Lo que la gran minería destrozaría en el suroeste de Antioquia

Las razones históricas por las que esta región conservadora se agita contra un proyecto minero de gran envergadura presentado como emblema de la Seguridad Democrática. Primera entrega.

ALFREDO MOLANO BRAVO
07 de abril de 2017 - 07:12 p. m.
Lo que la gran minería destrozaría en el suroeste de Antioquia

El domingo pasado, el 97 % de los habitantes de Cajamarca le dijeron a la todopoderosa AngloGold Ashanti No a la explotación minera en La Colosa. “Queremos agua, queremos maíz, Anglo Gold Ashanti fuera del país” fue el estribillo que resonó durante varios meses en el municipio. El resultado supera el umbral exigido para que la consulta popular sea obligatoria y vinculante.

La empresa lamentó “que la región y el país no reciban los beneficios de un proyecto de minería limpia y responsable”. Es el mismo eslogan que divulga la empresa en el suroeste de Antioquia, donde adelanta trabajos de exploración desde el 2003 sobre el lomo de una especie de ramal extraviado de la cordillera Occidental llamado Cinturón de Oro, que se extiende entre Caramanta y Tarso y pasa por Valparaíso, Támesis, Palermo y Jericó. Es una región cafetera, conservadora y fervientemente católica. Álvaro Uribe, su gran jefe político, es considerado por su feligresía un verdadero santo, pese a haber sido quien otorgó a la Anglo las concesiones hoy rechazadas por buena parte de la población. En el suroeste se prepara una nueva consulta popular que los resultados en Cajamarca han alebrestado.

Recorrí hace poco el tal cinturón áureo conversando con campesinos y autoridades de Támesis, Palermo y Jericó, donde se concentran por ahora los operativos de exploración, y me encontré con la contradicción de una región conservadora por donde no han pasado las guerras ni las violencias, que se agita contra un proyecto minero de gran envergadura presentado como emblema de la Seguridad Democrática. Tal contradicción me llevó a esculcar la historia regional.

1. Entre Támesis y Jericó, en el corazón de las montañas del suroeste antioqueño, hay un corregimiento conocido como Palo Cabildo, una especie de púlpito sobre el río Cauca. Desde ese privilegiado mirador se ve gran parte de las tierras ganadas a la selva por la colonización del sur, tanto la que avanzó por la cordillera Central como la que lo hizo por la Occidental. La primera y más conocida partió de Rionegro y Abejorral a fines del siglo XVIII y tuvo que enfrentarse a las grandes concesiones territoriales de los señores Villegas y Aranzazu, y fundó Sonsón, Aguadas, Salamina, Pácora, Neira y Manizales. Una extensa región que va desde la desembocadura del río Buey en el Cauca, hasta el propio río Chinchiná, límites con Caldas.

La otra vertiente, la occidental, tiene una historia un tanto diferente. Se origina en colonos naturales de Envigado e Itagüí –y unos pocos de Rionegro– que abrieron las montañas de Titiribí, Amagá y luego fundaron Fredonia sobre territorios amparados por las medidas agrarias de Mon y Velarde (1778). Los colonos se establecieron haciendo rozas, sembrando maíz, engordando cerdos, y unos pocos afortunados se enguacaron con el exiguo oro encontrado en las sepulturas de indígenas caramantas, fronterizos con los quimbayas. A diferencia de las enormes concesiones territoriales en la cordillera Central, que enfrentaron a los colonos campesinos, en el suroeste los concesionarios Paniagua y la Echeverri terminaron negociando sus tierras con colonos y con hacendados.

Las vegas del río Cauca estuvieron desde ese entonces dedicadas a la ganadería, pero “de ahí para arriba todo era loma y montaña espesa”, y fue allí donde se establecieron “colonos de todas las clases”. Hacia 1834 fueron repartidas 12.000 hectáreas entre los pobladores de la llamada Colonia de la Comiá por iniciativa de la Asamblea de Antioquia, presidida por Mariano Ospina Rodríguez, uno de los padres del Partido Conservador. En la misma época fueron concedidas entre los ríos San Juan y Arquía 165.000 hectáreas a tres ricos de Medellín: Juan Uribe, Gabriel Echeverri y Juan Santamaría, llamados los “jamaiquinos”, conocida como la concesión Echeverri.

