“Del reclutamiento sí se puede salir adelante”: Alejandra Hernández, víctima de las Farc

Este jueves se conmemora el Día Nacional de la Memoria y Solidaridad con las Víctimas. Una de ellas, Alejandra Hernández, da su testimonio de cuando fue reclutada por las Farc cuando tenía nueve años, cuenta cómo fue su vida en la guerrilla y cómo hoy sigue en la lucha por superar los temores que le dejó la guerra.

Érick González G.*
09 de abril de 2020 - 03:00 a. m.
Alejandra Hernández tiene 29 años y hoy participa en un proyecto de teatro.   / Óscar Ramón- Unidad para las Víctimas
Alejandra Hernández tiene 29 años y hoy participa en un proyecto de teatro. / Óscar Ramón- Unidad para las Víctimas

Mi nombre es Alejandra Hernández, tengo 29 años y fui víctima de reclutamiento a los nueve, pero de las Farc. Soy de acá de Bogotá (…) vivíamos en Fontibón, con tres hermanos, pero nos fuimos de vacaciones adonde un tío, a Guamal, en el Meta, en la vereda de Montecristo. Cuando mi mamá se quedó sin trabajo le ofrecieron irse a la escuela de Sierra Morena y nos fuimos para allá a vivir. En ese entonces la guerrilla pasaba con sus armas por la finca todos los días, pero nos decían que ellos eran cazadores.

Un día mi mamá se fue por la remesa de la escuela, era sábado, y llegaron a mi casa, pues como ellos se quedaban en las casas o comían en las casas de la gente, ya eran conocidos realmente, eran como cualquier vecino que pasaba por ahí. Ese día llegaron y me dijeron: “Vamos, que su mamá la está esperando allí”. No fui la única, fui como la penúltima, porque ya venían con más niños. Así me reclutaron con otros 14.

Fueron ocho horas terribles de caminata, porque solo tenía una pantaloneta a cuadros, una esquelético y las chanclas que se usan en el campo. Las ramas me cortaban, fue tenaz. Cuando llegamos al campamento estaban en asamblea general leyendo el reglamento. El comandante nos dijo que a partir de ese momento eramos parte del frente 31 de las Farc. Nos dieron Frutiño y al otro día nos levantaron muy a las 4:30 de la madrugada. Me dieron desayuno, un jean negro, una camiseta negra, una reata, una pistola, dos proveedores y una granada; esa era mi dotación, y tenía que cuidar eso como mi vida, es decir, esa era mi vida. Ya después del entrenamiento me dieron un AK-47, con pecheras, proveedores, puñaleta, machete y dos granadas.

¿El día a día? Te levantabas a las 4:30. De 4:30 a 5:00 de la mañana tenías que recoger tu equipo, la caleta —que no es como una caleta de escondite, sino que es lo que aquí se llama el cambuche—, recoges el plástico, el toldillo, la carpa. Uno se arregla, las botas, la pechera, el equipo, se cepilla, y a las 5:00 tiene que estar uno en formación. Comunican las novedades de lo que pasó en la noche. Y hacia las 6:00, el desayuno, que normalmente era chocolate con leche, “cancharina” y un pedazo de carne. A las 8:00 de la mañana es la primera formación, en la que el oficial de servicio distribuye los oficios que cada uno debe hacer: la “rancha”, que es la comida; la exploración, ver los huecos de basura, cortar leña, cargarla, lavar las ollas, ayudarle al ranchero (…) eso dependía del oficio que lo mandaran a hacer.

Eran tres meses de entrenamiento y cuando estabas en eso, te levantabas a las 4:00 de la madrugada. A la mayoría muchas veces los mandaban a La Uribe o a otra parte a hacer el entrenamiento. A nosotros nos lo hicieron ahí mismo, porque necesitaban rápidamente combatientes. Nos enseñaron a desarmar y armar un fusil, su limpieza, a remolcar, a armar el “economato”, que pesaba cuatro o cinco arrobas. Nos enseñaban todo lo que tiene que aprender un guerrillero normalmente.

