De Chile a Argentina: una semana navegando con Greenpeace

El Rainbow Warrior III es considerado uno de los barcos más sostenibles que existen. Ahorra energía navegando a vela, tiene un programa de reciclaje y busca que todo lo que se cocine para la tripulación sea agroecológico.

María Mónica Monsalve/@mariamonic91
06 de abril de 2017 - 03:00 a. m.
El Rainbow Warrior III navegando a vela por el Estrecho de Magallanes.  / Cristian Garavito
El Rainbow Warrior III navegando a vela por el Estrecho de Magallanes. / Cristian Garavito
Foto: GUSTAVO TORRIJOS

Desde una bocina que retumba por todo el barco se escucha una voz decir: “Vamos a remover la pasarela, todos los que no quieran zarpar deben dejar el barco ahora”. La tripulación corre a su lugar. En popa y en proa, las cuerdas se empiezan a recoger. Y al fondo, cada vez más pequeña, va quedando atrás Punta Arenas, la última ciudad de la Patagonia chilena, sobre los mares del fin del mundo.

El barco que acaba de partir, con 25 personas a bordo y que se dirige a atravesar el Estrecho de Magallanes, desde Chile hasta Argentina, es el icónico Rainbow Warrior III. Una de las tres naves de Greenpeace, que sólo en su nombre carga con una historia de hundimientos por protestar contra ensayos nucleares, crisis humanitarias y, recientemente, una lucha contra la industria salmonera que, de a poco, ha venido acabando con la biodiversidad marina en los mares más australes del planeta.

Para todo lo que representa, a simple vista, el tamaño del Warrior III podría quedarse corto. Se extiende en el mar con 58 metros de largo, dos mástiles de los que la mayoría de veces se desprenden las velas y, adelante, vigilante, lo corona Dave. Un delfín de madera que, según los marineros del Rainbow, les da consuelo en los días en que la desolación de estar en alta mar no puede ser ignorada. Porque lo realmente interesante del Rainbow Warrior es lo que se cuenta dentro de sus 900 toneladas de acero. Como todos los barcos, este es un microcosmos, donde a pesar de estar navegando en la infinitud del mar, se tiene que aprender a vivir en muy poco espacio. Las tareas se siguen, los horarios se cumplen.

 

Todas las mañanas, a las 7:30 en punto, Rit Ghanem, una de las tres mujeres que hacen parte de la tripulación, libanesa y marinera de cubierta, pasa, camarote por camarote, anunciando que es hora de levantarse. Los horarios son estrictos. Se desayuna hasta las 8:00 a.m., se almuerza a las 12:00 en punto y a las 6:00 p.m. todos están listos para comer.

Para ser un espacio relativamente pequeño, causa curiosidad saber a dónde va la tripulación durante el día, porque a diferencia de las horas de comida, parece que se desvanecieran en el barco. Aparte del capitán, Pep Barbal, un español de pocas palabras, y los tres oficiales que se rotan turnos para cubrir el puente, todos trabajan de 8 a.m. a 5 p.m.

Los marinos de cubierta se despliegan por el barco, después de recibir órdenes puntales de la contramaestre, y los mecánicos desaparecen en el cuarto de máquinas. El cocinero y su asistente, que trabajan de 9 a.m. a 9 p.m., se pierden en la cocina.

Así funcionan sus vidas en el barco, de lunes a viernes, cada tres meses. Después de este período, la mayoría toma un descanso de otros tres meses en su casa, que, en este caso, puede ser en Líbano, España, Australia, Holanda, México o Chile. Es una tripulación internacional y por esto el idioma oficial del barco es inglés. (Vea acá más fotos de este viaje)

Es la tercera mañana en alta mar y el horizonte amanece caído. Durante la noche el viento fue suficiente para poder extender las velas y el barco empezó a navegar inclinado. Ahora todo hay que hacerlo con el piso ladeado: comer, vestirse e incluso dormir.

