“Vi gente vomitando lodo”: el relato de un médico tras la tragedia de Mocoa

En medio del llanto, los gritos y el dolor de los pacientes, el personal médico de Mocoa atendió en agotadoras jornadas a cientos de heridos que dejó el desastre natural. Julián Ramírez le contó a El Espectador su experiencia.

Cristian Steveen Muñoz /@CristianSteveen
05 de abril de 2017 - 06:33 a. m.
Julián Ramírez, médico rural egresado de la Universidad Santiago de Cali, uno de los galenos que ayudó a salvar vidas humanas en Mocoa. / Gustavo Torrijos
Julián Ramírez, médico rural egresado de la Universidad Santiago de Cali, uno de los galenos que ayudó a salvar vidas humanas en Mocoa. / Gustavo Torrijos
Foto: GUSTAVO TORRIJOS

Los médicos juegan un papel trascendental para salvar vidas. Sus decisiones tienen especial importancia en casos como una catástrofe natural de grandes proporciones, pues son los que determinan los procedimientos para salvar todas las vidas posibles. Julián Ramírez es médico de la Universidad Santiago de Cali. En el momento de la avalancha en Mocoa se encontraba en su casa, pero un mensaje enviado por la subgerente del hospital José María Hernández a un chat grupal, decretando emergencia hospitalaria, lo obligó a atender una calamidad pública. Este es su relato de esa noche imposible de olvidar.

“El viernes inicié turno a las 7 a.m. y me correspondió el quirófano. Me tocaba ayudar y recuerdo muy bien que toda la mañana se me fue en tres cirugías de ortopedia. Salí a almorzar y cuando volví llegó un señor que se había caído de un árbol. El paciente estaba lleno de espinas por todo el cuerpo y presentaba mucho dolor. Le aplicamos anestesia y empezamos con otros compañeros de trabajo a retirarle las espinas. Se me fue toda la tarde. Cuando me estaba cambiando escuché una leve brisa y dije: ‘Va a llover y está fresco. ¡Qué rico!’. Luego salí para mi casa, ubicada a unas pocas cuadras del hospital, y comí mientras esperaba a mi novia.

Recuerdo que a eso de las 11 de la noche empezó a llover fuerte. Una hora y media después se fue la luz y en esos momentos la gente empezó a hablar. Salí al balcón de mi cuarto y vi gente con baldes sacando el agua de sus casas; las calles parecían lagunas. El sábado, a las 12:07 a.m., Ruby Alexandra Jajoi, subgerente científica del hospital, envió un mensaje de Whatsapp al grupo de médicos, declarando la emergencia hospitalaria y pidiendo ayuda en el hospital. Cuando vi ese mensaje pensé que algo estaba pasando y la situación, al parecer, era grave. En esos momentos no tenía ni idea de la magnitud de la catástrofe ni de lo que había pasado.

Me alisté, salí, saqué mi teléfono y empecé a alumbrar las calles para llegar al hospital. Vi mucho caos desde la calle San Francisco, muchas ambulancias y mucha gente deambulando. Cuando entré empecé a ver personas bañadas en barro, llorando, sin ropa. Desde la entrada del servicio de urgencias ya estaba lleno. El hospital estaba totalmente colapsado; era una escena de terror por la cantidad de heridos.

Recuerdo que una de las primeras cosas que vi fue una mujer herida llena de barro en los ojos; no podían ver nada y estaba vomitando lodo. Era algo desgarrador. Me pregunté: ‘¿Qué está pasando? ¿Por qué la gente está así?’. Luego, una enfermera de preconsulta me dijo que la fuera a ayudar con unos pacientes en pediatría.

Mi primera paciente fue una niña que llegó al hospital sin familiares y, como no se sabía nada de ella, se colocó como N.N. Tenía nueve añitos y le dije: ‘Hola, princesa, ¿cómo estás? ¿Qué te pasó? ¿Qué te duele? ¿Algo te molesta? ¿Estás herida en alguna parte? ¿Puedes respirar? ¿Sientes algo?’, y me dijo: ‘No’. Lo único que sentía era que le dolían mucho los pies y la espalda, cuando la revisé tenía múltiples laceraciones en sus piernas, un edema en el tobillo derecho, estaba muy golpeada y traumatizada. Le hice un lavado en los ojos y le dije a una enfermera que le colocara medicamentos. Nunca se me pasó por la mente que fueran a llegar pacientes mucho más graves: los que la avalancha arrastró, pero que lograron aferrarse de algo.

Empezó a llegar muchísima gente. Lo máximo que me podía demorar con cada paciente era cinco minutos, máximo diez, y una de las prioridades para nosotros fueron los niños que estaban más graves. Mi siguiente paciente fue otra niña, de 12 años. La examiné y tenía una herida en la frente, múltiples heridas en el cuerpo, y cuando le pregunté qué le había pasado, me dijo que la mamá, al momento de la avalancha, la tenía sujetada y de un momento a otro la perdió. Le di antibiótico y seguí con otra. Por mis manos pasaron muchos pacientes: adultos que tenían heridas expuestas, fracturas en su cuerpo, niños desnudos cubiertos de lodo, mujeres con fracturas en todo el cuerpo. Fue impactante para mí. Una de las personas que más me marcaron fue una mujer que, en el afán de salir con vida de la avalancha, se cayó y se fracturó un brazo. Como pude la inmovilicé.

El turno se fue poniendo peor. Cada dos minutos llegaba una ambulancia con heridos. Los pacientes se valoraban, los bañábamos si era el caso y los acostábamos en una camilla para atenderlos. Llegaban pacientes críticos para reanimar, como una mujer que llegó sin signos vitales e intentamos reanimarla durante 15 minutos, pero no respondió. Así como yo, a muchos médicos acá les tocaron otros pacientes difíciles, que no sobrevivieron, que intentamos salvar, pero que no respondieron a pesar de todo lo que hicimos. Así fue transcurriendo la noche, en la que nunca tuvimos descanso. Sólo trabajábamos atendiendo los pacientes, mirando qué necesitaban.

A las 6:30 de la mañana del sábado yo estaba agotado por el turno que también había hecho el viernes en el día. Tenía que dormir algo porque tenía que volver en la noche a trabajar. Le dejé al jefe del servicio una lista con los pacientes que requerían lavado quirúrgico urgente y me dijo que él se encargaba de revisarlos. Cuando salí del servicio era otra escena de terror a la que había entrado: no había espacio para la gente, los pasillos estaban llenos y apenas podía movilizarme. Los médicos de la mañana llegaron y me fui a descansar para volver en la noche a seguir salvando vidas”.

Por Cristian Steveen Muñoz /@CristianSteveen

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