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Imagínese que los golpes más duros fueron los primeros: a los ocho días de llegar al campamento me mandaron a lo que se llama una exploración, que es, digamos, ir del campamento al caserío en una comisión chiquitita, para ver si ha pasado el Ejército o para ver qué ha pasado de raro por ahí (…) y ese día, el comandante de la exploración que iba conmigo, junto con tres hombres más, abusó de mí (…) y me dijo que si le contaba al comandante del frente, pues me mataba, que él sabía dónde vivía mi familia y que podía matar a mi mamá. Como la ropa quedó llena de sangre, él dijo: “Entierre esa mierda”. Nadie sospechó nada. Obviamente estaba con ese miedo de que alguien se fuera a enterar.

En el primer combate me oriné. Fue en la Loma de San Juan, al mes de haber sido reclutada, y ese día mataron al comandante del frente donde yo estaba, el comandante Enrique; ese día mataron a mucha gente, y era la primera vez que veía sangre y pedazos de manos, de brazos (…), no puedo explicar qué sentí, no se puede explicar con palabras, pero fue mucho miedo. Esa vez no fue una misión, sino que nos llamaron de refuerzo. Pero le digo que cuando usted está en un combate hay algo que invade su cuerpo, es como una defensa mecánica que usted no piensa en si voy a morir o qué tengo que hacer (…) el cuerpo automáticamente reacciona y lo que hace es defenderse disparando, lanzando una granada. Todas esas cosas que pasan en un combate.

A los ocho meses del reclutamiento me conseguí un socio, que es como un marido, solo que allá se le dice socio. Era un comandante de escuadra. Él tenía como 30 años y yo nueve (…) fue el que se acercó y me lo propuso, y pues yo me decía que cuando fuera a estar con él no iba a poder, porque me iba a doler e iba a sangrar como cuando me abusaron, entonces le conté a una muchacha, que fue como mi mamá en la guerrilla, que me daba miedo tener relaciones. “¿Que por qué?”, me preguntó, y le conté lo que me pasó. Ella me llevó automáticamente donde el comandante del frente y él les hizo un consejo de guerra a las personas que me hicieron eso, porque en el frente donde estaba era prohibido violar a las mujeres (…) a uno solo le dieron fusilamiento, a los otros les dieron sanción.

¿Que por qué se salvaron del fusilamiento? En el consejo de guerra el nivel de sanción depende de cómo es usted en el grupo. Si usted es buena gente con sus compañeros, la gente va a votar para que sea una sanción leve, pero si usted es una porquería, eligen un castigo fuerte. Aún no entiendo cómo no los fusilaron. Ahí, pues, empecé a tener relaciones con el socio, pero no normalmente (…) los dos pedimos permiso. Allá no se paga nada y ni a uno le pagan nada, allá te acercas al comandante y pides un permiso para asociarte. Y sí, creo que él era como una figura paterna para mí.

En El Castillo, en el Meta, para un 7 de diciembre tuvimos un enfrentamiento con los paramilitares y mataron a muchos, muchos guerrilleros (…) no sabíamos contra qué bloque, porque no, eso nunca se sabe contra quién se está enfrentando uno. En el enfrentamiento, el comandante me tuvo que enterrar en un hueco pequeñito, y ahí es donde uno dice que el cuerpo puede hacer muchas cosas (...) me taparon con hojas y me dijo: “Tranquila, que yo vengo por usted”, y él se fue. Estaba ahí quieta, quieta, ya que a mí me inculcaron algo, y es que si el Ejército lo capturaba, había opción de vida, pero si los paramilitares lo capturaban, lo descuartizaban, lo picaban o simplemente lo mataban, o sea, era muerte fija, y lo mismo un guerrillero con un paramilitar (…) esos dos bandos eran algo que se mataban sí o sí, y se mataban de formas muy feas. La tortura era muy fuerte, tanto para los guerrilleros como para los paramilitares.

