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Crisis en la Policía Nacional

Para entender mejor la coyuntura actual de la institución, y lo que convendría hacer al respecto, es necesario hacer antes un breve recuento histórico.

Francisco Leal Buitrago *
14 de diciembre de 2015 - 02:08 a. m.

La Policía inició su profesionalización en 1940, con la creación de la Escuela de Policía General Santander y la reglamentación de la carrera de oficiales, suboficiales y agentes. La revuelta popular del 9 de abril de 1948, tras el asesinato de Gaitán, contó con la participación de buena parte de sus miembros. Con la violencia desatada por este suceso, el Partido Conservador en el Gobierno convirtió a la Policía en su brazo armado. En 1951, el gobierno conservador ubicó a la Policía bajo el mando de un oficial del Ejército, sin que dejara de depender del Ministerio de Gobierno. Tras el golpe del general Rojas Pinilla, en 1953, la Policía fue trasladada al Ministerio de Guerra y pasó a ser la cuarta de las Fuerzas Armadas. Además, fue sometida al régimen de justicia penal militar. Se completó así un perfil de corte militar, incluida una estructura jerárquica vertical, a semejanza del Ejército.

En 1960, el primer gobierno del Frente Nacional nacionalizó a la Policía, separándola de las Fuerzas Militares. Quedó bajo la dependencia directa del ministro de Guerra, un general del Ejército en servicio activo –en 1965, este ministerio cambió su nombre por el de Defensa–. En 1966, con su primer estatuto orgánico, la Policía comenzó su actividad investigativa con la Policía Judicial, además de la orientación institucional hacia el control urbano. En 1971 se definió como un cuerpo armado de carácter permanente, creado para la guarda del orden público interno. En 1991, con el nombramiento del primer ministro civil de Defensa en casi 40 años, la Policía pasó a depender de un funcionario civil y la nueva Constitución la definió como un cuerpo civil armado que hace parte de la Fuerza Pública. En 1993 fue aprobado un nuevo estatuto para la institución, luego de un escándalo por violación de derechos humanos. En 1995 se amplió su profesionalización, con el denominado nivel ejecutivo policial y la conformación de cuatro especialidades: Policía Urbana, Policía Rural, Policía Judicial y Cuerpo Administrativo.

Con el crecimiento del narcotráfico en los años ochenta, la Policía sufrió la violencia derivada de esta actividad delincuencial y el Estado pasó a ser un factor más de violencia, atizada por la derivada de la expansión guerrillera. Con ello, las crecientes violencias reafirmaron la militarización de la Policía y cierta “policivización” de los militares, confusión difícil de solucionar sin que se termine el enfrentamiento bélico entre organizaciones delictivas e instituciones armadas del Estado. Pero, además, la expansión de la globalización y el debilitamiento de las funciones tradicionales de los Estados configuran factores que se agregan a la complejidad de los procesos nacionales que ubican a la Policía en el actual contexto del país.

La autonomía relativa de la Policía Nacional, al depender de un ministro civil, la convirtió en rueda suelta institucional, lo que ha dificultado que incorpore reformas que cambien su estructura jerarquizada y la supuesta injerencia de autoridades civiles e instancias ciudadanas. De ahí que con la reforma de 1993 el nuevo Consejo Nacional de Policía y Seguridad Ciudadana (Presidente de la República, algunos ministros, el nuevo Comisionado Nacional para la Policía, un gobernador y un alcalde) no logró operar, pues el énfasis de la institución siguió centrado en el mando interno jerarquizado y no en el intercambio de propuestas con autoridades externas. Además, la creación del Sistema Nacional de Participación Ciudadana a nivel nacional, departamental y municipal, base de la articulación con la sociedad civil, no funcionó como estaba previsto en la reforma y terminó por diluirse. Y, para completar, el control interno diseñado –Comisionado Nacional para Asuntos de Policía, Oficina de Auditoría Interna y Oficina de Diagnóstico y Autoevaluación– se enfrentó a una contrarreforma, entre 1995 y 2000, con origen en decisiones internas de la Policía. El desmonte de la Oficina del Comisionado Nacional para la Policía y otras instancias establecidas terminó por reafirmar la autonomía relativa de la Policía, sustentada en nuevos decretos y la desidia de organismos que subsistieron.

En 2002, un escándalo por corrupción alertó sobre la relativa autonomía policial. En 2004, las recomendaciones de una misión para corregir ese problema y otros entuertos se orientaron al control disciplinario: se propuso la creación de una Consejería Especial para Asuntos de Policía en el Ministerio de Defensa, una Unidad Especial en la Fiscalía, reactivación del Consejo Nacional de Policía y decretar la emergencia disciplinaria. Sin embargo, el gobierno de Uribe terminó ignorando estas recomendaciones y la Policía ejecutando cambios cosméticos. Sin duda, el peso de la estructura militar, adicionado a la autonomía relativa, tuvo de nuevo consecuencias negativas.

Los escándalos de ahora inducen a que el Gobierno Nacional tome, en forma definitiva, decisiones de orden estructural que solucionen problemas derivados de la larga incoherencia institucional producto de las violencias –en particular las vinculadas a la política– que han atravesado la historia del país. Pero hay algo adicional no visto anteriormente, que dificulta más eventuales decisiones para buscar soluciones. Se trata de que los militares se sienten más cómodos –en su deseo de inamovilidad institucional– con la Policía como parte de su entorno. Incluso –impensable hace algún tiempo, dado el desprecio militar hacia los policías–, los militares permiten que el director de la Policía forme –o se alinee– según su antigüedad, entre los generales comandantes de las Fuerzas Militares. Esa articulación, de hecho, entre militares y civiles armados suma cerca de medio millón de efectivos, cifra superada sólo por Brasil en la región.

Para corregir los problemas de militarización de la Policía y su condición de rueda suelta institucional, habría que proceder por etapas. La primera sería trasladar a la Policía Nacional al Ministerio del Interior –no a uno nuevo de seguridad ciudadana, con ambigüedades burocráticas–, ya que el del Interior es el ministerio de la política. Habría, eso sí, que reformarlo al mismo tiempo. Sería una forma de articular los gobiernos regionales y locales con el Gobierno Nacional, pues la descentralización administrativa de hace 25 años se hizo en medio de violencias mafiosas que iniciaban su ligazón con la política, lo que facilitó que se desbocaran, incluso con efectos criminales. Con esa articulación, al depender la Policía del ministerio de la política y al ser los alcaldes los jefes de Policía –según la Constitución–, quedarían conectadas de manera directa localidades y regiones con el Gobierno Nacional. Un viceministerio de Policía sería lo adecuado e, inclusive, podrían separarse las instituciones policiales de inteligencia –hoy manipuladas delictivamente–, ubicándolas en otra dependencia del mismo ministerio.

Estos planteamientos son apenas un esbozo de medidas iniciales que serían convenientes para arreglar los periódicos escándalos y distorsiones de la Policía Nacional, fuera de los que son silenciosos pero consuetudinarios. Sería oportuno que el Gobierno Nacional aprovechara la coyuntura de finalización de los acuerdos de La Habana con las Farc –y ojalá pronto con el Eln– para comenzar a corregir lo que han sido paños de agua tibia de los gobiernos anteriores. Pero, lo más importante, sería iniciar con pie derecho lo que el Gobierno llama posconflicto, que es apenas el principio de un largo y tortuoso camino hacia la paz, pero también una puerta de oportunidades y esperanzas.

* Sociólogo y Magister de la Universidad Nacional y Ph.D. de la Universidad de Wisconsin (EE. UU.).

Por Francisco Leal Buitrago *

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