Crónica desde el humo de Melbourne

Hasta noviembre, los incendios de los bosques de Victoria y de Tasmania se sentían en la ciudad "desde la comodidad de nuestra sala". Pero desde enero, el aire hizo que se empezara a percibir en las ciudades un poco de la magnitud de esta tragedia.

Vanessa Molina Medina
23 de enero de 2020 - 03:24 p. m.
Arriba: Vista desde nuestra ventana el 19 de diciembre de 2019. Abajo: Vista desde nuestra ventana el 6 de enero de 2020. Lo que parece neblina es humo. / Vanessa Molina
Arriba: Vista desde nuestra ventana el 19 de diciembre de 2019. Abajo: Vista desde nuestra ventana el 6 de enero de 2020. Lo que parece neblina es humo. / Vanessa Molina

Hoy comenzó el Abierto de Australia. A esta hora está jugando Naomi Osaka. Y claro que estoy viendo el partido. Sí, en Melbourne. No, no en el estadio. Lo veo por televisión, desde la sala de mi casa como cuando lo veía desde Bogotá. Igual que como he visto los incendios: por televisión, por internet en las páginas de los medios, o por WhatsApp. Seguro he visto las mismas fotos que han visto mi familia y amigos en Colombia. Lo que sí he vivido de primera mano ha sido el esmog de los incendios.

El miércoles pasado en la mañana, me alistaba para salir de mi casa como siempre: de afán y escogiendo a último minuto lo que me iba a poner. Para no salir con una media de un color distinto a la otra, subí el black out para que entrara luz, y mientras halaba la cuerda y el black out se enrollaba, en la pared se empezó a reflejar una luz roja. Miré por la ventana para confirmar de dónde venía. Por supuesto era el sol (¿qué más esperaba?). Pero el sol estaba rojo, y no como en un atardecer de esos que se quieren conservar en una foto. El sol era rojo de forma sobrecogedora, aterradora. 

Eran las siete de la mañana, y el esmog de los incendios de los bosques de Victoria y de Tasmania, que siguen ardiendo a kilómetros de aquí, cubrían la ciudad. En el horizonte estaba el sol, con su halo entre rojo y anaranjado que dejaba entrever los edificios que quedan a cinco cuadras de aquí. Ese día mi ventana se convirtió en el marco de un cuadro apocalíptico. Solo al acercarse a la ventana se sentía el olor a quemado. El aire se sentía denso aunque teníamos las ventanas cerradas. La recomendación de las autoridades estatales para esos días era no salir. 

Aquí en Melbourne, hemos visto y leído desde agosto las noticias sobre los incendios. Hasta noviembre todo había sido muy ‘aséptico’ desde aquí, desde la ciudad. Pero la historia es otra desde enero. El aire hizo que en las ciudades la gente empezara a percibir, ya en carne propia, al menos un poco de la magnitud de esta tragedia. El aire se encargó de hacer visible y tangible lo que desde agosto todos veíamos ‘desde la comodidad de nuestra sala’. El miércoles, mientras me alistaba para salir, recordé a Svetlana Aleksiévich en su introducción a las crónicas sobre Chernóbil. Pensé en la impotencia e incertidumbre que generan este tipo de eventos con consecuencias que trascienden las fronteras geográficas, y que cambian por completo la forma en la que nos pensamos como habitantes de este planeta. 

Sí, el humo y el esmog son incómodos y la atmósfera que crean es aterradora, pero eso no es nada comparado con la situación de quienes están en las zonas de los incendios. Los que viven ahí, los turistas, los animales. Sentir el terror de estar frente al fuego incontrolable no es una experiencia deseable. Se deja de creer en la humanidad cuando, dentro de las causas de esta crisis está la apatía de unos cuantos, muy poderosos, que no han entendido que ni el poder ni el dinero servirán cuando el planeta se nos acabe. 

Sin embargo, hay esperanza: los bomberos australianos. Se necesita ser muy bueno, valiente y generoso para enfrentarse a este enemigo enorme e incontrolable; arriesgar la vida porque en este mundo importa más gastar en armas y en planear guerras que en enfrentar esta realidad a la que estamos asistiendo: el cambio climático.        

Cuando decidí que quería estudiar en Melbourne soñaba con la playa y el verano; quería que llegara enero para ver desde las gradas del Rod Laver el nombre de la ciudad escrito con letras blancas sobre el fondo azul de la cancha. Ahora, un mes y medio después de que comenzó el verano, la experiencia ha sido distinta. Estar encerrada en la casa, con las ventanas cerradas no estaba entre los planes. Que un día la ciudad estuviera a 42 grados centígrados y al día siguiente la temperatura no pasara de los 18, tampoco era algo que esperaba. Ayer, en los suburbios del norte de Melbourne, cayeron bolas de granizo del tamaño de bolas de golf. Este es el verano. 

Naomi Osaka acaba de ganar. Seis dos, seis cuatro. Era de esperarse. Ya no sé si comprar boletas para ver algún partido o si compro un filtro de aire. Ojalá todos los dilemas de vivir en esta época fueran así de simples y ligeros.

Por Vanessa Molina Medina

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