Duré tres días enterrada en ese hueco. ¿Que por qué me dejó? El comandante me dijo: “Si me la matan, sé que me la van a matar muy feo”, y si me capturaban, pues, siempre será un desprestigio para la guerrilla que cojan a un menor de edad (…) y siempre van a negar que tuvieron menores de edad, entonces, creo que por eso me dejó. Duré tres días ahí, tuve que tomar de mi propia orina para hidratarme. Es que calculo que pasaron, no sé, unas cuatro o cinco horas y los paramilitares acamparon cerca, al lado del río, para tomar agua. Creí que hasta ahí llegaba, pero es tanto lo que uno puede hacer, que usted puede dejar de respirar con tal de sobrevivir. Ya estaba débil, mal, no podía ni llorar porque me daba miedo que por el solo hecho de susurrar me escucharan. Pero el comandante volvió, me dio la mano y me dijo que creía que estaba muerta.

Quedé embarazada a los 11 años de mi socio. La chica que dije que era como mi mamá me hizo la prueba (…) llevaba tres meses de embarazo, me hicieron tomar dos pastas y me hicieron introducir otras dos, me dejaron un rato ahí y me introdujeron una jeringa, me absorbiron el feto y mataron a mi bebé. Mi socio no estaba, y cuando llegó le conté. Él le hizo el reclamo al comandante porque algunos por su rango alto tenían el permiso de mandar a sus socias a la casa (...) a él lo trasladaron de frente, porque eso podía sonar como una desmoralización ante el grupo. Nunca más lo volví a ver y nunca más volví a tener socio.

Mucha gente que está allá ha sido engañada. Se va porque piensa que le van a pagar mucho, por la ambición de tener un arma, muchos se van por rencor o por venganza, porque los jóvenes se agarran con alguien y piensan que van a ir a portar un fusil y van a ir a matarlo, porque les van a tener respeto, pero todo eso es mentira. Realmente tú llegas allá a ser un soldado común y corriente, y no te pagan ni mensualidad ni quincena ni semana, nada. Tú recibes tus tres comidas, tus dos uniformes, tu dotación y ya. Los que manejan plata son los comandantes del frente, los comandantes de dirección, el reemplazante, los que manejan los secuestros, los que manejan la extorsión, los que manejan la droga (…) esos son los que se pueden dar el lujo de tener cadenas, mujeres, de salir a tomar o de llevar su ‘wiskisito’ para el campamento.

Una vez llevábamos como tres días en un combate y mi compañera me dijo: “Volémonos”, y yo le contesté: “¿Y si nos pelan?”. Nos entregamos con armamento. Yo tenía 13 años. Me capturaron. No creían que tuviera 13 años, porque mi cuerpo era muy grande. Confirmaron mis datos, y de ahí pasé a un proceso con el Bienestar Familiar. Ellos buscaron a mi familia y, después de un mes y medio de estar en hogares sustitutos, encuentraron a mi mamá. Fue el día más feliz de mi vida cuando volví a verla.

Adaptarme a la vida civil fue muy duro. El delirio de persecución fue impresionante, me molestaba el ruido. Validé el bachillerato y en el Sena hice un técnico en auxiliar contable y sigo preparándome para salir adelante. Estoy en el Registro Único de Víctimas y hace cuatro años tuve la oportunidad de ingresar a un proyecto artístico donde hay muchas personas que tuvieron una experiencia igual o peor que la mía, y ahí fue donde dejé de sentirme culpable por lo que me pasó, porque no he sido la única. Aprendí a superar lo del aborto, que era algo que no había podido superar; todo eso lo aprendí gracias al arte y al teatro. Y quiero contarles que del reclutamiento sí se puede salir adelante y tener una mejor vida.

* Periodista de la Unidad para las Víctimas.

Por Érick González G.*

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