Militares y la Comisión de la Verdad (en Colombia), una relación "sui generis"

En el resto del continente, como regla general, los miembros de las fuerzas armadas se opusieron al trabajo de las comisiones de la verdad. Así ocurrió en Argentina, Chile o El Salvador. En Colombia, al contrario, hay directivas para trabajar desde el Ejército en una "narrativa institucional" y proveer material a la Comisión.

Diana Durán Núñez / @dicaduran
27 de agosto de 2019 - 11:00 a. m.
Las fuerzas militares colombianas ya han entregado informes a la Comisión de la Verdad. El Ejército, por ejemplo, entregó uno el año pasado llamado "Génesis". / Mauricio Alvarado - El Espectador
Las fuerzas militares colombianas ya han entregado informes a la Comisión de la Verdad. El Ejército, por ejemplo, entregó uno el año pasado llamado "Génesis". / Mauricio Alvarado - El Espectador

En Latinoamérica, como regla general, las Comisiones de la Verdad y las Fuerzas Militares estuvieron siempre divorciadas. En Colombia, sin embargo, no hay divorcio a la vista. Hija de unas negociaciones de paz en las que militares activos y retirados participaron, la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad (CEV) tiene entre sus 11 comisionados a un militar, el mayor (r) Carlos Guillermo Ospina, algo que no se vio en ningún otro organismo de verdad en el continente. Y el Ejército, por su parte, no tiene intención de alejarse de la Comisión.

Al contrario, quiere hasta ser una de sus fuentes. Así lo dejó saber un documento del Comando de la institución, emitido el pasado 15 de marzo por el general Nicacio Martínez, aunque no es un tema nuevo ni exclusivo de su comandancia. En noviembre de 2018 el general Alberto Mejía, entonces comandante de las FF.MM., emitió el “Plan narrativa marco del conflicto armado colombiano”, el mismo que refrendó el general Martínez cuatro meses después, con el que se estableció que el Ejército debe elaborar productos que puedan servir “de referencia para la comisión”.

Lo que el Ejército quiere, básicamente, es desarrollar líneas de contra-argumentación, poner sobre la mesa casos que considera emblemáticos y visibilizar a militares que, en su concepto, fueron a la vez víctimas del conflicto. Se ha organizado para dejar en la Comisión de la Verdad “constancia de todas las acciones sociales que las Fuerzas han desarrollado”, mientras documenta “las violaciones de los derechos humanos e infracciones del derecho internacional humanitario en las que han incurrido los miembros de las Farc”.

Los documentos oficiales señalan que el Ejército se prepara para llegar a la CEV con una “narrativa institucional”, un tema en el que, según el jesuita Francisco de Roux, presidente de la Comisión, no hay ninguna sorpresa. “Nos parece normal que las instituciones tengan puntos de vista institucionales, incluso nos parece importante que tengan una explicación razonable de la forma como actuaron y un punto de vista propio”, le dijo el religioso a Blu Radio. “Es consistente con la manera como nos hemos relacionado”, agregó.

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Que un comisionado sea militar, el “Plan narrativa marco del conflicto armado colombiano” y las palabras del padre De Roux son tres puntos de partida que se terminan uniendo en una sola idea: la Comisión de la Verdad colombiana no se parece en nada a sus similares de países como Argentina, Chile o El Salvador, en donde también se crearon organismos de esta naturaleza en la transición hacia la democracia. Y, con respecto a los militares, en el caso colombiano, se trata sin duda de una situación sui generis en comparación al resto del continente.

 

El caso argentino

“Los centros de detención, que en número aproximado de 340 existieron en toda la extensión de nuestro territorio, constituyeron el presupuesto material indispensable de la política de desaparición de personas. Por allí pasaron millares de hombres y mujeres, ilegítimamente privados de su libertad, en estadías que muchas veces se extendieron por años o de las que nunca retornaron. Allí vivieron su «desaparición» (…) allí transcurrieron sus días a merced de otros hombres de mentes trastornadas por la práctica de la tortura y el exterminio”.

En este país del Cono Sur, por ejemplo, la Comisión tuvo un mandato de seis meses (en Colombia es de tres años). Se creó con el objetivo específico de “esclarecer los hechos relacionados con la desaparición de personas ocurridos en el país” durante la dictadura de la junta militar, que se tomó el poder en 1976 y fue obligada a dejarlo en 1983. El resultado final fue el reporte “Nunca más”, elaborado por el escritor Ernesto Sábato, al cual los militares se opusieron férreamente desde antes que la Comisión fuera creada.

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La Comisión tenía, entre sus tareas, la de “recibir denuncias y pruebas” sobre desapariciones forzadas “y remitirlas inmediatamente a la justicia”. Así lo indicaba el decreto 187 de diciembre de 1983, con el que el presidente Raúl Alfonsín creó el organismo, el cual nació atado de manos: el mismo Alfonsín había firmado tres meses atrás la ley conocida como “autoamnistía”, con la que se cerraron “las acciones penales emergentes de los delitos cometidos con motivación o finalidad terrorista o subversiva, desde el 25 de mayo de 1973 hasta el 17 de junio de 1982”.

