El drama de sobrevivir al terremoto de Armenia

Cuando un mal sueño despertó a Alicia antes del amanecer, su esposo Antonio todavía no se había levantado a hervir el agua para el café de las seis de la mañana.

Juan Diego Ramírez - @JuanDiegoR
25 de enero de 2019 - 02:41 p. m.
El drama de sobrevivir al terremoto de Armenia

Sentada en el borde de la cama, clavó su mirada en las baldosas blancas, pero se concentró en tratar de interpretar las dos pesadillas que la atormentaron en la medianoche y en la madrugada. Reprodujo la escena en que los salones del colegio Rufino –donde estudiaron sus dos hermanos– se habían convertido en escombros y la cancha en un jardín con tallos delgados que brotaban de las cabezas de bebés recién nacidos. Luego recordó el sueño de la madrugada que tenía más fresco. Era igual de inverosímil que el primero, pero también con textura de vida real. No había imágenes, ni personas. Solo una voz que informaba:

–Se cayó el cuerpo de bomberos. ¡Se cayó!

A pesar de la reputación de pitonisa, no identificó símbolos en ninguna pesadilla más allá de lo explícito: algo habría de caerse. Luego de escuchar el relato, Antonio tampoco consiguió interpretar algún augurio adicional, pero en lugar de profundizar en las posibilidades, iniciaron las labores diarias de un lunes ordinario. Él salió del cuarto y atravesó el largo pasillo hasta la cocina para servirse café, y ella cruzó el hall de alcobas para lactar a su bebé de dos meses y medio. Si algo habría de caerse no podían sentarse a esperar su ruido contra el piso.

Antes de las ocho de la mañana volvieron a coincidir en el cuarto, se dieron la espalda mientras cada uno se calzaba en un borde de la cama. Los tacones. Los mocasines. No hablaron más de las pesadillas, pero cada uno recordó en silencio esa madrugada de 1992 en que ella soñó con su suegra vestida de novia y ese mismo día la suegra murió cansada de luchar contra un cáncer.

Caminaron por el pasillo hasta la cocina y se despidieron justo antes de bajar por las escaleras del parqueadero. Él se subió en su Twingo con dirección al tribunal de justicia y ella en un Sprint con dirección a su oficina de abogada independiente. Esa sería la última vez en años que visitarían el centro de Armenia sin temor a morir aplastados.

Cuando regresaron a casa, el bebé jugaba con la señora de las labores domésticas, mientras el hijo mayor disfrutaba de sus últimos días de vacaciones antes de entrar a tercero de primaria. Lo regañaron por permanecer vestido con una pijama azul y tirado en la alfombra del cuarto de huéspedes viendo televisión. Luego de sentarse junto a todos en el comedor redondo de madera oscura, prometió bañarse después del almuerzo.

Los fríjoles con arroz, tajadas y carne molida desaparecieron con rapidez del plato de Antonio y luego del de Alicia, que alternaba las cucharadas propias con unas cuantas de compota para el bebé. Ella abandonó la mesa para lactar al bebé y él para dormir la siesta. Mañana sin tinto no es mañana y almuerzo sin siesta de mediodía no es vida. Decían los abuelos. El único que permaneció sentado fue el hijo mayor, que masticaba y se levantaba a patear un balón de plástico, masticaba otro poco y se quedaba viendo los puntos negros de la madera en el techo, masticaba los trozos de maduro y comprobaba que el comedor podía bailar por una pata despicada.

Faltaban dos cucharadas. Máximo tres. Pero antes de acabar le pareció más divertido apoyar las manos con fuerza sobre la mesa para hacerla tambalear. Cuando por fin acorraló una porción de fríjoles y arroces con su cuchara, la mesa volvió a tambalearse en el mismo instante en que Alicia lactaba al bebé en el hall de alcobas, Antonio dormía bocabajo en la pieza de huéspedes y la señora de las labores domésticas extendía una sábana en el patio de ropas. A pesar de no haber ejercido ningún peso sobre ella, la mesa se sacudió con una fuerza descomunal, al igual que la silla de Alicia, la cama de Antonio y la escalera de plástico que la señora usaba para alcanzar las cuerdas de extender la ropa. Y la mesa no solo se movió hacia los lados. No solo en círculos. También saltó e hizo saltar el plato. El niño se levantó de la silla y por un segundo trató de entender por qué no podía mantenerse en pie. Solo reaccionó cuando Alicia le gritó desde el final del pasillo.

