Crónicas de Carnaval: “¡Que viva el Congo Campesino del Atlántico!”

El Congo Campesino es considerada una de las danzas tradicionales del Carnaval. El siguiente escrito es sobre la experiencia de un universitario durante un fin de semana junto miembros y amigos de la familia Güette.

Jesus Andres Alvarez Pino - Alianza Uninorte/ El Espectador
02 de marzo de 2019 - 05:36 p. m.
Tomada de Pinterest.
Tomada de Pinterest.

En el patio cantan los tambores. Uno recae bajo el martirio de mis poco entrenadas manos y el otro bajo el habilidoso golpeteo de alguien que en su sangre lleva la estampa de los Congos. La brisa levanta esquirlas de un suelo no pavimentado, y esbozos de leña, tamarindo y gallineros, penetran los hocicos de los presentes: amigos y familiares que con algarabía chocan las palmas de sus manos y lanzan versos a diestra y siniestra. Un bailarín gritón, una guacharaca raspada con la costilla de lo que alguna vez fue un cerdo, seis o siete pájaros libres pero enjaulados, tres perros y varias mecedoras, son los últimos detalles que amenizan el paisaje rural al que diré ‘adiós’ en breves instantes. Aunque diferente al que frecuento, no puedo evitar sentirme como en casa.

···

Galapa es un lugar particular, casi se podría decir que hasta un poco contradictorio. La inminente urbanización que se avista en la mayoría de sus calles pavimentadas, parques biomédicos con wifi y fachadas de casas cada vez más modernas, contrastan con sus fondos pueblerinos, arenosos y lleno de animales que suelen llamar patio —o hasta traspatio, dependiendo de cuán grande sea el terreno—. Abunda la fauna característica de la costa; trupillos, olivos, mangos, tamarindos, guayacanes, acacias varias y uno que otro árbol floral, que adornan terrazas, otorgan sombra a juegos de dominó y a conversaciones de medio día.

José Güette lo tiene claro, recorre este paisaje desde que nació hace poco más de ochenta años. 'El viejo', como contradictoriamente le dicen sus contemporáneos, pertenece a ese gremio de huesos duros de roer a los que se les dificulta quedarse quietos. Su caminar rígido producto de la ruptura simultánea de ambas piernas y la mano ‘jodida’ por accidentes de trabajo, dan cuenta de un pasado duro y laborado; durante treinta años se desempeñó en Eternit como oficial encargado de supervisar el molido de asbesto, una tarea peligrosa pero correctamente pagada que le permitió tener una vida cómoda y sin pretensiones.

Doy con su casa por mera casualidad siguiendo la pista de una aseadora de la Casa Cultural a la que pregunto si sabía algo sobre los Congos.

—Por aquí cerca vive un señor apellido Güette, él debe saber—. Acto seguido, la mujer lanza un par de ademanes señaladores, uno que otro ‘coges por ahí’ y un ‘cualquier vaina pregunta y llegas’ que remarcan la curiosa inexactitud de las indicaciones en la costa.

Efectivamente pierdo el rumbo y me veo obligado a seguir el último consejo de la doña. Por alguna razón, y aunque en ese momento no lo sabía, puedo intuir que a quien busco debe ser una persona de edad mayor. De estar en lo correcto, lo siguiente sería suponer que lo conoce gente más a menos similar. Posterior al silencioso levantamiento de un dedo arrugado, doy finalmente con el lugar.

—Buenas—. Es la expresión que a modo de feromona alerta a los ocupantes de la casa  que desde una habitación, la sala y entrada del patio, me miran con recelo—Busco a un señor apellido Güette.

Un infante apaga el televisor y se marcha.

—¿A la orden? — dice una señora que a pisadas lentas se acerca a la reja.

Dos ojos intercalan entre los elementos más llamativos de una vestimenta y la atención a las palabras de un universitario que sudoroso explica el motivo de su visita. La intervención es proseguida por un silencio cuyo motivo es calificar la veracidad de la historia, quebrantar el alma de lo que podría considerarse un mentiroso en potencia y reflexionar lo suficiente entre si permitir, o no, la entrada de un extraño a la casa.