El medio argentino Infobae recuerda que tanto los militares como los sectores políticos de derecha reclamaban “que todos estos intentos por investigar eran obra de la subversión”. En documentos académicos y periodísticos está registrado que las Fuerzas Militares de la época aseguraban que todos los crímenes cometidos durante la dictadura eran “actos del servicio”. El gobierno Alfonsín empezó su gobierno procesando a los nueve comandantes de las Fuerzas Armadas, pero personas como Adolfo Pérez Esquivel, nobel de paz, lo acusaban de no querer “irritar” a los militares.

La Comisión elaboró un informe para la historia, bajo el nombre de “Nunca Más”, cuyo prólogo abre así la discusión del contenido: “A los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas (argentinas) respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido”. Sus miles de páginas dejaron testimonio de los secuestros nocturnos, las torturas, los centros clandestinos de detención (enlistados uno a uno), hasta la complicidad de miembros de la iglesia Católica. La Comisión documentó 8.961 desapariciones, aunque con la claridad de que se trataba de una cifra parcial.

“Luego se presentó otra voz. Dijo ser el coronel. Manifestó que ellos sabían que mi actividad no se vinculaba con el terrorismo o la guerrilla, pero que me iban a torturar por opositor. Porque: «no había entendido que en el país no existía espacio político para oponerse al gobierno del Proceso de Reorganización Nacional» (…) Durante días fui sometido a la picana eléctrica aplicada en encías, tetillas, genital, abdomen y oídos. Conseguí sin proponérmelo, hacerlos enojar, porque (…) no consiguieron que me desmayara”.

El reporte se divulgó a finales de 1984 y los esfuerzos del gobierno Alfonsín fueron aplaudidos por el mundo. Fue su administración la que ordenó enjuiciar a las juntas militares que encabezaron la dictadura de su país. La presión de los militares, no obstante, apareció más temprano que tarde y el resultado fue la Ley 23.492 de 1986, más conocida como “Punto final”. Con esa norma se cerraron de un tajazo todas las investigaciones relacionadas con las “las operaciones emprendidas con el motivo alegado de reprimir el terrorismo” durante la dictadura.

La presión de los sectores militares hacia el gobierno civil argentino no paró ahí. Casi tres años después de que se conociera el “Nunca Más” se promulgó una nueva ley a favor de los militares, conocida como “Obediencia debida”. Esta decía, básicamente, que los militares de rangos medios y bajos actuaron bajo órdenes de sus superiores, y de esa manera quedaban eximidos de responsabilidad en las graves violaciones de derechos humanos que se cometieron en la dictadura. A Argentina le costaría 16 años empezar a reversar estas leyes.

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“La respuesta sistemática a los familiares que inquirían sobre la suerte del hijo desaparecido cuando prestaba servicio, fue que éste había desertado. Es decir, que cada vez que se pedía por su paradero el informe de las autoridades militares se limitaba a consignar: Que el soldado había sido dado de baja de la Institución. 1) Por haber salido de la dependencia en la que prestaba servicio para cumplir una comisión sin haber regresado. 2) Por haber estado de franco sin haberse presentado en tiempo debido a su destino. 3) Por haberse fugado”.

 

El caso chileno

“Yo no amenazo, no acostumbro amenazar. Sólo advierto una vez. El día que me toquen a alguno de mis hombres se acabó el Estado de derecho”. La frase fue consignada por la revista chilena Qué Pasa el 14 de octubre de 1989 y el autor, Augusto Pinochet. Para esa época, el dictador del país austral ya tenía claro que la transición venía: con un referendo celebrado un año atrás, los electores le habían dicho a Pinochet “no” a la idea de que él siguiera en el poder hasta 1997, periodo que él mismo se había designado.

“Si bien durante los últimos meses de 1973 hubo también muchas desapariciones, se trataba en esos casos, por lo general, de un intento de eludir responsabilidades mediante el ocultamiento de los cadáveres de las personas asesinadas. En cambio, los casos de detenidos-desaparecidos del periodo 1974-1977 responden a un patrón de planificación previa y coordinación central que revelan, en su conjunto, una voluntad de exterminio de determinadas categorías de personas: aquellas a quienes se atribuía un alto grado de peligrosidad política”.

Pinochet, comandante en jefe del Ejército de Chile, llegó a ese cargo nombrado por el entonces presidente Salvador Allende en agosto de 1973. En cuestión de semanas, Pinochet había acorralado a Allende en el Palacio de la Moneda, donde el entonces mandatario chileno se habría suicidado. Esa es la versión oficial, aunque sectores de izquierda se niegan a reconocerla e insisten en que los militares lo asesinaron. Quince años más tarde, el regreso a la democracia comenzó a tomar forma. Un regreso que, bien se sabe, tuvo que negociarse con los militares.

