¿Deberían los pueblos indígenas participar en los Planes Nacionales de Desarrollo?

Ad portas de conocer un nuevo PND para los próximos cuatro años se plantea una pregunta clave: ¿están las comunidades participando en esas decisiones? El caso de la Amazonia indígena ilustra la discusión.

- Redacción Vivir
13 de noviembre de 2018 - 02:00 a. m.
Retrato de indígenas Uitoto.  / Cristian Garavito
Retrato de indígenas Uitoto. / Cristian Garavito
Foto: Cristian Garavito / El Espectador

El desarrollo, según la Real Academia de la Lengua Española, es el efecto de aumentar, perfeccionar y mejorar algo. Pero ¿este concepto explica, abarca y respeta las formas de pensar, de vivir y de sentir de los diferentes pueblos y culturas existentes en nuestra sociedad?

El concepto de desarrollo sostenible, que nació en 1972 de la mano del jurista senegalés Keba M’Baye, decía que debía ser un proceso global “cuyo sujeto principal es el ser humano”, que exige la participación activa y consciente de los individuos, que no es un modelo único y que, por lo mismo, exige la libre determinación de los pueblos. A la par que desarrollo sostenible era una expresión cada vez más familiar, se conquistaban nuevos derechos: al medio ambiente, a la paz y al desarrollo. Estos exigían (y aún hoy) la cooperación y la solidaridad, porque su sujeto activo es la humanidad.

De hecho, esto es reconocido en la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo, firmada en 1989 y aún vigente. “Pero en Colombia el modelo económico ha estado supeditado a lo que el Estado decida. Desde ese entonces se decía que el modelo económico era parte de la democracia, por eso recursos como la consulta popular o la consulta previa son los debates que se están dando en este momento”, dice Andrea Torres, abogada de Tierra Digna y autora del informe Los riesgos del extractivismo y el desarrollo sostenible para la protección de la Amazonia colombiana y de sus pueblos indígenas.

¿Hay una tensión entre desarrollo y libre determinación? ¿Ciudadanos como los indígenas colombianos deberían participar en las decisiones económicas del país?

El informe Nuestra diversidad creativa, de la Unesco, reconoce que “el desarrollo debe considerarse en términos que incluyan el crecimiento cultural, el respeto de todas las culturas, así como el principio de libertad cultural”. En este documento se hace un análisis de todos los factores que desde el desarrollo pueden afectar la cultura como derecho. Un ejemplo es la introducción de categorías como “buen vivir” (de las etnias sumak kawsay) y el “vivir bien” (suma qamaña) que aparecen en los años 90 en los debates internacionales y en la primera década del siglo siguiente en las cartas políticas de Ecuador y Bolivia.

Aunque el informe de la Unesco es de 1998, sus conclusiones se fueron gestando hasta que el año pasado, en la Conferencia de la ONU sobre Cambio Climático, los indígenas amazónicos tuvieron un protagonismo nunca antes visto en la discusión sobre lo que significa el desarrollo.

“Está en crisis el paradigma imperante de desarrollo sostenible en los países donde existen diversas y antiguas formas de vida y, en consecuencia, para proteger integralmente a la sociedad se requiere la interrelación de desarrollo, cultura y medio ambiente”, escribe Torres. Un caso dramático de un choque de paradigmas es el de las comunidades indígenas del Ecuador que iniciaron en 2003 una demanda ante la justicia ecuatoriana contra la petrolera Chevron Corporation para que esta empresa responda por los daños ocasionados por el derramamiento de más de 80.000 toneladas de residuos petrolíferos en la zona de lago Agrio, entre 1964 y 1992. La zona comprometida por la contaminación petrolífera abarca unas 500.000 hectáreas, aproximadamente.

¿Y el desarrollo sostenible en la Amazonia?

Desde la Expedición Botánica, el enfoque sobre la Amazonia ha mutado. Primero se reconoció que tenía una biodiversidad única, luego se habló de territorios con pueblos indígenas de pensamiento único y de formas de vida particulares. En 1890 se expidió la primera ley de pueblos étnicos en Colombia, que los considera como salvajes en camino a la vida civilizada.

La Constitución del 91 cambió ese paradigma y reconoció el derecho a la diversidad étnica y cultural, al territorio, al gobierno propio y a la cultura. “Pero en Colombia estos debates no alcanzaron a tener desarrollos legislativos”, explica Torres. A la par que se alcanzaban esos derechos, las primeras minas a cielo abierto daban sus réditos, como Cerrejón (La Guajira), de la empresa Exxon, y La Loma (César), de la compañía Drummond.