Debió meterse debajo de la mesa, como le habían sugerido en el colegio en caso de temblores. Debió acurrucarse junto al biffé para formar el triángulo de la vida. Debió dirigirse a la puerta de entrada, mucho más cerca que el punto desde donde le gritaba su madre. Incluso alcanzó a mirar la puerta de reojo, a unos cuatro metros de la mesa bailarina, pero prefirió morir aplastado con los suyos en lugar de sobrevivir a sus muertes trágicas. Se concentró en sus piernas y en poder sostenerse hasta el final del pasillo y allí se volvieron a encontrar todos. Alicia, debajo del marco de una puerta, abrazó a sus dos hijos mientras gritaba ¡Dios mío, protégenos! y mientras el bebé lloraba como un desamparado; Antonio, debajo de otro marco, se quedó en silencio mientras atajaba lo que se desprendía de las puntillas: un espejo de cuerpo entero y un reloj pendular que marcaba la 1:19 de la tarde; y la señora de las labores domésticas, que se levantó tras caerse de la escalera de plástico, llegó corriendo hasta el marco de la tercera habitación para observar cómo se mareaba sin hacer nada.

La tierra crujió bajo sus pies como un monstruo de caverna, las maderas del techo se pegaron entre sí como las claves del Joe en La Rebelión, las ventanas amenazaron con volverse pólvora. Parecía que un gran lobo soplador hubiera encontrado la casa de los tres cerditos. Sin embargo, la casa sobrevivió. Salvo por un vidrio del patio de ropas, unas témperas abiertas que se cayeron de la mesa infantil en el patio trasero y una grieta en la pared de la cocina, la casa se mantuvo firme durante 28 segundos.

28 segundos de terror.

Solo eso pudieron escuchar de una cadena radial que Antonio sintonizó por unos segundos antes de perder la señal y el acceso a cualquier tipo de medio informativo por el corte de electricidad. El niño escuchó la noticia y fue consciente de que nunca hasta ese momento de su vida había entendido el significado de la palabra terremoto. En el colegio solo habían hablado de temblores y de qué hacer durante un movimiento telúrico. Pero nunca le hablaron de lo que sucede después de uno.

Se sentaron en la sala, junto a la puerta de entrada, a esperar noticias o a que alguien les explicara algo más. Un aguacero aumentó la angustia. Duraron unos 10 minutos viéndose las caras y tratando de comprender, hasta que fueron conscientes de que un ruido de la calle traspasaba la ventana y entorpecía los pocos diálogos entre ellos: las sirenas, los pitos, las aspas de helicópteros, los lamentos de los heridos que caminaban desamparados y la lluvia que levantaba una nube gris del piso. La calle 10 norte donde se apostaba la casa conectaba los barrios del occidente con la avenida Bolívar que llegaba hasta el hospital San Juan de Dios, por eso comenzaron a pasar con frecuencia camionetas con bultos de heridos en sus platones, y motociclistas llevando y trayendo mensajes. De muertos, de desaparecidos, de destrucciones, de pronósticos. Eran los únicos que podían movilizarse por las partes más afectadas de la ciudad, porque los escombros dificultaban el paso de vehículos. Un conductor de moto era, al mismo tiempo, un reportero de calle y el dueño de la verdad.

Después del aguacero, Antonio salió de la casa para buscar respuestas y caminó hasta la esquina donde interceptó a un motociclista que le contó demasiado para los pocos minutos que hablaron mientras el segundo se quitaba el impermeable contra la lluvia. El motociclista venía del barrio San José –o eso le entendió Antonio–, pudo bajar por la calle 21 a pesar de las grietas en el pavimento, cruzó la carrera 19, atravesó como pudo los escombros del edificio Colmena que minutos antes se había desplomado, llegó a una esquina de la Plaza Bolívar en donde le contaron que el edificio de la Asamblea Departamental se había desplazado como una caja de cartón por el viento, más adelante se sorprendió con el vació que había dejado el colegio Oficial y continuó hacia un norte menos destruido en su objetivo de llegar al hospital San Juan de Dios. Antonio, aún sin ser consciente de la noticia, repasó el recorrido en su mente y recordó dos puntos que el motociclista omitió de la ruta: el colegio Rufino y el cuerpo de bomberos. Preguntó por ambos y la respuesta le encalambró el alma por un momento.