Con desgana y desconfianza es abierta la silla más cercana. Luz, es el nombre de la segunda persona en atenderme. Se presenta como una de las hijas del señor Güette, el director del Congo Campesino del Atlántico. Asegura estar a cargo de las entrevistas y ser capaz de resolver todas mis dudas acerca de su padre. Contrario a lo que algunos lectores podrán estar pensando, el hombre está vivo y, de hecho, para su edad se ve como un individuo lleno de vigor, preparado para disfrutar cómodamente de los años que le deparan. La inusual respuesta se debe más bien a que la mujer no se siente cómoda con la naturaleza analfabeta de su padre, una característica frecuente entre la gente que proviene de su época y origen social, pero para nada condenable; siempre he pensado que aquel que no sea capaz de escribir sus historias y de leer las de otros, se convierte en un libro andariego que guarda experiencias de oro en su mente y corazón.

Doña Luz abandona su asiento y vuelve con su padre luego de unos minutos. El tacto suave al apretar, discordante con la áspera superficie de sus palmas da la impresión de un hombre fuerte con modales mesurados. Los párpados levemente caídos en las esquinas, el gesto suave formado por la inclinación hacia abajo de la comisura de sus labios y la amplia sonrisa de dientes escasos, componen el conjunto de un hombre gentil e interesante; un abuelo en todo el sentido de la palabra.

Charlamos sobre la historia del grupo; de cuando su nombre era Congo Tigre, fue por primera vez al carnaval y su entonces director se vio obligado a cambiarlo por toparse con un homónimo; de cómo innovaron al incorporar mujeres a sus filas, o más bien cuadrillas, recalcando el origen militante de la figura del Congo —y, de hecho, actualmente es codirigida por una mujer (su hija Luz)—; de la edad predilecta para que los miembros de la familia sean disfrazados y sacados a danzar (siete meses); de su ingreso a los veintiséis años en calidad de bailarín; de los tiempos de gloria en que abundaban los miembros y de las crisis en que solo podrían contarse con los dedos de una mano; él, su esposa, dos de sus hijas y una vecina, durante un martes de carnaval por el noventa y cuatro.

Horas después, una reja tostada por el óxido truena y silba al ser abierta mientras se escucha un “hasta luego” que revela la promesa de volver pronto.

 

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—No gracias — dice Don José mientras mira confundido hacia la terraza para visualizarme, casi como si tratara de enfocar con claridad lo que está a pocos metros, o más bien quién. Vacila durante un instante, casi puede percibirse que duda sobre la pertinencia de su respuesta, pero luego abandona la idea y emprende un andar desinteresado hacia una habitación.

Ha transcurrido una semana. Se respira el caluroso bochorno de poco más de la 1 P.m. La superficie lisa y, más que gris, plateada de las calles hace las veces de reflector para bronceado. Hasta las hojas de los árboles parecen evitar el cansancio y preferir el estatismo innatural durante la que se supone es época de brisas. Siento un poco ardor en la nuca, —nada grave—me digo, —los flashazos de Soledad casi que me han transformado en un meta humano foto resistente, algo así como un superhéroe que a todos los cachacos les encantaría robar su habilidad—.

Entre risas, Don José se excusa por no haberme identificado. A su lado está sentado Mañe, un setentero con aspecto de cincuenta, no muy alto, grueso, de andar juvenil y risueño, que también hace parte del grupo. Es pareja de mamá Farides, una de las hijas de Don José.

