Camino a la libertad gracias a una bióloga y un veterinario

Diana Barón y Carlos Parra son dos ambientalistas que luchan contra el tráfico ilegal, la cacería y el mortal encuentro entre la fauna y el progreso humano en un rincón de los llanos orientales.

Alfredo Molano Jimeno
25 de octubre de 2018 - 03:07 a. m.
El mono es considerado “carne de monte”, apetecida para el consumo humano en el Meta.  /Fotos: Cortesía Reserva Yurumí
El mono es considerado “carne de monte”, apetecida para el consumo humano en el Meta. /Fotos: Cortesía Reserva Yurumí

Desde temprana edad nos enseñan a distinguir al elefante, la cebra o la jirafa. Sabemos qué come un oso panda y cómo imitar el rugido de un tigre de bengala. Animales que no viven en Colombia pero que sí invaden el mercado de juguetes, programas de televisión o libros infantiles. En cambio, nunca nos hablan de los osos hormigueros, los ocarros, o el tigre mariposo. No sabemos que en este país existen animales únicos, como la danta o el delfín de río. Este desconocimiento ha sido el mejor aliado del tráfico de fauna, de la cacería y domesticación de animales silvestres. Un enemigo silencioso que atenta contra la principal riqueza de Colombia: su biodiversidad.

Tan invisible es el drama de la desaparición de las especies endémicas, como anónima es la lucha que libran los ambientalistas en el país. La Orinoquía y la Amazonia son la gran reserva de especies del mundo, pero a la vez vienen sufriendo una deforestación vertiginosa. La consecuencia de esto, al menos en animales en vía de extinción, es el desplazamiento de sus hábitats originarios, lo que aumenta el tráfico ilegal, la domesticación, la cacería ilegal y su muerte por el choque con el “progreso” humano.

En los llanos del Meta, por ejemplo, las carreteras de última generación han traído el aumento del atropellamiento de caimanes, osos hormigueros o zorros. La desaparición de los morichales y selvas, cambiadas por potreros para ganadería, cultivos extensivos de agroindustria o pozos petroleros, ha producido un desplazamiento forzado animal incalculable. Es por eso también que muchos de estos animales terminan domesticados en casas de campesinos y comunidades indígenas.

Diana Barón y Carlos Parra dedican sus días a enfrentar este problema. Ella es una bióloga llanera que trabaja en el Parque Natural Los Ocarros, y él es un médico veterinario santandereano que se encarga del tema en Cormacarena. Para ambos, el esfuerzo de sus estudios y las frustraciones de luchar contra un fenómeno complejo, mucho más grande que ellos, se paga cuando hacen una liberación.

Es sábado en las serranías de Yurumí, una reserva de la sociedad civil que se ha convertido en un refugio de animales silvestres en Puerto López (Meta). Diana y Carlos traen en una camioneta un nuevo grupo de animales rehabilitados para liberarlos en este corredor biológico, que alberga el río Yucaó. Allí están: un yurumí (oso hormiguero) que fue atropellado, dos zorros grises que vivían como mascotas en una casa campesina, dos puercoespines que iban a ser traficados en el exterior, dos tortugas morrocoy, dos zarigüeyas y dos armadillos que fueron decomisados a cazadores furtivos y un búho que fue golpeado por un carro. Ninguno escapa rápido de las cajas en las que vienen, parece que no creyeran en ese asomo de libertad.

“En Cormacarena recibimos al año entre mil y mil doscientos animales que fueron traficados. De esos, logramos rehabilitar entre 250 y 300 animales, que son los que finalmente son liberados. Se calcula que por cada diez animales extraídos de su medio natural solamente uno vuelve a la vida silvestre. La tasa de mortalidad es altísima. Los cazadores y traficantes no tienen criterio para manejar especies, los meten en tubos de PVC, en costales, llegan ciegos, como las zarigüeyas que ven acá. Es muy duro”, explica Carlos, quien ha pasado los últimos 14 años combatiendo el tráfico de animales silvestres.