–Están en el suelo.

Cuando regresó a la casa, la señora de las labores domésticas se había despedido en busca de familiares sobrevivientes y nunca más volverían a saber de ella. Pero lo que le importaba a Antonio era darle la razón a los sueños de Alicia. La encontró tratando de dormir al bebé en el corral que improvisó junto al sofá. Ambos se quedaron de piedra. No solo por la premonición cumplida, sino porque también habían conocido un poco sobre la gravedad del terremoto. Ahora querían saberlo todo, por eso él desorganizó el clóset y la mesa de noche para buscar unas pilas que le sirvieran a un radio-televisor. No lo usaba desde la noche de 1997 en que fue a ver cómo el Bucaramanga, con gol del Fantasma Ballesteros, le ganó al Deportes Quindío en el estadio Centenario. Instaló unas doble A y se concentró en el aparato sobre el muro de madera para poner las llaves. Mientras llegaban familiares, amigos y amigos de amigos en busca de una casa sin tantas escaleras para pasar la angustia, él trataba de sintonizar Caracol Televisión para confirmar la veracidad del motociclista.

Cuando unos recién llegados contaban entre sollozos cómo sobrevivieron a un edificio que se meció durante los 28 segundos, la imagen apareció en el radio-televisor. Ocho personas, incluyendo las hermanas de Alicia, rodearon en silencio el aparato para ver la noticia a blanco y negro: un periodista que se presentaba como Rafael Poveda dio un breve informe desde un punto irreconocible de la ciudad, habló de destrucciones sin precedentes, de 6.2 grados con poca profundidad, de miles de heridos, de muchos muertos. Luego le dio paso a la cámara del helicóptero que confirmó los rumores y todos rompieron en llanto por la crudeza de la imagen panorámica.

La mitad de Armenia era puro escombro

Algunos se abrazaron, Alicia lloró en el hombro de una de sus hermanas, otros prefirieron estar solos. Y Antonio caminó con lentitud hasta las escaleras del portón, se sentó tan encorvado como un caracol, puso sus manos sobre la frente y sus codos sobre los muslos. Y dejó deslizar la primera lágrima desde la muerte de su madre en 1992. Ay, mi ciudad. ¿Qué le pasó a mi ciudad?

No volvieron a cerrar la puerta, por miedo a otro temblor que la atascara con ellos adentro y esa medida coincidió con su significado simbólico: Antonio y Alicia dejaron entrar a todos los que llegaron a pedir hospedaje, porque sus viviendas habían quedado agrietadas, o vivían en pisos altos, o necesitaban compañía para sobrellevar la angustia. Otros llegaron de paso, por un poco de agua de panela o pidiendo el botiquín de primeros auxilios. Una amiga de la familia, que venía cerca del terminal de transporte, apareció con la mitad de su cara cubierta de sangre y con la boca sonriendo. ¡Estamos vivos!, dijo con buen humor y agitación después de caminar más de 10 kilómetros desde su barrio. Ella no había podido esquivar un ladrillo en dirección a su frente, ni su hermano había evitado un muro que le dislocó el hombro. Pero los dos, al igual que su madre y su hermana menor, pudieron salir de la casa antes de verla desplomarse con parsimonia. Luego de contar su testimonio mientras se limpiaba la herida con agua oxigenada y algodones, siguió su camino hacia el hospital a buscar familiares. Alicia y Antonio la despidieron con la esperenza, y la incertidumbre también, por volverla a ver.

A juzgar por la fachada angosta, la casa heredada por la mamá de Antonio daba la impresión de ser pequeña, pero una vez adentro (luego de subir ocho escalones desde la calle), se presentaba imponente, con un pasillo que a lado y lado dejaba ver los espacios independientes de la sala, estudio adyacente a un baño social, comedor, cocina con escaleras al garaje, patio de ropas con techo de vidrio, un cuarto de servicio con baño, un hall de techo elevado, un hall de alcobas donde convergían tres habitaciones y al final un patio de sol. Con tantos lugares, Antonio y Alicia no tuvieron corazón para negarle la entrada a alguien y por eso la casa se convirtió en un campamento de colchones y colchonetas ubicados en el comedor, la sala y el estudio.

