesto”. En contrapartida, admite que las instituciones no funcionan por igual en todo el territorio “y esa es la gran oportunidad del CICR, apoyar y movilizar a las instituciones para que tengan un impacto en la gente”. Pero la duda regresa: “¿Esta sociedad realmente tiene este mínimo de solidaridad?”.

Cuando uno viene de Suiza, explica consciente de dicha comparación, encuentra “chévere ver que aquí se tiene el valor de la familia”. ¿Pero dónde queda el valor del espacio público? En Israel pudo comprobar que si uno tiene un accidente en la calle, todos ayudan. Y ese, a su parecer, es el reto de Colombia, porque “mucha gente vive bien en las ciudades, pero el CICR tiene la disposición de concienciarlos de que su papel es ir a otras zonas, sin petróleo ni oro, a dar apoyo”.

Cambiar “la corrupción de la mente” requiere trabajo, opina. Y al hablar con Harnisch y valorar su trayectoria puede percibirse cuánto tiempo de su vida ha dedicado a reflexionar sobre esa idea. Cada una de sus incursiones le ha enseñado que el problema del mundo “es el individualismo y el egoísmo de las personas con poder”. También que, si erradicar la guerra resulta una quimera, al menos hay que empezar a dar cuenta a los actores de sus consecuencias.

Ninguna guerra es limpia, ni tiene humanidad, pero desde el CICR pide hacerla con inteligencia. “¿Es siempre una solución matar al enemigo?”, plantea Harnisch. “No hay que matarlo necesariamente, tienes el derecho de hacerlo preso y tratarlo bien. El Derecho Internacional Humanitario es interesante porque no sirve para parar un conflicto, sino para humanizarlo”.

Christoph Harnisch es uno de los 79 delegados que tiene el CICR repartidos en cinco continentes. Pese a los conflictos que siguen surgiendo, tiene los zapatos de humanitario bien puestos y mira al mundo con las gafas del realismo, “pues la dificultad humana es tener recetas sencillas para construir algo nuevo, y no tenemos muchas experiencias buenas en la construcción de esa paz”. Para Colombia pronostica, como mínimo, un futuro bueno; lo ve todos los días.

Por Janira Gómez Muñoz

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