A Mañe le causa gracia que ‘el viejo’ conteste preguntas distintas a las que le hago. Sé que tiene problemas de oído, pero por experiencias con mi padre he aprendido a diferenciar entre un semi sordo y alguien que responde lo que quiere por desear que eso que dice sea escuchado. Naturalmente Don José pertenece al grupo de la segunda afirmación. Eso me intriga de los ancianos; han vivido tanto que conversar para ellos casi que es sinónimo de remitirse a historias, anécdotas, a echar cuentos, y como saben que cada día que pasa es un pie que tienen más cerca del lado de los muertos que el de los vivos, no desaprovechan las oportunidades, se desbordan sin pena, dispuestos a sincerarse; dan más sentido a la expresión ‘ser social’ que tanto se emplea para diferenciar a los humanos de las bestias.   

Para ‘Vicentico’, como le dicen algunos de sus amigos, los nombres parecen ser estructuras inseparables e inolvidables. Resalta la relación con su compadre Alberto Barrios y su devoto respeto hacia quienes en épocas doradas fueron líderes; Mercedes Acosta Bengoechea, su hijo ‘Lucho’ Acosta o nuevamente Barrios. Y añade a su predecesor Antonio Polo, recordando cómo infortunadamente casi se termina el grupo durante su dirección.

Sin intención alguna confunde fechas, da igual, no es una máquina; además, más allá de calcular el momento exacto en que algo sucedió, los números se vuelven sosos al contar una historia, no llevan sustancia ni evocan sentimientos.

—Él decía que no tenía recursos, que no trabajaba en ninguna empresa— dice Don José con las palmas de las manos abiertas, las cejas subidas a más no poder y los globos oculares a punto de reventar, mientras se refiere a una conversación que tuvo con Antonio Polo cuando asumió el liderazgo del grupo— Yo le dije que no importaba, que uno hace las vueltas y lo saca adelante.

Naturalmente fue así, se hizo las vueltas, la pregunta era cómo. Durante unos instantes que ‘el viejo’ se marchó a cumplir con un recado, Mañe aprovecha para hablar sobre los años siguientes al posicionamiento de Güette como director. Dice que nadie sabe de dónde, pero José inyectó varios millones encaminados a que el Congo Campesino recobrara fuerzas; telas, madera, zapatos, maquillajes, empleados para vestir a un reformado grupo de amigos que convenció de regresar a las filas y continuar contribuyendo a que la tradición se conservara.

Mañe se marcha luego de un rato y continúo la conversación con la esposa de Don José mientras al mismo tiempo tengo una competencia amistosa con su nieto, Jesús; gana quien haga las mejores figuras en plastilina. La señora de cabello totalmente emblanquecido, ojos curiosos y posición un tanto encorvada, se dedica a escucharme hablar de las más absurdas nimiedades, contestando a la mayoría con un dulce gesto en los labios o, cuando la historia lo merece, una carcajada controlada. Se entera por boca de sus hijas que tengo planes de quedarme y que, aunque cuento con el dinero necesario, el precio a pagar era francamente exagerado. Hasta parecía estar decidida a no permitirme gastar un peso y atenderme de la mejor de las maneras; Aunque ya había almorzado —¡y le había dejado claro que ¡ya había almorzado! —, insistió en servirme un plato de carne, arroz y papas chorreadas para que comiera cuando apenas tenía una hora de haber llegado a la casa. O más bien no insistió, solo me notificó cuando la comida estaba servida en la mesa, acompañada por un par de cubiertos enrollados de forma elegante con una servilleta.

Mientras mi pequeño tocayo da los últimos detalles a un rinoceronte en escala de grises, la doña platica con una de sus hijas acerca de resolver mi situación. Así es como mamá Farides (que decidí otorgarle tal título por la actitud protectora, cuan hembra recién parida, que desarrolló hacia mí a lo largo de un completo fin de semana) se ofrece a hospedarme en su casa.

—Mi turno— le digo a Jesu luego de ver el resultado final de su escultura.  