Estos hijos de “buenas familias” comerciaban entre Jamaica y Popayán y eran ganaderos en “tierras calientes”. Fomentaron la colonización de sus tierras con mestizos, mulatos indios y blancos pobres, y crearon una “sociedad de pequeños agricultores independientes y casi igualitaria”, a decir del historiador Jorge Orlando Melo. Los socios de la concesión Echeverri vendían tierra barata a cambio de trabajar en el camino entre Fredonia, Santa Bárbara, Caramanta y, Marmato, para apoderarse del comercio tanto de la zona aurífera como de la de Cauca.

2. La colonización del suroeste fue afirmada con la construcción de capillas y el establecimiento de parroquias. Hacia 1865 ya habían sido fundadas las de Valparaíso, Támesis, Andes, Bolívar, Jericó y Jardín. Hasta mediados del siglo XIX, Antioquia no era especialmente religiosa. El clero secular no era ni poderoso ni rico. Las guerras civiles obligaron a Antioquia a replegarse sobre sí misma y a fortalecer su identidad regional contra su rival histórico, Gran Cauca –liberal y guerrerista–, apoyándose en el conservatismo y en la Iglesia. Sello de esta alianza fue Mariano Ospina Rodríguez, hacendado, presidente de la República y defensor de Roma.

Una parte importante de colonos y hacendados de la colonización antioqueña del suroeste eran en verdad conservadores perseguidos por el liberalismo después del triunfo de Mosquera en 1861 en Usaquén y en particular el de Julián Trujillo en Los Chancos en 1876. Antioquia no fue escenario de grandes batallas en las guerras civiles. María Martínez de Nisser, la Marucha, una de las pocas mujeres que combatieron con armas en las guerras civiles, escribió: “Si en alguna parte de la república el pobre labrador huye del fusil es, sin duda, aquí (en Antioquia); él prefiere las cuevas o las asperezas de los montes, a la vida de soldado”. No sólo los campesinos se escondieron de la guerra, Mariano Ospina Rodríguez se refugió en Fredonia, donde fundó haciendas e inició el cultivo del café.

En las guerras de 1876 y 1885, Antioquia participó más activamente debido al condimento religioso que tuvieron. En la guerra de los Mil Días, los jefes conservadores enviaron varios –pero no numerosos– batallones a pelear contra los liberales fuera de su territorio. Entre 1910 y 1930, consolidada la Hegemonía Conservadora, tres de los seis presidentes de Colombia fueron antioqueños: Carlos E. Restrepo, Marco Fidel Suárez y Pedro Nel Ospina. Entre la guerra y la paz, Antioquia optó por los negocios y su economía se enrutó hacia el café.

En 1892, Antioquia tenía 1,5 millones de árboles de café en producción; en 1922 tenía cinco millones y en 1931, 850 millones. Los pequeños cultivos han predominado en la economía cafetera de Antioquia, pero los medianos han ido ganando terreno al debilitar tanto la pequeña como la gran caficultura. La productividad y la rentabilidad de la pequeña propiedad parcelaria tienden a ser mayores por el hecho simple de que la mano de obra familiar amortigua los costos de producción. De ahí que el tamaño de la familia esté muy asociado a la estabilidad de la economía cafetera. De ahí también el arraigo de los lazos familiares en Antioquia y por tanto la capital importancia que para sostenerlos tuvo y tiene la prédica religiosa. La economía cafetera con este abrigo se volvió también una cultura del café.

El cultivo comercial del café se inició en Rionegro hacia 1861 en la finca El Tablazo, de José María Jaramillo, con 2.000 matas, pero sólo tomó impulso a partir de la construcción del Ferrocarril de Antioquia. En 1877, había en Antioquia 328.500 cafetos, plantados en su gran mayoría en grandes haciendas. Fueron renombradas las de La Amparo, de los hijos de don Mariano, Tulio y Pedro Nel –futuro presidente–; Gualanday, de Rafael Uribe U.; Claraboya, de Manuel Mazuera; La Amalia, del expresidente Ignacio de Márquez. En 1888 la producción en Fredonia alcanzó 2.600 sacos de café pergamino, la mitad de los producidos en toda Antioquia. De Fredonia el cultivo del café se derramó loma abajo hacia el río Cauca y trepó por el flanco oriental de la cordillera Occidental: Támesis, Jericó, Valparaíso, Jardín, Andes, Bolívar. A fines del siglo XIX había plantados 270.000 árboles en Támesis y un millón de palos en Jericó

3. El suroeste no fue siempre exclusivamente cafetero. Las haciendas fueron también grandes ganaderías, sobre todo aquellas situadas en las “tierras calientes”. Gabriel Echeverri en su Túnez llegó a tener mil novillos. Santiago Santamaría, su socio, negociaba con los colonos la tumba de montes de su pertenencia y los primeros cultivos de maíz, a cambio de hacer potreros con pasto pará. Las ganaderías de Santamaría se extendían entre el río San Juan y el Piedras, “un mar de verdura para el encanto de sus dueños”. En Jericó (Río Piedras) pastaban 25.000 reses. Estos dos empresarios ensayaron, sin éxito, el cultivo del tabaco y el añil.