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Con Patricio Aylwin, quien ganó las primeras elecciones democráticas después de 16 años de dictadura, nació la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación en 1990, con el propósito de “contribuir al esclarecimiento global de la verdad sobre las más graves violaciones de derechos humanos cometidas en los últimos años, sea en el país o en el extranjero, si estas últimas tiene relación con el Estado de Chile”. Detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas, torturas y ejecuciones “en que aparezca comprometida la responsabilidad moral del Estado”.

“José Cortés tenía 35 años de edad. era casado y tenía dos hijas (…) Pertenecía al Sindicato Campesino Esperanza del Obrero. No tenía militancia política. Fue detenido el día 9 de octubre de 1973 en la localidad de Curriñe por carabineros de Llifén, y llevado por efectivos militares de los Regimientos Cazadores y Maturana, de Valdivia, hasta el sector de los Baños de Chihuío, donde lo ejecutaron y sepultaron clandestinamente junto a otras 16 personas. A fines del año 1978, personal de civil desenterró los cuerpos y los hizo desaparecer”.

El resultado de los nueve meses que le asignaron a este organismo fue el Reporte Rettig (por Raúl Rettig, presidente de la entidad), en el cual quedaron detallados los crímenes de las Fuerzas Armadas chilenas, a pesar de que estas torpedearon el proceso de recolección de datos. Con una salvedad: en el informe no quedó consignado ni un solo nombre de los responsables. Igual, para la época en que se conoció el informe de la Comisión de la Verdad de Chile, 1991, a los colaboradores de la dictadura los cobijaba una ley de amnistía expedida en 1978.

Ni siquiera la transición hacia la democracia logró derogar la ley de amnistía en Chile. En 2014, la entonces presidenta chilena, Michelle Bachelet –quien, en persona, fue víctima junto con su madre de detención arbitraria y torturas en la dictadura–, le propuso al Congreso ponerle fin a esa norma, pero, en 2017, la oficina del alto comisionado de derechos humanos para las Naciones Unidas reportó que seguía vigente. Aunque, desde hace 21 años, la Corte Suprema no la aplica para graves violaciones a los derechos humanos.

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El caso salvadoreño

En Chile, la Comisión de la Verdad no reveló un solo nombre de miembros de las Fuerzas Armadas involucrados en los más atroces crímenes durante la dictadura de Augusto Pinochet. En Argentina se conocieron, pero en privado. Después de esos dos intentos de develar la barbarie del Cono Sur, vino El Salvador a romper el molde, con la identificación individual de al menos 40 responsables de graves violaciones a los derechos humanos durante la guerra civil que azotó a ese país centroamericano de 1980 a 1991. Y los nombres incluían altos mandos militares y altos funcionarios.

“El entonces coronel René Emilio Ponce, en la noche del día 15 de noviembre de 1989, en presencia de y en confabulación con el general Juan Rafael Bustillo, el entonces coronel Juan Orlando Zepeda, el coronel Inocente Orlando Montano, y el coronel Francisco Elena Fuentes, dio al coronel Guillermo Alfredo Benavides la orden de dar muerte al sacerdote Ignacio Ellacuría sin dejar testigos. Para ello dispuso la utilización de una unidad del batallón Atlacatl que dos días antes se había enviado a hacer un registro en la residencia de los sacerdotes”.

“Posteriormente, todos estos oficiales y otros, incluso el general Gilberto Rubio Rubio [jefe del Estado Mayor Conjunto de la Fuerza Armada], en conocimiento de lo ocurrido, tomaron medidas para ocultarlo”.

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En 2003 se lanzó el libro “Comisiones de verdad, ¿un camino incierto”, un extenso estudio comparativo entre las comisiones de la verdad de Argentina, Chile, El Salvador, Sudáfrica y Guatemala. Allí se concluyó que mientras los comisionados y sus equipos hacían su trabajo en El Salvador, “comenzaron las presiones por parte del Ejército para que la Comisión no diera a conocer los nombres de los responsables”. En 1993, respaldada por la ONU y con el expresidente colombiano Belisario Betancur como cabeza de los tres comisionados, se publicó el informe.

“De la locura a la esperanza” se llamó el trabajo final, en el que no solo figuraron los nombres de los militares involucrados en graves crímenes durante la guerra civil. También los de guerrilleros del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional.

“Las siguientes personas, entre otras, integraban el “Núcleo” del ERP en distintos momentos en que fueron asesinados alcaldes dentro del territorio bajo el control del ERP y participaron en las decisiones de llevar a cabo dichas ejecuciones sumarias, por lo cual tienen responsabilidad por las mismas: Joaquín Villalobos (‘Atilio’), Jorge Meléndez (‘Jonás’), Ana Sonia Medina (‘Mariana’), Mercedes del Carmen Letona (‘Luisa’), Ana Guadalupe Martínez (‘María’) y Marisol Galindo”.

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Por Diana Durán Núñez / @dicaduran

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