Diana se encarga, desde el Parque Nacional Los Ocarros, de acompañar el proceso de rehabilitación. “Lo primero que les hacemos es una valoración desde la parte médico-veterinaria, nutricional y biológica. Con eso elaboramos un concepto técnico del estado en el que ingresan los animales, que define si son aptos para ser rehabilitados y regresar a la libertad o si necesitan un espacio controlado”, explica. No todos los animales tienen la suerte de ser liberados. Hay algunos que tienen un alto grado de humanización y requieren un sitio adecuado para no morir. “A ellos los ubicamos en núcleos Amigos de la Fauna, que se han inscrito previamente y han demostrado ser buenos espacios para esto”, agrega Diana.

En promedio, un animal dura entre 80 y 90 días en el proceso de atención, valoración y rehabilitación; sin embargo, algunos duran mucho más tiempo. “Nos llegan casos de animales que están habituados a comer Bon Bon Bum, a tomar cerveza, a usar pañales. Habituados al trato con los humanos, reciben voces de mando y responden a ellas. Cambiar esos hábitos es un trabajo muy difícil. Cambiar la dieta chatarra y regresar a sus hábitos silvestres es de paciencia y conocimiento”, puntualiza Carlos.

Al final del proceso, los caminos que quedan son tres: las liberaciones, las reubicaciones en fincas amigas o la eutanasia. Este último es el más triste para el equipo de profesionales que los atienden, pero hay casos en que estos animales son un riesgo para la salud pública, porque son portadores de enfermedades de gran impacto, como rabia, tuberculosos o parásitos externos.

“En lo nutricional, por ejemplo, cada especie tiene unos requerimientos. Por ejemplo, el yurumí (oso hormiguero) atropellado en la vía de Barranca de Upía, que tuvo una fractura en una mano, no podía caminar. El concesionario vial recibió la denuncia de que el animal estaba tirado en la carretera y contactó a Cormacarena. Por esto fue trasladado al parque. Durante tres meses estuvo en recuperación. Se le puso una férula y constantemente fue llevado a termiteros para que no perdiera la habilidad de alimentarse solo, también se le suministró una dieta con alta cantidad de vitamina K, porque no podíamos conseguir las cerca de 30 mil y 40 mil hormigas que debe comer. No podemos conseguir esa cantidad, pero sí le damos la dieta con alta cantidad de vitamina K, por ejemplo”, narra Diana.Carlos comenta que “el tráfico de especies en Colombia y el mundo sigue siendo negocio. En materia de política pública, hace mucha falta un impulso a la educación ambiental dirigida a todos los segmentos de la población, a los gremios, a las comunidades campesinas, indígenas, afrocolombianas para que ellos empiecen a disminuir las prácticas que promueven el tráfico de especies. La mayor parte de los traficantes no cazan, sino que compran animales. Y los cazadores que están en los territorios, son quienes conocen los senderos de movilidad de los animales silvestres, saben dónde duermen y toman agua. A esos cazadores hay que empezar a educarlos. No es un asunto de leyes o de cárcel sino de educación”.

Una guacamaya puede costar de $15 a $20 millones en el sur de Florida, que es uno de los destinos más importantes de tráfico de fauna. Un morroco (tortuga) bebé puede costar 40 o 45 euros en Barcelona. “Son animales que utilizan como mascotas. Como hay quien compra, hay quien vende. La fauna silvestre no es mascota”, sentencia el funcionario de Cormacarena.

En el Meta, el cuarto departamento más extenso del país y uno de los cinco más biodiversos, también hay mercado de carne de monte, o de marisca, “donde las especies apetecidas son la lapa, el armadillo, el chigüiro, dantas, venados, marimondas”, explica con preocupación Carlos.

Como si fuera poco, hoy la agroindustria acaparó el paisaje llanero. Esto ha producido que la fauna silvestre se desplace y se concentre en pequeños espacios de conservación, como es el caso de la finca Yurumí. “Todos los seres vivos buscamos alimentos, posibilidades de reproducción y tranquilidad, por eso hay que seguir trabajando en esto”, concluye este llanero por adopción que todos los días lucha contra la desaparición de los animales silvestres en los Llanos Orientales.

Por Alfredo Molano Jimeno

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