La avalancha que devastó Mocoa es un recuerdo trágico en la historia reciente de Colombia. El desbordamiento de tres ríos dejó un saldo de 315 víctimas mortales, además de arrasar con el 58 % de la cabecera urbana y sepultar 17 barrios de la capital de Putumayo. Con previo aviso, la ciudad había sido catalogada zona de riesgo ambiental por el Servicio Geológico, al igual que otros 385 municipios del país.
Ese 1° de abril de 2017 llovió sobre Mocoa durante tres horas, la cantidad de agua que suele llover allí por un mes. La humedad hizo que la tierra de las laderas se deslizara y los habitantes de las partes altas fueran los más afectados. Personas que, como sucede en algunas de las ciudades colombianas, habían llegado allí desplazadas por el conflicto armado al departamento. Es decir, población en situación de pobreza. Tanto así que el diario El País de España describió a Mocoa durante la coyuntura como “una de esas ciudades de Colombia que reúne todos los males que le impiden a este país deshacerse de la etiqueta de la desigualdad crónica”.
Este accidente es apenas un ejemplo de cómo los desastres naturales, aunque caen con el mismo peso sobre toda una zona, afectan más a las comunidades pobres, ya que carecen de recursos que les ayuden a reponerse con facilidad.
Les toma más tiempo reconstruir sus casas, están más lejos de la ayuda estatal y sus territorios son más vulnerables, además de que se les dificulta asumir medidas de emergencia como desplazarse.
Líderes internacionales se dieron cuenta de esa relación, al entender que, si se reducen las brechas de desigualdad, el riesgo de vulneración ambiental también disminuirá. Es por esto que los gobiernos acordaron reducir la desigualdad para el año 2030, definiéndolo como el décimo Objetivo de Desarrollo Sostenible.
En el mundo, la desigualdad se mide a través del Coeficiente de Gini, una escala donde 0 es total en igualdad en ingresos y 1 es completa desigualdad. En Colombia, según un informe del DANE de 2016, las políticas sociales y económicas permitieron reducir la desigualdad hasta 0,52, el coeficiente más bajo en los últimos 25 años. Pero esta cifra no influye en el riesgo ambiental que, por el contrario, va en aumento. Más aún cuando el cambio climático es el impulsor número uno de todos estos eventos.
De ahí que el ministro de Ambiente, Luis Gilberto Murillo, advirtiera en el lanzamiento de la Política Nacional de Cambio Climático que el país tiene una enorme tarea de justicia social. “La pregunta sobre adaptación al cambio climático es: ¿qué pasa con la desigualdad?”, afirmó el funcionario.
El problema es mayor si se tiene en cuenta el riesgo de Colombia. El país ocupó el puesto 82 entre 171 dentro del Índice de Riesgo Mundial de 2015. De hecho, Colombia forma parte de las listas de territorios con mayor vulnerabilidad ante el cambio climático. La cuestión es que “no todos tenemos la misma responsabilidad de causar el daño ambiental, ni todos tenemos las mismas capacidades para afrontarlo”, explicó la directora del Instituto Humboldt, Brigitte Baptiste.
De manera que uno de los desafíos más grandes en la gestión ambiental de Colombia es la redistribución de los recursos, puesto que “hay unos pocos que aprovechan mucho y hay unos muchos que les toca muy poquito, y cuando les toca muy poco aparecen las vulnerabilidades”, señaló el doctor en Recursos Naturales e investigador de la Universidad de Antioquia, Juan Camilo Villegas.
Lo curioso es que, al mismo tiempo, las poblaciones más vulnerables son los actores ideales para mitigar los daños ambientales y procurar la conservación de los ecosistemas.
Gracias a la proximidad, dichas comunidades conocen bien sus territorios: las periferias urbanas donde se extiende el campo, las costas y su biodiversidad, las laderas de los ríos y los movimientos de éstos, así como los cerros junto con el comportamiento de la tierra.
De los recursos que salen de esos ecosistemas, demostró un estudio de WWF, se basa el 89 % de la producción económica de las personas que viven bajo extrema pobreza en el mundo. Y en Colombia la reciente política de Pago por Servicios Ambientales (PSA) va en esa línea.
Esta estrategia, lanzada el 7 de julio de este año por el presidente Juan Manuel Santos, pretende pagarles a los campesinos por proteger y recuperar los ecosistemas. La iniciativa busca que, mientras se intenta reducir sus bajas condiciones económicas, los campesinos reciban dinero por contribuir al cuidado de los recursos naturales.
La meta de PSA es tener, para 2025, un millón de hectáreas productivas bajo procesos agropecuarios sostenibles, a la vez que familias y comunidades en situación de vulnerabilidad económica cuidan bosques, páramos, humedales y otros ecosistemas estratégicos del país, como si fueran sus reservas naturales privadas. Una acción alineada a reducir la desigualdad.