Nadie quiso instalarse en los cuartos al final del pasillo, por miedo a no alcanzar a llegar a la puerta en medio de otro temblor. 25 personas, incluyendo los niños y dos personas que decían ser los padres de la amiga de una amiga, estaban al interior de la casa cuando a las 5:40 de la tarde volvió a moverse el piso casi tan fuerte como cuatro horas atrás. El poste de electricidad del frente amenazó con desplomarse y la calle produjo ondas en su pavimento. Duró mucho menos de 28 segundos, pero después de detenerse esa réplica de 5.4 grados, los motociclistas trajeron más noticias trágicas que luego confirmaron en radio y que alimentaron las teorías del vecino fatalista de la cuadra.

–Esto está jodido. Los japoneses dicen que es el fin de Armenia.

Las mujeres de la casa fingieron ignorarlo y luego hicieron apagar el radio para extinguir el pesimismo. Y en especial para convocar a un rosario en la sala que incluyó peticiones y lamentos por casi una hora. La impotencia y falta de luz que suplieron con las velas que sobraron del diciembre anterior los obligó a acostarse antes de las 7:00 de la noche con la puerta abierta, al creer que los ladrones también se habían convertido en damnificados. Pero al día siguiente notarían cuán equivocados estaban.

Esa noche fingieron dormir: algunos sentados y otros arrumados sobre los colchones. Y todos, a excepción del bebé, se quedaron con los zapatos puestos por si acaso tenían que salir corriendo. La angustia, la inminencia de otra réplica, los murmullos por el pasillo, los sollozos contenidos y las sirenas llegando tenues desde muy lejos, no dejaron conciliar el sueño, por eso al día siguiente caminaron como zombis por el insomnio y la incertidumbre, tratando de acostumbrarse a una mezcla de sensaciones contradictorias: alegría incompleta de estar vivo, dolor por las vidas perdidas, incomprensión del tiempo e incertidumbre. El pasado antes del terremoto daba nostalgia, el pasado después del terremoto dolía, el presente ni idea y el futuro solo se atravesaba con pesimismo.

Y, por supuesto, también tuvieron que acostumbrarse al miedo. Miedo por el que algunos se colgaron pitos por si acaso tenían que comunicarse bajo escombros. Por el miedo decidieron permanecer siempre con zapatos y dejar las puertas abiertas, incluyendo la principal y las de los tres baños. De hecho, 24 de las 25 personas prefirieron no ducharse con tal de evitar la posibilidad de que un temblor los descubriera echándose agua de un balde. Solo la hermana de Alicia se atrevió a bañarse despavorida y todos consideraron su decisión como un acto de temeridad e irresponsabilidad por malgastar el agua de la caneca.

–Primero muerta que sencilla –les respondió.

Para otros, había asuntos más preocupantes, como la falta de comida para alimentar a 25 personas por tiempo indefinido. La mañana con cereales al desayuno no los alarmó tanto como la escasez al mediodía: seis latas de atún, pan y agua de panela fue lo único que hubo para el almuerzo ante la falta de gas, electricidad y más productos no perecederos en la alacena. Algunos sugirieron pasar por sus casas a traer lo necesario y lo hicieron. Uno de ellos, que obtuvo información del centro, mencionó la posibilidad de saquear supermercados –como lo estaban haciendo varios a pesar de la reacción hostil de unos pocos policías– y también la posibilidad de unirse a filas interminables para recibir mercados de ayuda a los damnificados. Pero la mayoría decidió descartar ambas opciones. Ese momento de impotencia coincidió con la llegada de una camioneta de platón gigante y placas de Cali que se estacionó justo al frente de la casa. Era un primo de Antonio y la primera cara sin rastros de tristeza que veían en 24 horas. Desde su ciudad pudo llegar a Armenia rodeándola para evitar los escombros, y su sonrisa optimista sirvió de paliativo, así como el mercado sirvió para al menos 15 días. Además, traía una planta de energía de medio metro de alto por 80 centímetros de ancho que solo necesitaba un operario que supiera instalarla.

