Delincuencia juvenil: ¿hacia el populismo punitivo?

Confinar a niños sin una oferta idónea para su atención, restauración e inclusión social como sujetos plenos de derechos no garantiza la no repetición.

Rocío Rubio Serrano*
06 de febrero de 2018 - 02:00 a. m.
El tema de rebaja de edad penal para menores recobró relevancia hace unas semanas. / Andrés Torres - El Espectador
El tema de rebaja de edad penal para menores recobró relevancia hace unas semanas. / Andrés Torres - El Espectador

Otra propuesta simplista

El 2 de enero de este año, el candidato presidencial Germán Vargas afirmó en Twitter que la edad de responsabilidad penal debería reducirse de 14 a 12 años. Como es común que los medios informen sobre delitos cometidos por menores de edad, es natural que la ciudadanía responda con indignación y que los candidatos en busca de banderas planteen propuestas ligeras, pero populares, que parezcan “de mano dura”.

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La propuesta de Vargas no pretende defender los derechos de las víctimas, ni los del ofensor: privar de la libertad no resuelve el conflicto generado por el delito, sino que lo pospone. Confinar a niños sin una oferta idónea para su atención, restauración e inclusión social como sujetos plenos de derechos no garantiza la no repetición.

¿Más “mano dura”?

Este tipo de propuestas populistas es bien conocido. Suele decirse, por ejemplo, que la duración de las penas debería ser mayor. Pero ya muchos jueces, formados bajo la cultura de la justicia retributiva, condenan al mayor número de años posibles. Bajo el actual Sistema de Responsabilidad para Adolescentes (SRPA), la tendencia en Colombia ha consistido en imponer la máxima sanción privativa de la libertad para delitos graves: ocho años que deben ser cumplidos en su totalidad, sin la posibilidad de salidas anticipadas ni “rebajas de penas” (como lo establece la reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana).

Esto pone en riesgo el principio de proporcionalidad de la sanción. Niños que son utilizados por verdaderos criminales acaban siendo privados de su libertad por un tiempo incluso mayor que el de sus reclutadores, como lo constatan sentencias de comandantes paramilitares en el proceso de Justicia y Paz. Cabe recordar que la privación de la libertad debería ser el último recurso y que, cuando se trata de adolescentes, debería imponerse por el menor tiempo posible, como lo señalan las Reglas Mínimas de Naciones Unidas para la Administración de la Justicia de Menores. La norma no es arbitraria: está basada en consideraciones sobre lo que implica estar privado de la libertad durante esta etapa clave de la vida.

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El exfiscal Guillermo Mendoza Diago también formuló otra propuesta populista: que los jóvenes ingresen a cárceles de adultos desde los 16 años. La propuesta no sólo es ligera, sino que muestra gran falta de conocimiento sobre el marco de derechos y garantías, fundamentado en el paradigma de la Protección Integral e Interés Superior del Niño. Sorprende que este tipo de medidas sean defendidas por altas autoridades del sistema judicial. No advierte el daño de incluir en un espacio carcelario a adolescentes y adultos sin la infraestructura adecuada, sin regímenes de transición y sin prácticas pedagógicas o restaurativas.

Mediatización y desinformación

El caso del joven de 15 años que presuntamente abusó de su hermana y la asesinó no es un fenómeno común. Tampoco es común que los jóvenes participen del sicariato o de las “casas de pique”. Según el ICBF, cerca del 70 % de los adolescentes que han ingresado al SRPA lo han hecho por hurto o por tráfico, fabricación y porte de estupefacientes. Sólo el 2 % ingresa por homicidio y un 4 % por delitos contra la integridad sexual.

Pero hay un boom político y mediático que busca hacer pasar lo excepcional como si fuese la regla y poner toda la responsabilidad de la violencia y la criminalidad urbana sobre los hombros de los más vulnerables. La mayoría de estos jóvenes provienen de contextos vulnerables. Esto pone en entredicho los programas de protección estatal y exige revisar las políticas sociales para la infancia y la adolescencia. No existe una política robusta de prevención de la violencia y la delincuencia, pese a ser un mandato legal desde 2011 y un compromiso presente en los dos Planes de Desarrollo del gobierno Santos.

Las propuestas “de mano dura” son populares, pero no tienen fundamento real. Ya el Conpes 3629 de 2009 señalaba como uno de los problemas la falta de un sistema de información integral del SRPA, que permitiera tomar decisiones y formular políticas basadas en evidencia cierta.

Los verdaderos problemas

Para lograr la verdadera inclusión de los jóvenes que cometen delitos habría que corregir las graves deficiencias del sistema en términos de cobertura, pertinencia y calidad. Enfocarse en su entorno familiar, escolar y comunitario es de especial importancia. Los centros para cumplir las sanciones deben ser dignos y no cárceles de adultos “desechadas”, como El Buen Pastor en Cali, o coliseos deportivos a punto de colapsar, como sucede en el Archipiélago.

Es necesario revisar el proceso de restablecimiento de derechos de aquellos niños y niñas que incurren en delitos y no son aún sujetos responsables penalmente. Se necesitan defensores de familia y equipos especializados para valorar cada caso y una oferta programática para su adecuada remisión. Es un reto que va más allá de la simple reforma de lineamientos técnicos e involucra el concurso integral del Sistema Nacional de Bienestar Familiar. No debe olvidarse que ya existen experiencias piloto promisorias, como el programa distrital de justicia juvenil en Bogotá o la iniciativa de justicia restaurativa, impulsada por el Ministerio de Justicia y del Derecho.

La protección integral de niños y niñas es responsabilidad de todos. Pensar que la sociedad debe protegerse de jóvenes riesgosos es una mirada reduccionista, pues son los jóvenes —el presente continuo de Colombia— los que deben ser protegidos en primer lugar. No podemos seguir narrando este fenómeno como una tragedia banalizada en la que no tenemos ni arte ni parte. Las salidas simplistas pueden hacer que “la cura resulte más grave que la enfermedad”.

* Antropóloga, magíster en estudios políticos y analista de Razón Pública.

Este texto es publicado gracias a una alianza entre El Espectador y el portal Razón Pública. Lea el artículo original de Razón Pública aquí.

Por Rocío Rubio Serrano*

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