Mientras unos delgados y torpes dedos batallan por conseguir una figura más o menos uniforme, la señora de Güette cuenta cómo fue su relación con Vicente, el nacimiento de sus seis hijos con el pasar de los años (cuatro hembras y dos varones), las discusiones con el terco hoy día pensionado que se negaba a utilizar silla de ruedas, bastón, muletas o simplemente a tomar reposo durante los períodos en que no se le permitía trabajar por sus múltiples lesiones laborales. Uno de los relatos que más sorprende es cómo hace más o menos cuarenta años compraron el gran terreno en que construyeron las longitudinales casas en que vive gran parte de la familia por tan solo $80.000.

—Claro, los tiempos eran otros, pero allí vivía una cachaca solterona a la que se le notaban las ganas de irse— dice la señora mientras asiente con la cabeza al ver mis ojos totalmente desorbitados.

 

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Dos Congos más saludan y se sientan en sillas aledañas. El primero es un tipo moreno de rasgos orientales que tiene un aspecto pulcro otorgado por su vestimenta planchada desde el pantalón hasta la boina, zapatos de cuero oscuro embolados, anillos, perfume y sentado a pierna cruzada. El segundo es un anciano menudo de gorra pequeña que deja asomar mechones irregulares de canas en ambos lados de su cabeza. Su camisa de Junior arrugada y algo sucia, además de la bermuda raída, los tenis trajinados y el dulce olor a aguardiente que despide su cuerpo, son elementos que contrastan fuertemente al ser comparado con su acompañante. Pero ambos son congos, amigos de la infancia, compañeros de trabajo, vecinos, colegas de festejos; guerreros del mismo nivel. No importan las diferencias en su manera de vestir.

Güette ríe a carcajadas junto a ellos. Fallo con el rinoceronte; los complicados altos y bajos necesarios para dar realismo a los cachetes, orejas, hocico y cuernos representan un reto insuperable para mi persona. Pero acepto el segundo round contra Jesu y observo detenidamente cómo, entre una caricaturesca y siniestra risotada, emula el cráneo de un toro. El pequeño intenta distraerme haciéndome conversar; dice que el Carnaval de Río es el mejor del mundo (golpe bajo para un barranquillero orgulloso) y que “nojoñe, allá todo es más grande y bacano”.

A pocos metros un par de gemelas regordetas que no pasan de los ocho años se ‘levantan a muñeca’, halan sus cabellos, se manotean y gritan insultos. Los viejos parecen disfrutar del espectáculo y animan a las niñas con el propósito de saber quién es la más fuerte. Ahora son más, calculo que sumados representan más o menos cuatrocientos años y hablan sobre el partido de fútbol que comenzará en contados minutos.

—¡Jesu!

—¿Yo o él? — digo confundido señalando al niño.

—Tú. Las muchachas se van a maquillar, por si quieres tomarles fotos.

—Voy.

Entro a la sala de la segunda casa, saludo y explico cuál es mi propósito en el lugar. La mayoría de las muchachas no bajaba de los 50 años. Era obvio, los grupos que promueven el mantenimiento de la tradición suelen estar formados por personas mayores, solo los caracterizados como de fantasía están llenos de sangre joven. Aunque una de las muchachas resulta ser una muchacha en el verdadero sentido de la palabra; su nombre es María Luisa, tiene alrededor de quince años, es delgada, con piel blanca un tanto bronceada, nariz fina y pequeña, labios delicados, ojos cansados, sonrisa sarcástica y linda figura. Es la hija de no sé quién (entre tantas explicaciones de Jesu intentando clasificar quién hace o no parte de la familia, termino por confundirme). Intercambiamos una que otra mirada mientras flexiono mis piernas en incómodas posiciones y presiono el obturador de mi cámara.

La Conga (me atrevo a llamarla así, aunque nunca en mi vida he escuchado a alguien ponerle un nombre) es una figura elegante, anda con el mentón alto y los hombros bajos; la espalda recta y el pecho inflado; espabila con gracia mientras a ritmo de tambor toma las puntas de su falda, pisa delicadamente y gira noventa grados, primero a la derecha y luego a la izquierda. Esa misma gracia es, inclusive, percibible en el gesto casi ególatra que mantienen sus rostros al ser pintados, sus cabellos al ser arreglados y sus cuerpos vestidos por el blanco, amarillo, verde y rojo.

