Una mujer de Kazajistán atrapada en Colombia

Yuliya Mokrushina conoció en Dubái a su esposo colombiano. Hoy, divorciada de él por maltrato, quiere volver a su país, pero no puede porque su hija de un año de edad carece de pasaporte kazako.

El Espectador
10 de marzo de 2017 - 03:45 a. m.
Yuliya Mokrushina tiene dos hijos. La niña, colombiana de nacimiento, no cuenta con visa, requisto indispensable para entrar a Kazajistán.   / Nelson Sierra
Yuliya Mokrushina tiene dos hijos. La niña, colombiana de nacimiento, no cuenta con visa, requisto indispensable para entrar a Kazajistán. / Nelson Sierra
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En octubre del año pasado, el consultorio jurídico de la Universidad del Rosario recibió una particular visitante. Era Yuliya Mokrushina, una ciudadana de Kazajistán, quien entró a la oficina sin hablar mucho español y con un gran interrogante entre las manos: ¿cómo lograr salir de Colombia? En principio, parecía una consulta cualquiera sobre un trámite migratorio. Su historia completa, sin embargo, es ahora todo un reto para quienes tratan de ayudarla.

Yuliya Mokrushina nació en octubre de 1980 en lo que hoy se conoce como Rusia. Habla ruso, inglés, francés y un poco de español. Cuando cayó la Unión Soviética, en 1991, ella tenía 11 años y se instaló con su familia en Kazajistán, el noveno país más grande del mundo con frontera entre China y Rusia. Vive en Colombia hace dos años. Pero desde que llegó todo ha sido una pesadilla.

Camilo Mendoza*, hoy su exesposo, la convenció de venir al país después de un año de noviazgo. Lo conoció en 2014, cuando trabajaba en una oficina para clientes rusos de una agencia de viajes en Dubái (Emiratos Árabes). Él era un guía designado para hacer recorridos con turistas hispanohablantes. Ella, licenciada en inglés y francés, era agente ejecutiva y se encargaba de planear viajes. La promesa de formar una familia fue el premio mayor que el colombiano le ofreció a la kasaka.

Al comienzo la cumplió. Le enseñó a nadar a su hijo. Le explicó también a sentir cuando el viento sopla lo suficiente para echar a volar una cometa. Incluso, cuando viajaron a Kazajistán para conocer a la familia de Yuliya fueron a la oficina de protección de menores de edad para firmar los papeles de adopción. El funcionario que los atendió le dio la primera advertencia a Yuliya: “No haga esto. Sólo lo conoce hace seis meses y de la experiencia que tenemos, las relaciones así no funcionan. Piense en su hijo antes de seguir con el papeleo”.

“Pero eran muchos papeles. Él necesitaba presentar un certificado laboral en Kazajistán y en esa época nuestros planes no eran vivir allá. Dejamos esa idea de la adopción allá. Pero seguía contenta, pues él demostró nuevamente su voluntad de ser el papá de mi hijo con o sin papeles de adopción”. Regresaron a Dubái y la crisis económica en los Emiratos ya se sentía en la casa de Yuliya. Mientras definían sus planes, llegó el turno de ella de visitar a la familia colombiana.

“Todo salió perfecto. Pagué los pasajes y viajamos juntos. Él se encargó de organizar el viaje para que conociera a toda su familia y para que viera con mis propios ojos la realidad del país en el que quizá podíamos venir a vivir”, cuenta. Reservó un hotel cerca del Parque de la 93 en Bogotá. Ella trajo regalos para todas sus tías y familiares. El viaje la terminó de convencer de la posibilidad de venirse permanentemente con sus hijos. Él la convenció de que con los ahorros que tenían podían robustecer el negocio de chorizos que decía tener en Bogotá.