Preventivamente, las sillas tienen un caucho para amarrarlas de las mesas y los platos y vasos hay que ponerlos sobre un mantel de goma para que no se deslicen. A la tripulación, llevar su día a día con cierto grado de inclinación parece darles igual, pero para los que por primera vez navegamos en alta mar, en cambio, el movimiento nos ha afectado.

Durante estos últimos trayectos, explica Pep, el capitán, el Rainbow Warrior ha podido navegar el 50 % de la ruta a punta de vela, aunque lo normal es que lo haga entre un 70 y 80 %. Debido a que se trata de canales patagónicos y australes, donde hay cierta complicación náutica y una reglamentación que no les permite hacerlo sólo con vela, han tenido que hacer parte del trayecto con el motor eléctrico.

En efecto, el Warrior se ha ganado la reputación de ser uno de los barcos más sostenibles, además de obtener una licencia verde, porque para ser un barco de 900 toneladas es inusual que pueda moverse con energía eólica, es decir, con velas. Esto me lo explica Antonio Corripio, un español que tiene el cargo de jefe de ingenieros, mientras su voz se difumina entre los fuertes ruidos que vienen del cuarto de máquinas.

Este tipo de navegación, agrega, hace que sólo se gasten 500 litros de combustible al día, frente a un promedio de 5.000 litros sin velas. Esto sin contar con que cuando no se pueden usar las velas se usa un motor eléctrico –el mismo que permite darle luz al barco– y sólo en casos excepcionales se debe acudir al motor central. Además, encima del motor eléctrico se puede ver un filtro que captura los gases de escape, para que vuelvan a hacer combustión y no se emitan a la atmósfera.

El Rainbow Warrior III, por ser el primer barco construido desde ceros por Greenpeace, trata las aguas negras con bacterias y luego con luz ultravioleta, limita el tiempo de las duchas, congela los desechos orgánicos hasta llegar a puerto y tiene toda una estrategia para que las basuras se reciclen. A cargo del marinero de cubierta, Andrés Soto, chileno, quien todas las mañanas se encarga de asegurarse de que la basura esté bien clasificada entre vidrios, papel y plástico, el barco ha generado vínculos con personas que trabajan con reciclaje para que estén en los distintos puertos cuando el barco lo hace.

El mar amanece en silencio, como si le hubieran puesto una tela de seda encima. Apenas se puede percibir el movimiento de las olas. La neblina, que camufla la línea del horizonte, parece comerse el mar, que se ha mantenido tranquilo por primera vez. Si se mira a lo largo, el barco parece estar refundido en la infinitud del océano, pero lo contrario muestra la pantalla de Steve Wallace, el radioperador australiano del Rainbow Warrior III. “Tenemos una embarcación a 9 millas, otra a 20 y unas más a 25 y 35 millas. Con este sistema es que podemos buscar dónde están los barcos pesqueros ilegales y muchas veces intervenirlos”, comenta.

Desde que nació Greenpeace, en 1971, una de las organizaciones ambientalistas más conocidas del mundo, gran parte de su historia la ha pasado así: en barco y en alta mar. Estrategia que, según Steve, les permite manifestarse en esos rincones recónditos del mundo donde no hay ley ni ojos que vigilen. Por esto, no es casualidad que muchos de los que hoy tripulan el Rainbow Warrior III se consideren a sí mismos personas con suerte. Ser un tripulante de los barcos de Greenpeace es ser una pieza esencial para que la organización pueda desarrollar sus históricas proezas, como enfrentar en pequeñas lanchas gigantescas embarcaciones cazadoras de ballenas o colgar carteles de protesta en minas de carbón a las que sólo es posible llegar después de días de navegación.

