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El informe que revela la evolución de la justicia en Colombia

El Espectador publica un capítulo del informe 'El derecho a la justicia como garantía de no repetición' que se lanzó en la mañana de este martes el Centro Nacional de Memoria Histórica.

Redacción Judicial
17 de mayo de 2016 - 03:01 p. m.
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El estado de sitio, las reclamaciones de las víctimas y el derecho a la justicia en la excepción (1985–1990)

El año 1985 dejó para la memoria de la sociedad colombiana una de las imágenes más impactantes de su historia: un tanque del Ejército derrumbando las puertas del Palacio de Justicia, tras la toma realizada por 35 guerrilleros del M-19. La imagen es impactante por sí misma, pero también por la contundencia y potencia expresiva con la que logra representar dos de los rasgos más prominentes del Estado de ese entonces, en relación con las condiciones en que debía satisfacerse el derecho a la justicia.

La imagen del tanque irrumpiendo en el Palacio representa el nivel de autonomía que había alcanzado la Fuerza Pública en el manejo de los asuntos de orden público, gestada desde la década de los sesenta bajo la aplicación de la Doctrina de la Seguridad Nacional e institucionalizada bajo la legislación del estado de sitio, cuya máxima expresión normativa fue el Estatuto de Seguridad expedido en 1978 por el gobierno de Julio César Turbay Ayala (Cabarcas, 2011, página 19 y siguientes).

En contraste, la imagen del Palacio en llamas simboliza la debilidad y vulnerabilidad del sistema judicial responsable de la satisfacción del derecho a la justicia, así como sus dificultades para enfrentar las diversas fuentes de la violencia y sus actores. Según los estimativos del gobierno de Virgilio Barco Vargas, solo el 20 por ciento de los crímenes llegaban al conocimiento de las autoridades, y de estos solo el 4 por ciento obtenía una sentencia (Tirado, 1989, páginas 66-67). Se trataba, además, de un sistema asediado él mismo por la violencia: entre 1979 y 1991, 290 personas en cumplimiento de funciones judiciales fueron asesinadas; y en una encuesta realizada en 1987, 25,4 por ciento de los jueces y juezas manifestaron haber sido objeto de amenazas, de manera directa o contra sus familiares, en razón del ejercicio de las funciones jurisdiccionales a su cargo (Vélez, Gómez de León y Giraldo, 1987, página 69).

La masacre de La Rochela, perpetrada el 18 de enero de 1989 en contra de la comisión de funcionarios judiciales que investigaba, entre otros hechos, la desaparición forzada de 19 comerciantes en la región del Magdalena Medio, fue otro de los episodios emblemáticos y representativos de la problemática situación que el sistema judicial afrontaba durante este periodo (CNRR/GMH, 2010).

En el lustro posterior a la Toma del Palacio de Justicia, la violencia contra la población civil se intensificó de modo dramático.

En 1986, se duplicaron los asesinatos políticos y las desapariciones forzadas con respecto a lo ocurrido en 1985, y después de 1986 las cifras continuaron en aumento año tras año.

Solo en 1988 los grupos paramilitares perpetraron al menos 27 masacres (cuatro o más víctimas). En cinco de ellas fueron asesinadas en promedio más de 20 personas (Comisión Andina de Juristas, 1990, páginas 201-203) (ver Recuadro 2). En estos años también tuvo lugar el asesinato sistemático de militantes, lideresas y líderes de la Unión Patriótica, partido político que apenas se había constituido jurídicamente en 1986 en virtud del acuerdo celebrado entre el gobierno y las FARC (CIDH, 1997). Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo Ossa, ambos candidatos presidenciales de este partido, fueron asesinados, en octubre de 1987 y en marzo de 1990, respectivamente. A sus muertes se sumaron los asesinatos de ocho congresistas, 13 diputados, 70 concejales, 11 alcaldes y muchos militantes de este partido (GMH, 2013, página 142).