Mientras las promesas de una familia unida convencían a Yuliya, Mendoza ya empezaba a mostrar las primeras señales de que algo no estaba bien. “Me pedía prestada mucha plata para enviar a Colombia. Me decía que era para pagar los salarios de los trabajadores del negocio. Calculo que en total le di US$27 mil. Nunca volví a ver ese dinero, pues después me enteré de que tenía un préstamo millonario en un banco en Dubái y estaba mandando toda la plata para pagar la deuda”.

No se dio cuenta de los líos económicos de Mendoza hasta mucho tiempo después de su venida a Colombia. Cuando llegaron, en agosto de 2015, Yuliya cumplía ya dos meses de embarazo. Vendió todo antes de viajar y Mendoza, de nuevo, le pidió el dinero para invertir en el local de comida. “Creo que alcancé a ahorrar USD$20 mil. Se lo di todo y después me enteré de que el banco también se lo quitó todo. Le compré además toda la ropa para viajar a Bogotá porque sabía que necesitaba una chaqueta y zapatos adecuados para el clima”, dice.

“Llegamos y todo fue diferente. El hotel que reservó estaba en un barrio muy diferente al del Parque de la 93 en donde nos habíamos quedado la primera vez”, dice. Era en Ciudad Montes, un barrio en la localidad de Puente Aranda, en el occidente de Bogotá, y estando allí comenzó lo que se convertiría en una serie de amenazas en contra de Yuliya y su hijo. “Me dijo que teníamos que ahorrar mucha plata y que no podía ir al médico a hacerme los chequeos obstétricos porque eso costaba mucho. Duré casi cuatro meses con un dolor insoportable. Yo no hablaba español, tampoco tenía con quién dejar a mi hijo y no tenía dinero para ir a donde un médico privado”.

La razón de su dolor, se lo confirmó un médico al que finalmente pudo visitar, era una infección que puso en riesgo al bebé. Le recomendaron ir a la Clínica de la Mujer para hacerse más chequeos, pero, de nuevo, Mendoza le dijo que no y a su amenaza le añadió que, como era extranjera, no tenía ningún derecho en Colombia. Al abuso físico, psicológico y económico se le sumaron pronto golpes y ahorcamientos. Era experto en jiu-jitsu, cuenta Yuliya, un arte marcial japonés que le permitió durante mucho tiempo hacerle daño sin dejar ninguna marca. Como si fueran poco los episodios de violencia, cuenta Yuliya que por la época en que empezaron las golpizas, también comenzó el consumo de marihuana y cocaína.

“Me ahogaba con su cuerpo. Tenía una forma muy específica de pegarnos en la cabeza. Pero había momentos de descontrol en el que también nos agredió, a mi hijo y a mí, con su cinturón”, dice. Pidió ayuda a gritos. Sus vecinos, al comienzo, llamaron a la Policía. Pero Mendoza siempre encontró la forma de evadir a la autoridad. “Me decía que si lo denunciaba nadie iba a cuidar de mi hijo. Y que, además, si lo cogía la Policía, el Bienestar Familiar me iba a quitar al niño y esa idea me daba pavor”, cuenta.

La niña nació sana en la Clínica de la Mujer en marzo del año pasado. Logró llegar a esa clínica sin el consentimiento de Mendoza, quien, en últimas, pagó $7 millones por la cesárea. La bebé trajo un poco de tranquilidad. El abuso mermó unos meses, sobre todo en mitad de año cuando la mamá de Yuliya viajó a Colombia para conocer a su nieta. Pero en cuanto pisó el avión de regreso, las cosas empeoraron. “Los golpes eran a diario. No quería que saliera de la casa, sólo quería que lavara y cocinara”, cuenta.

Los vecinos, al comienzo, siguieron llamando a la Policía. “Yo gritaba ayuda en todos los idiomas posibles. Pero yo nunca les pedí que se lo llevaran y los agentes nunca volvieron”. A los siete meses de salir de la clínica, en octubre de 2016, los golpes llegaron al límite. Una noche, con la bebé en brazos, Mendoza la atacó a puños. “Mi reacción fue protegerla. La abracé mientras me gritaba que me la iba a quitar y que nunca la iba a volver a ver. Estaba loco”, cuenta.