Por otro lado, El Congo es un individuo imponente. No es el machete en sí lo que genera un poco de miedo, sino el gesto neutral de sus rostros, blancos de manchas rojas, enmascarado en las gafas oscuras. Los gritos de batalla. Las maniobras evasivas-amenazantes que caracteriza su andar ladeado, casi como si se prepararan para atacar a un objetivo. Su caminata sigilosa, silenciosa, solo interrumpida por aullidos, ‘vivas’ y uno que otro alarido incomprensible. Comprende en su totalidad una figura majestuosa.

 

···

—¡Goooooooolllllll!

—¡Nojoda, vayan a cambiarse! ¡Ahorita tenemos que ir saliendo! —grita doña Luz a los medios congos que ni se han abrochado los pantalones por andar pendientes del partido Junior - Medellín.

En menos de una hora deben estar en una de las canchas del pueblo para conmemorar la coronación de su reina y celebrar la visita de las pasadas. El único listo es Jesu. Su cuerpo está cubierto con brillantes telas que intercalan entre el verde, amarillo, rojo y morado. Su cráneo es adornado por un turbante un poco largo para su altura. Y su cara tiene el popular diseño de blanco y rojo, que para los viejos distraídos frente al televisor debe simbolizar los colores del Junior, más que la furtividad del Congo.

Los gritos solo cobran efecto cuando el pitido final marca el 3 - 2 a favor de los tiburones y los viejos recuerdan que antes de aficionados son danzantes. Se visten rápida y torpemente. Discuten por quién será maquillado primero. En la terraza reparten las manillas necesarias para entrar al escenario y salen a la mitad de la calle para realizar un ensayo general.

Confusión, confusión total. El partido no les hizo nada bien. Se chocan, tropiezan, atrasan, adelantan. Abundan los gritos represores y los manotones, sobre todo por parte de Luz y José Vicente; quien no va al evento, dice que alguien debe quedarse cuidando la casa, pero aun así no olvida su posición y regaña a las cuadrillas para que recuperen el orden. El único alarido de júbilo proviene de la mamá de Jesu resaltando su excepcional papel —¡ese es mi hijo! —.

La música se repite unas cinco veces, dándoles tiempo suficiente para reagruparse, replantear la estrategia y focalizarse. Partimos justo al acabar por última vez la canción. Recorrimos un camino de aproximadamente diez minutos, en el que la gente aprovechaba para tomarse fotos con los Congos, saludarlos, mamar gallo. Mamá Farides me coloca justo en medio, protegido por las cuadrillas, como si fuera un rey protegido por sus peones, caballeros y arqueros.

—Está pendiente de tu bolso— refiriéndose a los equipos de grabación que contenía —si alguien se intenta meter contigo lo levantamos a palo— dice entre una dulce sonrisa mientras toma prestado uno de los machetes de madera de los danzantes y lo mueve amenazantemente de lado a lado.

 

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—¡Güepa! —es lo primero que sale de mi boca cuando uno de los guardias me da la halada de huevos más basta que he sentido en la vida.

La expresión causa gracia entre Luz y su esposo, Edinson; un tipo considerablemente más alto que todos los presentes. Su tamaño llega a proporciones imponentes cuando el turbante se asoma por encima de su cabeza.

Al parecer el partido no nos atrasó tanto como pensábamos. Pasan un par de horas más antes de que comiencen a presentarse cantantes en el escenario. El retraso por parte de la reina es notorio, sobre todo por los largos fragmentos de tiempo que separaban una presentación de otra. Era claro que componían un plan de emergencia para evitar que el público se marchara.

