La lección de un bosque que produce US$6 millones

En Guatemala, un grupo de campesinos logró armonizar el cuidado de los bosques y su aprovechamiento productivo. El modelo, que se implementó tras la firma de la paz en ese país, puede ser un lección para Colombia en el posconflicto.

Maria Paula Rubiano
16 de abril de 2017 - 03:00 a. m.
La Asociación de Comunidades Forestales de Petén es un ejemplo mundial de aprovechamiento sostenible de bosques. / Óscar Pérez
La Asociación de Comunidades Forestales de Petén es un ejemplo mundial de aprovechamiento sostenible de bosques. / Óscar Pérez
Foto: OSCAR PEREZ

En la selva que cubre a San Vicente del Caguán existe hoy un hueco de 1.200 hectáreas que fueron deforestadas cuando las Farc salieron de allí para dirigirse a las zonas de concentración. En Caquetá y Putumayo, el fin de la guerra ha hecho que territorios inexplorados se vean de repente colmados de actores listos para explotarlos. Hace 20 años, Guatemala, que llevaba 36 años en guerra, se encontraba en una situación similar. Sus acuerdos de paz incluyeron un modelo de manejo forestal que podría ser una lección para nuestro país.

Marcedonio Cortave, líder de los campesinos que propusieron el modelo, cuenta que las primeras reuniones las hicieron escondidos en la sede del Suchilma, un sindicato de chicleros y trabajadores de la madera. Tenían miedo de que el Ejército, que ya había asesinado y desaparecido a 200.000 civiles, los tachara de “subversivos”. Luego, con los acuerdos de paz, el movimiento social floreció en Guatemala y la Asociación de Comunidades Forestales de Petén (Acofop), como se llamó la organización de campesinos, pudo dejar las sombras.

Salieron a exigir tierras en la provincia de Petén, en las que trabajaban desde hacía 80 años. Aseguraban que eran capaces de aprovechar sus bosques sin deforestarlos y, además, garantizar el sustento y llevar “las tortillas a la mesa” de los campesinos. En el mundo no existía un modelo semejante. Pero, gracias a los acuerdos de paz, lograron que el Gobierno “prestara” 100.000 hectáreas de bosque para que durante 25 años sacaran de allí madera; xate, una palma para arreglos florales, y semillas que se usan en la industria de alimentos.

La llegada

Para llegar a las tierras que prestó el Gobierno, las nueve concesiones que hacen parte de Acofop, hay que rodar hacia el norte de Guatemala, donde el país se toca con México y Belice. La cal hace que los caminos sin pavimentar brillen bajo el sol. El paisaje es familiar: pastos bajos con vacas rumiando. Pertenecen a colonos que entre los sesenta y los ochenta llegaron a tirar el bosque abajo como ilegales o, a veces, apoyados por la política de desarrollo que proponían los gobiernos.

Pero al mirar al frente, una pared verde corta de tajo la explanada amarillenta. Es la Reserva de Biosfera Maya, que el gobierno de Guatemala creó en 1990, en parte presionado por la comunidad internacional. La muralla verde se extiende por 2,1 millones de hectáreas, cubriendo el 20 % del territorio guatemalteco. Allí dentro están las nueve concesiones e igual número de parques naturales, esos sí bajo la vigilancia del Estado.

En la entrada de las concesiones se alzan pequeños puestos de control, construidos en madera y en donde siempre hay un miembro del ejército, un representante del Gobierno y un socio de la organización que maneja esos territorios. En contraste, hay zonas protegidas de las que nadie da razón. Aquellos parques que no están rodeados por las concesiones, explica Marcedonio Cortave, “tienen presencia de tala ilegal, ganadería y robo arqueológico”. Las cifras le dan la razón: si en las concesiones la deforestación es del 0,4 %, en las reservas estatales oscila entre el 1 y el 5 %.

“Yo aquí no volveré”

La llegada a Uaxactún, la concesión más grande de todas, es atípica. El puesto de control se encuentra muchos kilómetros antes de llegar, pues es, además, la entrada a uno de los parques naturales y arqueológicos más importantes de Petén: el Tikal. Allí, los mayas establecieron uno de tantos observatorios astronómicos. Las 83.553 hectáreas de un bosque tupido de cedro, caoba, santamaría, pucté y manchiche que manejan sus habitantes se entrelazan con las pirámides que coronan el parque.