Igualmente durante este periodo fueron asesinados activistas sociales y de derechos humanos, entre otros, Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur Taborda, dirigentes del Comité Permanente para la Defensa de los Derechos Humanos de Medellín, en agosto de 1987; y en 1990, tras la desmovilización del M-19, fue asesinado Carlos Pizarro Leongómez.

Un elemento de análisis que debe tomarse en cuenta en el contexto descrito es la influencia de la Doctrina de la Seguridad Nacional en las Fuerzas Militares, según la cual “la guerrilla [era] apenas un apéndice de la subversión” (Zafra, 1987, página 39).

Por lo tanto, para el Estado el mayor peligro provenía de la denominada guerra política, entendida como el conjunto de acciones subversivas orientadas a obtener la simpatía y apoyo de las masas.

Asociada a esta doctrina se construyó la noción de enemigo interno, que fue precisamente la que terminó definiendo el blanco de la guerra sucia que se desató a finales de los años ochenta. Esta guerra sucia se dio en un contexto de abierto reconocimiento de la legitimidad de la conformación de grupos de autodefensa por parte de altos miembros del Estado1, así como de la existencia de un marco legal que permitía la participación de civiles armados en acciones militares2. Así, en 1987 se aprobó el Reglamento de combate contraguerrillas (Manual EJC-3-10), que reconocía el apoyo de las Juntas de Autodefensa en la lucha contrainsurgente (GMH, 2013, página 139). Pero además de eso, para la época había evidencias de la participación de militares en los grupos paramilitares.

Según el informe de la Procuraduría General de la Nación sobre el grupo paramilitar “Muerte a Secuestradores MAS”, presentado en febrero de 1983, de los 163 miembros de ese grupo, 59 eran integrantes de las Fuerzas Armadas (Procuraduría General de la Nación, 1987, página 169). Solo en 1989 el gobierno de Virgilio Barco ordenó enfrentar a los grupos paramilitares, constituyendo para tal efecto un cuerpo especial armado. Igualmente el Gobierno suspendió, mientras durara la perturbación del orden público, las normas que favorecieron la conformación de grupos paramilitares4. Sobre este mismo aspecto se pronunció la Corte Suprema de Justicia (CSJ, Sentencia 022/1989, mayo 25) declarando inconstitucional parte del marco normativo que favorecía la conformación de estos grupos. En concreto, dispuso retirar del ordenamiento jurídico el parágrafo 3 del artículo 33 del Decreto 3398 de 1965.

A la intensa violencia contra militantes de izquierda en el marco de la guerra sucia que también impactó el proceso de negociación del gobierno con las FARC (Colombia, Defensoría del Pueblo, 1992), se sumó la violencia desatada por las guerrillas, particularmente de las FARC, tras la ruptura de las negociaciones y de la tregua en 1987, así como la violencia derivada del Cartel de Medellín con atentados terroristas y ataques contra dirigentes políticos y altos funcionarios del Estado. Solo en 1989 el Cartel ejecutó tres atentados de gran magnitud: el carro bomba contra el edificio del DAS, el dirigido contra el periódico El Espectador y el del avión de Avianca. Entre los asesinatos se cuentan el del Procurador General de la Nación, Carlos Mauro Hoyos, en enero de 1988; el de Luis Carlos Galán, candidato presidencial por el Partido Liberal, en agosto de 1989; y el de los ministros de justicia Rodrigo Lara Bonilla, en 1984, y Enrique Low Murtra, en 1990, a los cuales debe sumarse el frustrado atentado contra el también ministro de justicia, Enrique Parejo González, en 1987 (GMH, 2013, página 145).

En medio de este contexto de violencia y de las violaciones sistemáticas de los derechos y libertades de las personas, emergió la lucha por la justicia por parte de las víctimas, familiares y organizaciones de derechos humanos. Y ese contexto determinó, además, buena parte de las actuaciones del Estado, las cuales impactaron de distintas maneras las posibilidades u obstáculos de satisfacción efectiva del derecho a la justicia de las víctimas de graves violaciones de derechos humanos.
 

Por Redacción Judicial

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