 

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Suben una y otra vez, a intervalos cortos suplidos por grupos de fantasía. Lo que era pintura blanca ahora se convierte en espesas gotas de sudor. Cambian los regaños del señor Güette por los anuncios desesperados de un coordinador tras bambalinas que por intercom recibe las órdenes de un superior. El imponente ritmo es dictado por la joven reina que intercala entre los saludos y los pases carnavalescos; me pregunto qué pensarían los asistentes si supieran que, aunque detrás del escenario no se permite el ingreso de bebidas alcohólicas (regla que obviamente no cobija a la soberana) el fruto de la euforia emanada por su majestad provenía de empinarse media botella de Buchanan's en un ardiente y largo sorbido.

Allá van nuevamente, y veo todo a escasos dos metros de distancia desde el escenario. No se supone que deba estar aquí, pero hice un intercambio con un gordo pedante encargado de supervisar la transmisión y logro posicionarme con mi cámara a cambio de grabarle un en vivo en Instagram.

La Reina prosigue a la lectura del bando. Grita, gesticula, echa chistes, brinca y pide aplausos. La gente le responde benévolamente, sobre todo cuando sube al escenario la mascota del Junior, Willy. Casi que se escucha un estallido de pólvora por frase, luego por palabra y finalmente por sílaba. Esta gente tiene mucha pólvora. Al igual que el imponente pitbull de los tipos de seguridad, no la estoy pasando nada bien; mis hombros saltan al mismo tiempo que se contrae desesperadamente su abdomen; mueve su cabeza cuando tapo mis oídos; él chilla y yo canto para callar las explosiones.

 

···

—Jesu, vamos que ya terminamos acá.

Salimos con el mismo garbo que nos caracterizaba antes de ser manose...requisados en la entrada. Nos separamos en la esquina; María Luisa, el hermano de el viejo, Mañe y yo, dirigimos nuestros pasos hacia la casa de Mamá Farides. Durante el camino mastico un perro caliente que mi protectora se encargó de guardar para mi cena. Llegamos. Con atrevimiento doy un beso en la mejilla de la muchacha para confirmar la suavidad de su piel. Luego se escuchan un par de ‘hasta mañana’ mientras se cierra la puerta principal.

 

···

Duermo profundamente. La falta de electricidad no me afecta para nada, el cuarto es bastante ventilado y las calurosas mañanas de Galapa no tienen nada que ver con las frescas noches.

Despierto a la mañana siguiente. Me recibe una conversación de patio junto a Mañe y mamá Farides, una toalla, jabón, talco, (sorpresivamente) una gaita hembra, y dos pocillos de café con leche caliente acompañados por dos pasteles de carne. Mientras mastico, Mañe saca algunas de las piezas que ha hecho; talladuras en madera producto de su aprendizaje en la Casa de Cultura. Un tucán colorido y un tótem barnizado ganan la mayor parte de mi atención, llevándome a formular múltiples para descubrir cómo eran elaboradas.

—Eso es puro machete y maña —dice Mañe mientras emula los ademanes del proceso.

Explica cada detalle, la materia prima necesaria. Cuenta sobre las exposiciones que han sucedido durante el presente año, las competencias de talladores, acerca de sus conocidos. Luego habla apasionadamente sobre música mientras en una de sus manos sostiene la gaita. Me doy cuenta cómo cada vez que, cuando bajo la mirada para morder mi desayuno, sucede una especie de interacción-complicidad entre él y Mamá Farides, casi como si ocultaran algún tipo de plan malévolo. Me invitan a salir y, aunque desconfiado, acepto.

—Recoge tus vainas para ver si me acompañas a hacer unas vueltas.

Nos oreamos a las once de la mañana y damos una vuelta por el municipio. Recorremos las mismas calles que horas antes eran presa de festejos. Pasamos por parques y plazas, interrumpiendo juegos de parqués, mamaderas de gallo y rondas de cuento, mientras saludamos a los mismos viejos que el día anterior tenían la cara pintoreteada de blanco y rojo. Mañe hace un esfuerzo excepcional por explicar las direcciones, indicaciones y referencias que pueden servir para ubicarme la próxima vez que vaya; me causa gracia, porque por muy atento que esté siempre termino por perderme; pero he allí donde recaen las aventuras.