El caserío de Uaxactún está en pleno corazón de la selva, pues sus primeros pobladores fueron campesinos que bajaron desde México o que llegaron de otras provincias de Guatemala atraídos por la fiebre de la explotación chiclera, que a principios del siglo XX floreció en la región. Sus casas se organizan en línea recta, a ambos lados de una carretera que, cuentan sus habitantes, era la pista de aterrizaje de las avionetas que llegaban al campamento chiclero para llevarse la savia que ellos recolectaban. Sólo las comunidades de Uaxactún y Carmelita, una concesión mucho más al norte, viven dentro del bosque que explotan.

Desde las casas de madera pintadas de rojo o azul aguamarina no se escuchan las sierras que talan los árboles. Hay que andar cerca de una hora para ver, entre maquinaria pesada, a esos gigantes de más de 20 metros de alto partidos, sin la piel rugosa que los cubre y con unas fibras rosadas —su pulpa— expuestas. Los que ya han sido cortados se llevan a la bacadilla, un claro donde en el dorso de los gigantes está escrito su nombre: una letra y un número trazados a mano con pintura. Marlon Palma, el regente forestal de Uaxactún, cuenta que este año planean tumbar 880 árboles.

Las caídas se programan un año antes de que el verano seque los caminos. Los campesinos, a pie y con un geolocalizador en la mano, evalúan cada árbol, que desde su nacimiento tiene el nombre que cuando muere le pintan con azul. Según lo que vean, y siguiendo parámetros estrictos, definen cuáles pueden ser cortados y cuáles deben quedarse para servir como semilleros. “Hemos decidido dejar a los más bonitos, porque sabemos que sus semillas son genéticamente mejores”, explica Marlon Palma.

Entre los aserradores se cuentan un chiste cuando terminan de talar todos los árboles del año: “Bueno, muchachos, aquí no vamos a volver”. La razón es que desde el principio, los campesinos que manejan las concesiones dividieron las tierras que pueden intervenir en 40 pedazos, y cada año talan una de esas áreas. Así, sólo cuatro décadas más tarde, un nuevo grupo de aserradores regresará a la misma porción de tierra.

Podar el bosque

Un informe publicado en 2016 y realizado por la Rainforest Alliance demostró que, gracias a las labores de los campesinos agrupados en Acofop, la caoba y el cedro podrán sobrevivir en las selvas del Petén, a pesar de que están en la lista de especies amenazadas en el mundo. Los campesinos explican su trabajo como “podar el bosque”: al talar los árboles más grandes y que se acercan a la vejez, permiten que los más jóvenes y bajos absorban la luz del sol y que las semillas que caen, y que ellos siembran en el suelo húmedo, germinen con mayor facilidad.

Cada año, según Marcedonio Cortave, Acofop gana US$6 millones por exportar la madera, lo que representa el 80 % de sus ingresos. Casi todo se usa para pagarles a los trabajadores, en impuestos (que en 10 años han dejado alrededor de US$14 millones al Estado), a quienes desde el ejército y el Gobierno ayudan a cuidar las concesiones y al Forest Stewardship Council (FSC), para que certifique que esta madera no afecta los bosques del mundo.

Sin embargo, gracias a las becas que Acofop ha creado para sus jóvenes, cada vez hay más licenciados y técnicos (forestales o en turismo) que regresan a las comunidades para fortalecerlas. En Uaxactún, por ejemplo, la maestra de la pequeña escuela que se encuentra justo en el centro del pueblo es hija de Reina Isabel Valenzuela, una de las mujeres que seleccionan las hojas de xate que sirven para exportar a Estados Unidos.

En la puerta de una bodega de tablas y techo de zinc, cuenta que, a diferencia de su hija, ella sólo hizo hasta tercero de primaria. Reina fija la mirada en un xatero con camiseta sudada y lo que eran unas sandalias, quien desamarra el bulto de palma que lleva en su espalda y lo deja en la mesa donde, de siete de la mañana a cinco de la tarde, ella y otras 49 mujeres evalúan rama por rama. Cada año, la exportación del xate le deja a Acofop US$1 millón y da trabajo a la mayoría de sus 15.000 socios. La producción de harina con semilla de ramón y la venta de pimienta gorda dejan ganancias en el mercado local.