Después de esa noche, y sin importar la estabilidad económica que le brindaba su esposo, Yuliya decidió que no podía seguir conviviendo con un hombre así. Le comentó su situación a una profesora de español de la Universidad Nacional y ella le recomendó que preguntara en la Universidad del Rosario si su consultorio jurídico, especializado de violencia intrafamiliar, podía ayudarla. Con un español apenas de nivel básico llegó al centro. Presentó su caso a las abogadas y así comenzó su batalla legal y burocrática para, primero, sacar a Mendoza de su vida y regresar a su país.

Ha sido una pelea interminable. El divorcio lo consiguió en enero pasado. Conociendo los ingresos de Mendoza, Yuliya sólo pidió $100 mil de manutención para su hija porque temía que, si pedía más, no iba a conseguir el papel. Aunque no era mucho dinero, la estrategia no parecía ilógica, pues el objetivo de su defensa y de ella misma era salir lo más rápido posible de Colombia. Lo único que hacía falta era el permiso de salida de Mendoza para que la niña pudiera salir del país. Llegó por fin a finales de enero.

Con los ahorros que le quedaban, Yuliya consiguió los tres pasajes. La ruta: Bogotá, Panamá, Ámsterdam y, finalmente, Astaná -la capital de Kasajistán. Más de 22 horas de viaje con dos niños menores de siete años. Embarcaron el avión de Copa Airlines en El Dorado. Llegaron hacia medianoche a Panamá y ahí se dio cuenta de que su pesadilla estaba lejos de terminar. Una funcionaria panameña le preguntó sobre la visa o el pasaporte kazako de la bebé. Nadie, ni en el aeropuerto ni en la agencia de viajes, le advirtió que los colombianos necesitan permiso para entrar a ese país.

“Fui muy ingenua. Tenía el recuerdo del viaje de Camilo a Kazajistán y nunca le pidieron nada. Después me enteré de que había viajado con su pasaporte uruguayo y que los colombianos sí necesitaban visa”, dice. Los devolvieron en un vuelo a la madrugada y aquí, sin un lugar para pasar la noche, Yuliya llamó a la familia de Mendoza en busca de ayuda. Y la ha recibido hasta el día de hoy mientras resuelven los papeles para la visa de la niña, un proceso burocrático que la tiene atrapada en suelo colombiano.

En Colombia, no hay consulado ni embajada de Kazajistán. La más cercana está en Brasil, en donde ya se encuentra el caso de Yuliya y los funcionarios hacen los posible por darle la visa a la niña lo más pronto posible. Para hacerlo, la bebé necesita una invitación de su abuela quien la deben enviar junto con el registro de nacimiento, el divorcio de sus papás y su permiso de salir. Todos están en perfecto orden, con su respectivo apostillaje, en el consulado.

Pero Kazajistán, no acepta el tipo de apostillaje digital que se maneja desde hace un tiempo en Colombia. Le pidieron a Yuliya -como si no fuera suficiente con todo lo que ha vivido- que le pidiera a la Cancillería colombiana que enviara un certificado que explicara que en Colombia efectivamente, el tipo de apostillaje que se realiza es digital. A toda carrera, el Ministerio de Relaciones envió la carta a la Embajada de Colombia en Brasil y ahora, están a la espera de que las autoridades de Kazajistán den el visto bueno para darle, por fin, la visa a la niña.

Mencionar nombres, lugares y fechas es, para Yuliya, aterrador. Las 24 horas del día se las pasa pensando en que, en cualquier momento, va a perder el permiso de salida o la custodia de sus niños. Teme por su vida, pues dice que no está segura de los límites de Camilo Mendoza. “Para mí no tiene sentido quedarme aquí. Por más que me insistan. Pienso en el futuro de mis hijos y de mi carrera también. Aquí no tengo nada. Necesito irme pronto”, dice.

*Nombre modificado por solicitud de Yuliya Mokrushina.

Por El Espectador

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