Proyecto San Antonio: Un nidito de amor chatarrero

Julián y Ana viven en un bus en La Calera, Cundinamarca. Su casa, un Dodge modelo 76, cuenta con un techo para recolección de agua lluvia y paneles solares. Usan inodoros secos y dicen que no son “hippies, sino happies”.

Camila Taborda/ @camilaztabor
22 de marzo de 2017 - 03:24 p. m.
Proyecto San Antonio: Un nidito de amor chatarrero

Ambos querían salir de la gran ciudad. Irse a vivir fuera de lo común, al campo, lejos de Bogotá. Pero los detenía el trabajo de él: tatuar es un oficio que está muy ligado a la urbe. Julián López y Ana Tovar son diseñadores industriales graduados en la capital, “donde se habían vuelto esclavos contemporáneos del modelo socioeconómico consumista” al que ahora se resisten. Así terminaron buscando un pedazo gigante de chatarra en las afueras de Soacha (Cundinamarca), para reutilizarlo y convertirlo en su hogar. En un nidito de amor chatarrero.

A 8 kilómetros de La Calera está ubicado el Proyecto San Antonio. Un laboratorio de arte y diseño, y la casa de esta pareja, quienes al principio contemplaron la idea de vivir en un contenedor. Como el POT del municipio incluye dicha alternativa entre su gestión de vivienda, los dos optaron por un bus. Una estructura estable con paredes, techo y piso a un costo de $2’500.000. Un Dodge modelo 76 en mal estado donde viajaban los Hermanos Suárez, dos payasos que recorrieron Colombia haciendo números circenses.

La grúa remolcó el vehículo hasta la montaña en 2012, sobre un terreno cuadrado cedido por el papá de Ana. Allí, los dos lijaron la carrocería por meses desde el amanecer, entre el aire que baja del páramo de Chingaza. Forraron con espuma de poliuretano las latas para aislar el frío y un vecino recubrió con madera de granadillo el piso e hizo el acabado en pino del techo y las paredes. Quedó un espacio de 20m², con ventanas de casa, en el que viven desde hace dos años. Es decir, un apartaestudio que, en Chapinero Central, estrato 3, tendría un valor estimado en $145 millones.

El exterior fue intervenido por Dast, un artista bogotano, quien pintó sobre la carrocería un collage de geometrías y colores a cambio de un tatuaje. Sobre la estructura del bus, la pareja adaptó un techo de 4,50 m x 9,50 m con el fin de recolectar lluvia. De hecho, con un par de aguaceros obtienen mil litros de agua, que se purifican a través de dos tanques y riegan las plantas de alrededor. También con esta cocinan, se duchan y la comparten con los animales.

Asimismo, instalaron paneles solares inclinados hacia el oriente. La energía que acumulan en el transcurso del día, alimenta El Dorado, un autobús escolar que llegó después con el apuro de un estudio de tatuajes. Era incómodo para ella reposar en cama los domingos frente a un cliente de Julián. “El atributo que tienen los tatuajes que yo hago es que son hechos con la energía del sol y no con la energía de Codensa”, la compañía con jurisdicción en la vereda.

Incluso El Dorado, un Chevrolet del año 89, es una galería de arte. Ana pinta materitas y las exhibe ahí, mientras él ofrece sus ilustraciones. Del otro lado están la estación de tatuajes y la camilla desarmable. Compraron el bus en el Tropezón, en una chatarrería de la localidad de Bosa (Bogotá). “Nuestra casa fue una escuela: era clave conseguir un bus en buen estado. Sin goteras, con piso, latas lisas. Así lo encontramos por $3 millones y, como en los demás, conservamos su historia”.

El baño está a casi a 20 pasos de los dos autos, son inodoros secos ecológicos donde se separan los desechos. El orín se convierte en abono líquido y el excremento, mediante un proceso de compostaje, se mezcla con aserrín y ceniza para el cultivo. De esta manera, según Julián, se completa el ciclo verdadero; “para colmo, somos la única especie animal que se caga en el agua potable”. En Colombia se producen casi 9 millones de toneladas en residuos cada año. De los cuales, el 24 % son aprovechables y el 60 % orgánicos, de acuerdo con la WWF.

El último acarreo llegó hace cuatro meses: un laboratorio móvil de criminalística. Para él, “un trofeo de guerra”. La patrulla, un Chevrolet del 2002, la obtuvieron en Fontibón en mejor estado que los anteriores. Ahora mismo lo están desmovilizando para un próximo arriendo y así irán formando la villa de buses que imaginan. Proyecto San Antonio, sustentado en vidas autosuficientes y sostenibles.

Más cuando en el país los buses tienen una vida útil máxima de 20 años, porque para que ingrese un nuevo vehículo al parque automotor deben salir otros, los cuales terminan siendo chatarrizados. Por ejemplo, durante 2016 se desintegraron 844 vehículos de transporte público colectivo. Pocos para la demanda del Sistema Integrado de Transporte Público de Bogotá (SITP) con su implementación completa de autos modernos. “Ahí entramos a rescatarlos e impedir que los vendan a peso de metal”, planean ambos.

Por ahora, una de las iniciativas de la pareja son las jornadas de voluntarios, en las que ofrecen hospedaje y alimentación desde plataformas internacionales. El intercambio son seis horas diarias de trabajo que han dado como resultado yurtas, talleres y una cocina hecha mediante bioconstrucción. Un proceso en el que se usan tan solo los materiales de la propia tierra.

Ella tiene un juicio. “Llegamos en búsqueda de la libertad y el principio de la libertad es la responsabilidad. Mientras tú seas responsable de tus cosas, vas a poder ser libre. Si continúas tercerizando la salud, la comida, el baño, el agua, ahí te van a seguir enganchando. Apenas vamos satisfaciendo nuestras necesidades, en miras de ser libres. En poder tener hijos que crezcan bajo unos parámetros distintos, que sepan que vivir dentro de un bus es tan posible como habitar una ciudad”.

Las mujeres le rezan a San Antonio para conseguir novio. Le quitan al Niño Jesús y ponen de revés al santo. Cuando el milagro se cumple, se endereza la figura y se le devuelve el bebé. Pese a no tener filiación política ni religiosa, Julián y Ana creen en una cosa. “Pensando al revés se hacen milagros. Milagros ecológicos y ambientales”. Ah, y que ninguno de los dos es hippie, ¡ni más faltaba! Como dice el letrero de bienvenida: son happies.

Por Camila Taborda/ @camilaztabor

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