“Cuando entras como voluntario y empiezas a conocer la historia y todo lo que tiene esta estructura, más te llama la atención. Yo esperaba ser parte de la tripulación en 20 años más, no pensé que me iba a tocar tan rápidamente”. El que habla es Leonardo Altamira, chileno que a pesar de llevar 18 años como voluntario de Greenpeace, viaja por primera vez como tripulante. Ya cumple dos meses en alta mar, con suerte de no sufrir ningún mareo ni necesitar dramamina para soportar el viaje. Atrás, cuenta, dejó una vida como gerente de operaciones de una empresa de construcción y en sus palabras ya se empieza a sentir esa adicción que parece generarles querer seguir a bordo.

“El mar da mucha sensación de libertad, de última frontera, de estar en un lugar a donde pocos llegan”, es como lo describe Emili Trasmonte, barcelonés, energético y primer oficial. De pelo blanco y ojos claros, Emili salió de la banca para convertirse en navegante, después de hacer un voluntariado con un barco que hacía educación ambiental. Con Greenpeace navega de corrido desde el 2009. Tiempo en el que dice haber entendido que “lo imposible se puede soñar. Y esto es muy práctico cuando estás haciendo campaña contra enemigos tan poderosos en un planeta que, racionalmente, parece no tener solución”, concluye.

Hace algunos meses, cuando la tripulación del Rainbow Warrior III desembarcó en la isla de Chiloé, más al norte de donde se encuentra hoy, Daniel Bravo, chef mexicano, acompañó a Teresa, líder de la comunidad, a recoger algas. Caminaron por las playas del Pacífico, se adentraron en las frías aguas unos 10 metros y recolectaron luche: una de las 98 % macroalgas del planeta que son consumibles, pero de las que poco se conoce.

Algas como estas, precisamente, son las que Bravo ahora tiene sobre el mesón de su cocina y que harán parte de la ensalada de brócoli que comerá la tripulación a las 6:00 p.m. en punto. En parte porque se trata de un barco de Greenpeace y en parte porque hace parte de su convicción. el chef busca que todos los productos que entren a su cocina cumplan algún criterio de sostenibilidad.

El luche, cuenta a la vez que hunde sus manos en la masa para el ñoqui que será su plato principal, es un fruto que tradicionalmente recolectan las mujeres, se regenera rápidamente, sus proteínas son más asimilables que las de origen animal y sólo cuesta 1 dólar el kilo, que además alcanza para todo un mes.

La mayoría de los productos que entran a su cocina son así. Al igual que sucede con el reciclaje, en el Warrior, antes de llegar a puerto, se hace contacto con los productores locales, mejor si son orgánicos o manejan algún tipo de producción agroecológica, para poder abastecer el barco.

“Lo importante es poder recuperar a los pequeños productores y la mujer como agente elemental en el campo. La idea de mi cocina es revivir y mejorar a los campesinos ante la sociedad, esta también es su voz”, comenta mientras vierte los ñoquis, que ya están listos, en una olla de agua hirviendo. Media hora después, la tripulación está devorando sus platos.

Un día antes de desembarcar en Puerto Madryn, Argentina, y ya cuando la presencia del sol se empieza a extrañar, el Rainbow Warrior parece ir más inclinado que nunca. Está aprovechando la velocidad del viento, va a vela y parece que va a llegar justo a tiempo a puerto.

Algunos de los tripulantes están en el helipuerto haciendo crossfit, mientras otros prefieren ir a un salón escondido detrás del cuarto de máquinas para sumergirse en el yoga. Así, el día a día de este ambientalismo extremo en alta mar se pasa entre guitarras, aseo y funciones típicas del marinero.

Como lo dijo el propio Emil, de forma casual durante una comida, sus vidas para ellos ya no tienen dramatismo. Pero al alejarse el barco, una vez no se está dentro de él, son varias las sensaciones que quedan y una pregunta que se repite y corresponde a un autoadhesivo que está escondido en algún rincón del barco: ¿And what if the hippies are right? (¿Y qué si los hippies tienen la razón?), dice justo antes de salir a cubierta.

Por María Mónica Monsalve/@mariamonic91

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