Volvimos a la casa de Güette. Las muchachas cocinando en pijama, los niños corriendo descalzos sin preocuparse por el calor que el sol produce en los pisos de la terraza o la suciedad de la carretera, los perros guardianes que a turnos salen a chismosear las terrazas, los sobrinos que vienen de visita, los viejos perniciosos que madrugan a buscar su botella de ron blanco, la música a volumen de domingo (ni alta, ni baja); puntos en común que en muchas familias de la costa se repiten los ante-lunes.

De pe a pa sería la expresión correcta para describir el recorrido que hacemos saludando desde la entrada de una de las casas hasta la salida de la otra. Naturalmente pasando por el patio, bajando uno que otro tamarindo, llamando a los perros, ahuyentando a las gallinas, fastidiando a los loros, cotorras, canarios, guacharacas; inhalando el olor a leña que promete el arribo de un buen sancocho; viviendo en esa dicotomía entre ruralidad y urbanismo.

 

···

El sol está en su punto. Caminamos por los andenes de las calles principales que van hacia a la carretera Troncal del Caribe mientras Mañe saluda a conocidos con sonidos hilarantes: uejeeee, eeeey, uipitiiii, eeepa, son solo algunos de los que más repite. Bajamos el calor gracias a unos bolis de leche con cola que tomamos atrevidamente de la nevera antes de salir de la casa.

Mañe me lleva al negocio de un amigo que se dedica a la venta de herramientas. Entramos a una oficina donde está sentado un tipo que parece pedante y aburrido. Se la pasa presumiendo sobre sus negocios, las ganancias que generan y el cómo abarató costos despidiendo a dos de sus empleados. La conversación no fluye mucho, Mañe no muestra interés por lo que dice su interlocutor, cambia de tema cada vez que tiene la oportunidad, deja suceder prolongados baches de silencio y sin embargo continúa allí. El tiempo que pasa entre el momento de ese suceso y el instante en que redacto la historia, permiten que me dé cuenta las verdaderas intenciones de Mañe; simplemente quería refrescarse en el aire acondicionado de la pequeña oficina.

Cruzamos la troncal para visitar a más amigos. Llegamos a un hogar bastante rústico. Cinco paredes de cemento pintado, tejado sin cielo raso, baldosas sencillas, un mueble, un oso de peluche, un abanico pequeño, una cocina pequeña, una sala atravesada en medio por una moto y un computador cerca de la puerta principal, sería una manera rápida de describirla. Afortunadamente no se parecen en nada al lugar anterior. Dentro se encuentran dos muchachos, sus nombres son Wilmer y Alberto, un par de hermanos que no pasan de los veinticinco. No son muy parecidos físicamente, sobre todo en su contextura; uno es gordo y el otro flaco. En las rodillas de uno de uno de ellos se visualiza una manilla de mostacilla grande a medio hacer. Dice que aprendió viendo a artesanos en la casa de cultura, mismos de los cuales aprendió un par de vainas más.

Coloca en el computador videos de sus ensayos. Sí, sus. Los allí presentes. Los hermanos se intercalan entre la gaita hembra y la percusión, mientras Mañe canta. Mañe canta. ¡Mañe canta! Ese era el secreto que planeaba revelar junto a Mamá Farides mientras se miraban en el desayuno. Le impresionó, sino mis habilidades como gaitero (que siendo sincero son bastante básicas), el genuino gusto que demostré hacia los ritmos de nuestro folclor. Alberto saca un par de maracas y tres gaitas; una hembra de aluminio, otra de ceiba roja y una corta del mismo material. Luego abre un cuaderno con partituras y practicamos mientras que en el computador se quedan Wilmer y Mañe viendo videos de maraqueros virtuosos que figuran como los mejores maestros de la costa. Andamos en esas durante un par de horas hasta que el mareo por la falta de aire me obligó a tomar descanso y transformamos nuestra tertulia musical en una conversación de terraza.