También se vendieron empresas tanto de generación como de distribución de energía eléctrica en Colombia: la represa de Betania a Endesa (corporación española), Electricaribe a la empresa Unión Fenosa (corporación española) y la construcción de la represa el Quimbo sobre el río Magdalena, un caso emblemático, a la empresa Endesa (ahora comprada por Enel, de capital italiano).

Un fenómeno paralelo ocurrió en los noventa: las conferencias mundiales en materia ambiental que marcarían las decisiones políticas sobre la Amazonia. La primera es la Conferencia de Río, en la que se adoptó la categoría de desarrollo sostenible (ONU, 1992). La segunda es la Conferencia sobre Cambio Climático de 1997, en donde se adoptó el Protocolo de Kioto, que definió en el papel la importancia de la Amazonia para la regulación climática global. Estas visiones de desarrollo se cruzan todo el tiempo, y el perfecto ejemplo son los Planes Nacionales de Desarrollo.

Una de las decisiones más polémicas tomadas en los últimos años frente a la región amazónica fue la nueva delimitación del territorio por razones de desarrollo económico y fiscal. Según los dos últimos Planes Nacionales de Desarrollo, 2010-2014 y 2014-2018, la región amazónica queda dividida entre región centro-sur y la Orinoquia. La primera se destinaría al desarrollo del campo y a la conservación ambiental y la segunda a los Llanos Orientales. “Es decir, el Gobierno propone un nuevo ordenamiento territorial desde una perspectiva únicamente económica y de desarrollo, en la visión de desarrollo sostenible como política”.

Las áreas estratégicas mineras (AEM) son 22.646.000 hectáreas delimitadas en 313 bloques por el Ministerio de Minas y Energía. Esa cartera determinó que la Agencia Nacional Minera adelantaría en un plazo no superior a cinco años (hacia febrero de 2017), los procesos de selección de oferentes para explotar esos polígonos. Para el caso de la Amazonia, la Agencia Nacional Minera declaró 202 bloques nuevos en 2012. Eso equivale a 17’570.198 hectáreas, en los departamentos de Amazonas, Guainía, Guaviare, Vaupés, Vichada y Chocó. En ellas se pretenden buscar oro, uranio y coltán.

“Eso afectaría la totalidad de los departamentos de Vaupés y Guainía, donde hay resguardos indígenas que son reservorios de biodiversidad y en los que están cuencas hidrográficas únicas para el mundo”, escribe Torres. “El problema de las áreas estratégicas mineras es que solo exigen la concertación de las áreas con ciertos actores. El Ministerio del Interior nos informó que muchas ya se están concertando, a pesar de la decisión de la Corte, y lo hace con gobernadores y alcaldes, no con indígenas”, dice Torres.

Tal vez el caso más emblemático de la polémica con las AEM es el de la minera Cosigo Resources, que demandó al Estado colombiano por US$16.000 millones para revertir la decisión de la Corte Constitucional que evitó el avance de su proyecto minero en el Resguardo-Parque Apaporis, en Vaupés, una de las zonas mejor conservadas, tanto en su biodiversidad como su cultura.

Es decir, en un solo territorio confluyen la minería (con la figura de áreas estratégicas mineras), la explotación petrolera, la agroindustria (con la figura de zonas de interés de desarrollo rural económico y social, zidres) y la conservación ambiental, con la propuesta de Visión Amazonia. “Hoy, la región amazónica colombiana comprende 48 millones de hectáreas, en las que predominan tres figuras de ordenamiento territorial; la zona conservada, que ocupa 38 millones; en esta extensión, existen 178 resguardos indígenas, situados en 25 millones de hectáreas, y 12 parques nacionales naturales, en cerca de 8 millones de hectáreas, bajo la figura de Zonas de Reserva Forestal de ley segunda”.

La Amazonia aporta solo el 1 % del Producto Interno Bruto (PIB) nacional, a pesar de ocupar el 42 % de Colombia. “El país no ha comprendido que para su futuro es indispensable la conservación ambiental y cultural de la Amazonia. Sin duda, la visión institucional y dominante de desarrollo está lejos de los pueblos indígenas y de una verdadera conservación ambiental. ¿Cómo quedará esta región amazónica luego de su división, reducción, explotación para minería, petróleo, agronegocios y represas?” se pregunta el informe.

“La única manera en que los pueblos indígenas han participado en las decisiones económicas sobre la Amazonia es con el reconocimiento de los planes de vida, que son reconocidos como planes de desarrollo público”, dice Torres. “Llegó el momento de repensar las categorías de desarrollo y hacerlo desde los pueblos indígenas que allí habitan. Su derecho, porque además son parte de ese territorio, es a vivir en condiciones dignas para los próximos años, y debemos comprender su visión diferente de mundo y su dependencia de la naturaleza para preservar la cultura que hoy conocemos y que tiene miles de años de historia”, concluye el informe.

Por - Redacción Vivir

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