Una semilla sin plantar

Hubo un momento, en 1994, cuando el proyecto de las concesiones de Petén pareció venirse abajo antes de nacer. Varios disparos detrás de la iglesia aguamarina de Carmelita acabaron con la vida de Carlos Fernando Catalán, el impulsor de la concesión en esa comunidad que no supera los 300 integrantes.

“Nos faltó consenso”, admite Marcedonio Cortave, y dice que esa muerte se hubiera podido evitar si le hubieran mostrado a la comunidad, de tradición chiclera y xatera, las ventajas del aprovechamiento forestal. Muchos no entendían para qué iban a explotar la madera si ya sobrevivían del bosque. Cortave está convencido de que las experiencias de Acofop pueden servirle a Colombia en esta época de transición.

En Guatemala, tal como está ocurriendo en el país, después de la firma de los acuerdos, actores armados recién desmovilizados empezaron a buscar nuevas formas rentables de subsistencia. “Botar bosque o la minería y ganadería ilegal se convierten en opciones viables”, explica David Kaimowitz, director de recursos naturales y cambio climático de la Fundación Ford. Las concesiones se convirtieron en oportunidades laborales para los desmovilizados y para miembros del ejército. “Trabajan hombro a hombro en el bosque sin saber que antes se perseguían”, dice Cortave.

Hay dos cosas, según Kaimowitz, que Colombia debería tener en cuenta si quiere apuntarle a este modelo. La primera es no ahogar a los campesinos con un exceso de regulación, pues la experiencia en otros países ha demostrado que demasiadas exigencias y procesos burocráticos desaniman a las comunidades. La segunda es implementarlo en regiones que no estén totalmente aisladas, como Guaviare, Caquetá o Chocó, así como los resguardos indígenas más consolidados.

A pesar de las similitudes, Colombia se enfrenta a un problema que en Guatemala era casi inexistente: los cultivos ilícitos. Estos, según la Oficina contra la Droga y el Delito de la ONU, aumentaron casi 50 % en 2015 y se metieron de lleno en los parques naturales del país. Kaimowitz opina que si el modelo se trae a Colombia, la erradicación voluntaria, la reforestación de las zonas y el compromiso de mantenerse en la legalidad deben ser asuntos claves en su aplicación.

Con desastres como el ocurrido en Mocoa el pasado 31 de marzo, el país empieza a preguntarse por formas alternativas de agricultura o ganadería para hacer productivas sus zonas de selva. De hecho, un funcionario de la Unidad de Bosques y varios líderes afros y de resguardos indígenas ya recorrieron las concesiones de Petén. Es claro que el modelo no es perfecto: todavía falta para que sus beneficiarios vivan completamente de él. Pero su valor va más allá. Germán Ortiz, miembro de la comunidad El Esfuerzo, lo explica: “No todo el mundo tiene la dicha de amanecer con 70 especies de aves al lado y saber que eso es posible gracias a su trabajo”.

La desconfianza que permitió el éxito

Cada día, a las 4 de la tarde, los encargados de la vigilancia y el control de las nueve concesiones reciben un mapa. En él, la información satelital permite a los campesinos ver los puntos de calor en sus bosques, para que eviten o identifiquen posibles incendios. Esta es sólo una de las muchas estrategias que el Consejo Nacional de Áreas Protegidas (Conap) tiene para hacer seguimiento a las zonas de concesión.

La desconfianza inicial del Gobierno en el modelo estableció parámetros estrictos para los campesinos: cada año, las comunidades tienen que presentar al Conap un informe detallado de sus planes de trabajo y un resumen con todo lo adelantado en esos 365 días. Además deben presentar un balance para que les renueven las certificaciones de manejo sostenible de cada uno de sus productos.

Las amenazas a los bosques comunitarios

Si bien expertos en conservación, como James Grogan, han reconocido que el modelo de las concesiones es “la mejor práctica a nivel mundial para la gestión de bosques tropicales”, no son pocos los intereses que desean acabarlo. Los más graves son los del turismo a gran escala, que amenaza con seguir expandiéndose desde México para completar la llamada Ruta Maya.

Además de la tala ilegal, que llega sobre todo desde Belice, cuando los dirigentes de Acofop hablan sobre sus retos, coinciden en que el Estado es su “mayor enemigo”. Explican que el lobby de las industrias maderera, minera y petrolera ha hecho tambalear la confianza de las autoridades en que la sociedad civil sea capaz de organizarse para aprovechar los bosques.

 

Por Maria Paula Rubiano

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