El agua, medida de la fidelidad

El Festival Nocturno de toros en Manizales es una institución. La plaza se llena desde el callejón hasta las banderas. Alcanza los 14.000 aficionados y, claro está, aficionadas, que son muchas y muy lindas.

Alfredo Molano Bravo - Especial para El Espectador
07 de enero de 2017 - 05:32 p. m.
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El Festival Nocturno de toros en Manizales es una institución. La plaza se llena desde el callejón hasta las banderas. Alcanza los 14.000 aficionados y, claro está, aficionadas, que son muchas y muy lindas. Campesinos cafeteros de los pueblos cercanos –y no tan cercanos–, pequeños empresarios y comerciantes –incluidos los rebuscadores clásicos–, hacendados, ganaderos, políticos se encuentran cada año a las 7 de la noche llueva, truene o relampaguee, para aplaudir grandes figuras del toreo.

El viernes pasado, cuando las galerías comenzaban a llenarse, el Ruiz envió su avanzada sobre la plaza. Unas gotas de advertencia para que la afición tuviera tiempo de calarse capas, chubasqueros y encauchados. A medida que la gente se acomodaba y se saludaba, el agua aumentaba. Había posibilidad de echarse para atrás, pero nadie lo hizo. Cuando no cabía una persona más y el obispo, el gobernador, el alcalde, los altos mandos militares y la Virgen de La Macarena estaban en el patio de cuadrillas secos y listos para desfilar, se desgajó el aguacero. Las graderías eran cascadas, los rayos iluminaban los tendidos y los truenos parecían ecos del infierno. Pero nadie se movía de su sitio. Tampoco Antonia, aterida de frío. El agua no permitía encender las velas con que se alumbra el ruedo, ni siquiera los reflectores se podían encender. Y la gente inmóvil, aguantando. El obispo decidió mojarse y los notables, sin otra opción, lo siguieron. Dieron la vuelta entera sobre una arena que naufragaba. La empresa consultó a los toreros y ninguno se rajó. ¡Al toro! Y al toro fueron. El aguante de la gente, de toda la gente, dio cuenta de la profunda fuerza que tiene la afición a los toros y de la fidelidad de los toreros a la plaza: no cobran un centavo y los millones que se recogen van directamente a las cuentas de la Fundación del Hospital Infantil.

Se echaron novillos toros de cuatro años acabados de cumplir, de la ganadería Ernesto Gutiérrez. Salvo el último, que dio guerra de cobarde, los demás dieron juego. Bravo y noble el segundo, que correspondió al Juli; encastados el primero y el cuarto. El que toreó Castella no ayudó al torero. La empresa ordenó recuperar la pista con aserrín. Gran trabajo hicieron los monosabios, figuras muy queridas por la afición.

Pepe Manrique es un torero hecho y derecho que tiene la virtud de no olvidar que fue novillero. Torea buscando sin descomponer su figura, tiene algo juvenil en la forma como se para y espera. El aguacero no daba tregua. Y la gente ahí. Sin moverse. Morante cumplió. Digo, hizo un par de lances a la

verónica de esos que llaman "de verdad". El Juli hizo lo que suele hacer: seducir al público con su seguridad, su alegría y su conocimiento de las suertes y de los toros. Habría podido seguir toreando toda la noche mientras siguiera lloviendo, pero paró a recoger, con una escotada fulminante, dos orejas. Y el aguacero fue mermando, de suerte que a Castella le tocaron sólo unas gotas ya escasas, tan escasas como fueron sus pases de buena factura. El torito no daba mucho, pese a la voluntad del francés, ya colombiano de hecho. Perera salió a mostrarle a Castella que sabía también hacer los invertidos por la espalda y los hizo. Y sacó oles. Mostró su izquierda sin mucha suerte, pero la afición, temblando de frío, a esa hora no estaba para observar cánones. Castrillón estuvo valiente y, agregaría, muy valiente frente a un toro parado al que logró sacar, pese a la sequía, tal cual pase. Hermoso de Mendoza exhibió sus cabalgaduras, se deleitó con las palmas y agradó al público. A mitad de su número saltaron a la arena una docena de personajes muy bien trajeados a la portuguesa, los Forçados. Uno, el más adelantado, se acercó con cautela al toro que estaba en tablas. Los demás iban a la zaga del desafiante. Movió la cintura, se puso una especie de gorro frigio y ganó paso a paso con prudencia y gracia la distancia hacia el toro, hasta que se arrancó el bicho y el personaje saltó –mejor sería decir se encaramó– sobre el novillo, le tapó los ojos con las piernas y se abrazó a los cuernos. El toro embistió sin ver al resto de forçados que, como los ciudadanos del país de los enanos, trincaron al toro hasta detenerlo. Luego, todos a una, lo soltaron y el torito quedó medio loco sin saber qué le había sucedido. Es un espectáculo que se hace en muchas corridas de Portugal.

Al filo de la 11 y media se terminó el festejo. La gente tiritaba pero salió alegre. El Festival evidencia cuán viva y fuerte es la afición a los toros en el país, porque a Manizales van aficionados de todas partes.

Por Alfredo Molano Bravo - Especial para El Espectador

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