Mientras una de las hospedadas se fue a buscar a un electricista sobreviviente, sacaron uno de los dos carros del parqueadero, metieron el mercado y ubicaron entre tres hombres la planta pesada. Al cabo de 40 minutos, un electricista prendió la planta y aprovecharon la electricidad para repasar las noticias en televisión y para cocinar unas carnes antes de que se pudrieran en el congelador. Pero la tranquilidad malograda les iba a durar poco. Cuando Antonio abría una lata de maíz, escuchó cómo unos cuchicheos se convirtieron en gritos y vio cómo los de la cuadra corrían hacia sus casas. Los rumores eran tan angustiantes como un coro de ladridos acercándose.

–¡Ya vienen los vándalos! ¡Vienen por el Parque Sucre! –pasó gritando el vecino fatalista.

Antonio solo comprendió que una casa con la puerta de entrada y del garaje abiertas, exhibiendo el mercado y con las luces prendidas gracias a una planta de energía, sería carne para perros. Mientras le pidió a alguien que arrumara el mercado para él poder parquear el carro de nuevo, recordó las noticias de los 70 fugados de la cárcel de Calarcá justo después del terremoto, de las bandas de otras ciudades que se movilizaron a Armenia en busca de lo abandonado, de las Fuerzas Públicas diezmadas porque sus policías ya eran damnificados más y de los que quedaron sin nada y decidieron reconstruir sus cambuches con lo que arrebataban en un pueblo sin Dios ni Ley.

Antonio corrió hacia su cuarto, abrió la caja fuerte en el clóset y sacó un revólver prestado, ordenó que cerraran la puerta y se ubicaran lejos de las ventanas. Ya era muy tarde para acudir a un electricista que desconectara la planta, así que apagaron las luces e incluso las velas, y se sentaron a esperar a los vándalos que venían arrasando y violando desde el sur de Armenia. Eso decían. Cuando el ruido de la planta los atrajera, pensaba Antonio en su interior, se defendería a plomo por primera vez en su vida. Alicia le decía que entregaran todo sin resistencia, que haber sobrevivido era más valioso que una planta de energía y cualquier pertenencia. Pero Antonio, aunque pensaba igual, se sentía responsable de su territorio y de los que estaban en su interior. El terremoto cambió los papeles de algunos, como el de los damnificados que decidieron robar por necesidad y como el de Antonio que se convirtió, de buenas a primeras, en un hombre de armas tomar.

Poco después de las 10:00 de la noche no habían visto a ningún vándalo y ya habían ido en puntitas a traer al electricista para apagar la planta y no volverla a prender hasta que restablecieran el orden en Armenia. Prendieron velas. Luego ajustaron la puerta, la mayoría se fue a dormir con un ojo abierto, Alicia trató de conciliar el sueño sentada en el sofá junto a sus dos hijos, uno recostado en sus piernas y otro en el corral. Y otros como Antonio, sentado en las escaleras, se mantuvieron en guardia, sentenciándose al insomnio y al frío de la intemperie.

El pánico se convirtió en una especie de virus y lo sospecharon con una de las tres hijas de la mejor amiga de Antonio, cuando esta se negó a quitarse unas botas que le ayudaban a saltar más rápido por encima de los colchones y la gente en el momento de las réplicas. Otro día fue más evidente su locura, cuando se reía a carcajadas mientras corría hacia la calle en medio de un nuevo temblor. Y después no quedó duda de su descontrol cuando no pudo detener una risa nerviosa a pesar de que ya había dejado de temblar. Solo una cachetada de su madre, que le gritó ¡despierte, mija! mientras mandaba la mano, le devolvió el mando de sí misma.

El miedo se les notaba en sus caras y en sus historias y lo comprobaron la noche en que el sobrino de Alicia, que fue a buscar sábanas en un cuarto al final del pasillo, volvió a la sala huyendo de un fantasma. Le hicieron repetir tres veces la historia y la contaba siempre igual: sintió que alguien lo llamó desde el patio de sol dándole golpes sutiles a la ventana y después de correr las cortinas en dos oportunidades, comprobó que no era nadie de esta dimensión. Se lo atribuyeron a su imaginación, pero una hermana de Alicia, menos escéptica que el resto, recordó que la Universidad del Quindío, a tres cuadras de la casa, se había convertido en uno de los anfiteatros de la ciudad.

–Armenia ya solo es una ciudad de zombis y fantasmas.