En el suelo yace una niña cubierta por una sábana, un analgésico para la fiebre que ningún laboratorio ha querido patentar. Creo que es la hermana de la pareja de Wilmer, una venezolana de veintitantos años. Nos despedimos del grupo compuesto por los hermanos, sus novias y mamá. Esta última repite una y otra vez ahora el pelao no se va a querer ir cada vez que los muchachos me enseñan algo nuevo en los instrumentos. No se equivoca, pero realmente debo emprender la marcha en poco tiempo.

 

···

Volvemos a la casa. Al igual que la tarde del día anterior, está llena de gente; huesos duros bebiendo ron blanco. Lo sé por el olor, porque, aunque me esfuerzo, nunca logro ver la botella —En esa terraza hay como dos mil años sentados —dice Mañe mientras ríe de oreja a oreja.

Me invade el hambre, son casi las cuatro de la tarde y no he almorzado. Pero la comida está servida; pollo apanado, tajadas, arroz blanco y sopa de leña (vaina rica en esta vida). Considero casi un talento la capacidad que estas personas tienen para detectar las necesidades de sus visitantes. Cada vez que tenía sed o hambre, la comida o la bebida no faltaban.

Me presentan a mucha más gente. Lamento no poder recordar los nombres de todos, pero prometo no olvidar sus rostros.

Mañe lleva dos tambores al patio. Jesu, Joshua (bisnieto de Güette) y yo vamos tras él. Al escuchar el sonido, se nos unen un par de nietos de el viejo, la mamá de Jesu, Mamá Farides y Congos que salen y entran de la casa. También nos acompaña un hombre apellido Narváez; es una familia que durante años ha tocado para el grupo.

Jesu toma una de las manos del pequeño Joshua y raspa la costilla rítmicamente contra la guacharaca. Sube tan fuerte como baja. Es acompañada por cachetadas de mano a mano que recalcan la velocidad predilecta de la danza de los Congos. A mi lado está sentado uno de los nietos de José. Palmea el cuero, lo silencia, le saca los guturales más voluminosos y los agudos más ilusorios; es un canto rítmico que nuestros ancestros dejaron para dar sentido a un mundo cada vez más complejo. No es ocio, es amor, sensibilidad, júbilo, alegría, insolencia, desorden. Una recarga de sentimientos entre cada golpeteo.

Un Congo camina por el pasillo buscando un baño y se deja atraer por la música. Su intervención es continuada por el inicio de los versos. Grita, levanta polvo con las chancletas, hace muecas, menea los hombros, ríe, goza, pero más que todo, danza. No baila, danza. José Güette me dijo que lo que diferencia al bailarín del danzante es que el primero solo repite lo que le enseñan, usando como herramienta más poderosa su cerebro; mientras que el segundo le mete el corazón a cada pase, improvisa según lo que siente, vive el ritmo, la coordinación, la agilidad, la habilidad.

—¡Vivan los campeones, nojoda! —grita el Congo refiriéndose a la última victoria del Junior y a los múltiples premios que el Congo Campesino del Atlántico ha conseguido tras vidas enteras de trabajo, pasión y compromiso.

 

···

Doy un fuerte apretón de manos a Mañe justo antes de subir al bus. Cada paso en los escalones representa un ‘hasta luego’, siempre un hasta luego. Partir solo me deja con más ganas de volver. No puedo sentir nada aparte de un agradecimiento inmenso hacia esa gran familia que me abrió sus puertas, no solo la de sus casas, sino las de su corazón. Conocí a las tías, tíos, primas, primos, mamás, papás, abuelo y abuela que tengo en Galapa. Por mis venas no corre su misma sangre, pero sí una inmensa postal de sus rostros en la profundidad de mi corazón.

Gracias y ¡Qué viva el Congo Campesino del Atlántico!

 

 

 

Por Jesus Andres Alvarez Pino - Alianza Uninorte/ El Espectador

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