En el suroeste la minería fue una actividad marginal. Ni los conquistadores, ni después los mineros, se interesaron en la región, porque no había afloraciones ni salados de renombre. No obstante, en La Comiá y en el río San Juan se explotaron algunos aluviones que jalonaron la colonización antes de 1860. En la Montaña de Caramanta, el tan mentado don Gabriel Echeverri se benefició de filones de oro y plata que eran en realidad prolongaciones de los grandes yacimientos de Supía y Marmato.

La economía parcelaria se defendió con la siembra de maíz y fríjol y el engorde de cerdos. Era tal la abundancia de maíz -–apunta el padre Gómez Ángel, uno de los principales terratenientes de la región–, que el precio se mantenía por el suelo y “todos prefieren criar y engordar cerdos que hacen el surtido del mercado de Medellín”. Frisoles, arepa y marrano se constituyeron en la dieta básica que permitió quebrar la montaña y cultivar café. Con el café, aumentó el tamaño de la familia campesina y con este crecimiento, el poder de la Iglesia. De otro lado, los antioqueños vieron antes que nadie que la gran hacienda estaba amenazada por la resistencia de jornaleros y arrendatarios, tal como sucedió en Cundinamarca y Tolima a mediados de los años 1920. Se dieron cuenta también de que la ganancia del negocio estaba en la comercialización y de que era posible independizar la economía parcelaria de la red comercial. En busca del monopolio de la compra y la venta del grano se fundó en 1927 la Federación Nacional de Cafeteros, cuyo director entre 1930 y 1934 fue Ospina Pérez, presidente de la República entre 1946 y 1950, a quien Gaitán acusó de ser promotor de la Violencia.

Con la estabilidad de la economía cafetera se organizaron en cada pueblo congregaciones y se construían capillas e iglesias. El celo de la Iglesia encontró un campo fresco donde pastar sus ovejas La obra mayor de todas, la que domina el panorama religioso del suroeste, es el templo de Jericó –y sus 14 iglesias y capillas–, que comenzó a ser construido en 1873, inaugurado en 1895 e iluminado con luz eléctrica en 1906. En 1915 el papa Benedicto XV creó la Diócesis de Jericó y otorgó al templo la categoría de catedral. En 1917, cuando comenzó a mejorar el precio del café, llegó el primer obispo, pero un año después se descubrieron fallas en la estructura del edificio.

En 1946 se demolió la catedral y se inició la construcción de la nueva, de estilo neorrománico, de 2.500 metros de construcción y 600.000 ladrillos, gracias a las “próvidas limosnas” de campesinos cafeteros. Fue consagrada en 1969 por el arzobispo de Jericó, Augusto Trujillo Arango, gran orador sagrado. En la catedral fue celebrada en 2013 la santificación de la madre Laura Montoya, nacida en Jericó en 1874 y fundadora de las Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena, órdenes duramente atacadas por monseñor Builes, llamado la Mitra Azul por su severa ortodoxia católica. Los colonos e indígenas a los que ella dedicó su vida acogen a las misioneras de la Madre Laura con cariño y las llaman simplemente “Lauritas”. En el suroeste no hubo “chulavitas” ni “pájaros”, la Violencia de los 1950 sólo desangró el noroeste, donde se construía la famosa Carretera al Nar, hacia el Urabá antioqueño –justamente donde la santa inició su misión–. En los años 1990 tampoco hubo guerrillas, pero sí presencia paramilitar.

La economía parcelaria cafetera facilitó un orden social equilibrado que debilitó conflictos prolongados que hoy parecen estar despuntando con la perspectiva de la gran minería. La AngloGold Ashanti, el gigante minero al que los gobiernos de Uribe y de Santos dieron carta blanca para explorar el cinturón de oro en el suroeste, extrajo cuatro millones y medio de onzas de oro –unas 150 toneladas– de sus 20 minas situadas en 10 países. En Colombia tiene el ojo echado –bajo la protección de nombres diferentes– también sobre Gramalote, Norte de Santander; Páramo de las Hermosas, entre Valle y Tolima, y San Roque, en el noreste de Antioquia, por ahora…

Lea mañana: “De Támesis para allá”.

Por ALFREDO MOLANO BRAVO

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