Pasaron cuatro días después del terremoto cuando un bombillo de la sala, sin ayuda de la planta de energía, les iluminó los rostros mientras comían atún en tortillas. Los abrazos y las risas los tranquilizó pero no erradicó el miedo, por eso siguieron durmiendo en los mismos sitios. En la madrugada del 31 de enero, el sonido del teléfono despertó del todo a los que estaban en el estudio, incluyendo a Antonio, tratando de dormir a pesar de muchas voces que se escuchaban en la calle. Una de las hospedadas, más cerca del aparato, contestó con susto y conservó el rostro de pánico mientras escuchaba la voz al otro lado de la línea. Cuando le preguntaron qué había pasado, adquirió el discurso del vecino fatalista.

–Dizque los japoneses están diciendo que va a temblar como a las 3:00 de la mañana. Dizque más duro que el mismísimo terremoto.

Salieron a la calle a las volandas, al comprobar que faltaban 30 minutos para la hora del apocalipsis y entonces descubrieron que las voces que no dejaban dormir pertenecían a las de todos los vecinos de la cuadra que ya sabían los pronósticos japoneses. El bebé lloraba de frío a pesar de la cobija que lo arropaba en brazos de Alicia, a quien se aferraba su otro hijo. La angustia les generó ganas de llorar a todos: tal vez porque la madrugada tiene ese silencio que aturde a los que quisieran estar en cama y que aumenta la ansiedad por lo inminente. Esta vez no era un amanecer, sino un terremoto que hundiría a Armenia. Eso trató de argumentar el vecino fatalista durante los 20 minutos en que los otros se miraron los unos a los otros esperando la zarandeada, hasta que uno de los vecinos soltó un grito de desespero.

–¡Jueputa, no más! Si me he de morir aplastado, que sea durmiendo.

Luego a Antonio se le ocurrió preguntarle a su hospedada con quién había hablado al teléfono (no sé, fue la respuesta). Les repitió la pregunta a otros vecinos, que también habían aceptado haberse informado por una llamada telefónica, y entonces no solo contemplaron la idea de que fuese una broma, sino que todos encontraron la excusa perfecta para refugiarse de nuevo en sus casas.

Sin embargo. A las 3:03 de la mañana volvieron a encontrarse todos en la calle. Agitados, pálidos. La broma se había hecho un poco realidad. Al menos se alegraron de que Armenia seguía en su sitio. Ese sería el último pánico grande que sintieron después del terremoto porque para alivio de todos, los supuestos japoneses dejaron de difundir pronósticos a través de rumores y los temblores se fueron desapareciendo con los días. Luego de un mes, todos regresaron a sus casas, mientras que Antonio y Alicia volvieron a dormir en los cuartos del final del pasillo.

Pero muchos años después se dieron cuenta de que el miedo nunca se marchó de cada uno, como tampoco la melancolía de los tiempos antes del 25 de enero de 1999. La sensación era más notoria en los que nunca se fueron de Armenia. El terremoto les arrebató un poquito de alegría, de confianza por la vida, las personas y los pisos altos. El turismo en la zona, que cogió fama con los años, les recordó el dinamismo de otras épocas, pero después de las temporadas altas, cuando se iba la alegría del foráneo, las calles se descongestionaban y se podía dormir con menos ruido la siesta del mediodía, Armenia volvía a recordar un poco a aquella ciudad de zombis y fantasmas. La que generaba sensaciones contradictorias: alegría incompleta de estar vivo y pesimismo ante el futuro.

Las 25 personas que se hospedaron en la casa de Antonio y Alicia, del 25 de enero al 20 de febrero, no padecieron muertes cercanas, no aguantaron hambre, ni vieron a un solo vándalo. Pero inconscientemente se quedaron esperando a que se hundiera Armenia como decían los japoneses, a que la muerte regresara con su guadaña afilada y a que por fin llegaran a robarse la luz de la planta de energía. Por eso, muchos años después del terremoto, Alicia se seguía despertando sobresaltada con una frase en los labios:

–¡Se cayó el colegio Rufino!

Solo era el recuerdo de un sueño ya hecho realidad.

*Esta es una historia real basada en la experiencia de quien suscribe. Si bien no se compara con el dolor de muchas otras víctimas del terremoto, describe los hechos y las consecuencias de manera exacta y cronólogica. Si tienen comentarios, me agradaría leerlos en mi cuenta de Twitter @JuanDiegoR. Gracias.

Por Juan Diego Ramírez - @JuanDiegoR

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