El Guillermo Cano de ficción

El libretista de la serie emitida en 2012 narra cómo recreó a este maestro del periodismo.

Juan Camilo Ferrand, ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
16 de diciembre de 2016 - 03:54 a. m.
El actor Germán Quintero interpretó a Guillermo Cano en la serie que se emitió por Caracol Televisión entre mayo y  noviembre de 2012.   / Cortesía Caracol Televisión
El actor Germán Quintero interpretó a Guillermo Cano en la serie que se emitió por Caracol Televisión entre mayo y noviembre de 2012. / Cortesía Caracol Televisión

“Yo quiero contarle al mundo quién fue el hombre que mató a mi papá”.

Las palabras fueron de Camilo Cano, hijo de Guillermo Cano y gestor de la serie Escobar, el patrón del mal, en su intención de sumarme a lo que apenas era un proyecto, en 2009. (Vea el especial 30 años sin Guillermo Cano)

Casi dos años después, cuando me encontraba entregado a la escritura de los primeros capítulos, tras un estricto proceso de investigación, le pregunté a Camilo si estaba preparado para que al comienzo de la serie los televidentes se identificaran con Pablo Escobar, nada menos que el autor intelectual de la muerte de su padre. (Vea qué pasaba en Colombia 100 días antes de que asesinaran a Guillermo Cano)

La palabra identificación habla de la empatía que la audiencia ha de sentir por un personaje y, por ende, del deseo y la voluntad de acompañarlo en cualquiera sea su viaje dentro de la historia. (Guillermo Cano, como referente)

Camilo sabía que esta empatía era inevitable, pero compartía conmigo la certeza de que la fortaleza de otros personajes, entre ellos Guillermo Cano, crearía un nuevo juego de poderes emocionales, y la identificación dejaría de pesar sobre Escobar. (Estas eran las luchas de Guillermo Cano)

Para recrear al Guillermo Cano de la historia no sólo tenía las referencias que me podía dar Camilo, sino que conté con la ayuda de Ana María Busquets, su esposa, y la de sus otros dos hijos varones, Juan Guillermo y Fernando, además de testimonios de periodistas y conocidos y decenas de Libretas de Apuntes y editoriales, en los que don Guillermo vestía al país con su opinión, al tiempo que desnudaba su alma. (Estas eran las pasiones de Guillermo Cano)

Pero había otro lazo que me unía con la familia Cano y era —de nuevo— la empatía y el afecto que sentía (aún lo siento, por supuesto) por Camilo y Ana María, hijos de Camilo y nietos de un abuelo que jamás conocieron, pero que pronto descubrirían en pantalla, interpretado por un actor, aunque ajustado a algo que sería muy apegado a la realidad.

Por primera vez, Guillermo Cano tendría una nueva vida, esta vez en televisión.

Nace Guillermo Cano

El personaje de la serie tenía un perfil claro, impregnado en el imaginario de quienes lo conocieron: un hombre mayor y canoso, con gafas de marco grueso, que caminaba con una mano en el bolsillo y la otra sosteniendo su infaltable cigarrillo mentolado.

Su personalidad llamaba un periodista recto, intuitivo y liberal; un esposo amoroso y hogareño; un padre comprensivo, divertido y confidente; un abuelo alcahuete y apapachador, amplio, entregado.

Un personaje que, junto con Rodrigo Lara y Luis Carlos Galán, marcaría la gran tríada que le haría contrapeso a Escobar, pero cuya valentía e integridad serían insuficientes para derrotar la cobardía de las balas. Un infortunio para la historia tanto del país como de la serie.

Durante los capítulos en los que tuvo aparición intenté poner en los libretos las cualidades que se le aducían, aunque el ejercicio resultara, en últimas, insuficiente. La historia de lo ocurrido debía replicarse en la serie, sin condimentos, sin alteraciones que cambiaran el rumbo de un pasado conocido. Pero también ocurrió lo que suele pasar en los proyectos de ficción y es que los personajes comienzan a tener voz y voto propios.

El Guillermo Cano de El patrón del mal se fue volviendo entonces una amalgama del real con el ficticio, un personaje que, gracias a la terquedad de su hijo menor y a la alquimia de la televisión, tuvo la oportunidad de vivir una vez más, sin tener la certeza, sólo la sórdida sospecha, de que lo iban a matar.

Este don Guillermo era un ser amoroso con sus hijos, su esposa y sus nietas, estricto pero amable con sus periodistas, ajeno a los coqueteos propios del poder público, pero a la vez compasivo con los políticos que eran atacados o combatían a Escobar, enemigo común. Un personaje que sólo usaba su máquina de escribir y su periódico como mecanismos de defensa, jamás de ofensa, que reaccionaba a la agenda nacional y no proponía una propia. Un periodista terco, persistente y perspicaz, empeñado en desenmarañar la red de mentiras con la cual Pablo Escobar había llegado a ocupar una curul en el Congreso, y luego a combatir su actividad ilegal desde la trinchera de un periodismo serio, comprometido e incómodo.

Cuando el Guillermo de vida real llegaba a casa y doña Ana María, su esposa, le preguntaba qué había pasado, él solo respondía: nada, no pasó nada. Iba al periódico temprano, regresaba a su casa a almorzar, dormía una pequeña siesta, volvía al periódico y luego retomaba su camino de vuelta para ver el noticiero de las 7:00. Jugaba con sus nietas y se empeñaba en ver Los Picapiedra para luego comentar el episodio con Adelaida, su nieta mayor. Se pegaba del radio y de su cigarrillo, y a veces lo adobaba con un whisky o dos, hasta que años antes de su muerte, una inoportuna diabetes le amargó el trago. Pocos detalles como estos quedaron en la serie, pues al Guillermo Cano de ficción no le alcanzó el tiempo ni la exposición en pantalla para mostrar en pleno su cotidianidad.

Su muerte

El tiempo de la serie avanzaba y se acercaba inexorable el 17 de diciembre de 1986. Una vez más, las balas del narcotráfico estaban destinadas a acabar con el hombre que les amargaba las mañanas a los mafiosos de Medellín cada vez que publicaba una nueva noticia o un editorial en los que denunciaba su accionar. No había llamadas amenazantes, ni intentos por suspender la distribución del diario en Antioquia. Guillermo Cano y El Espectador seguían, persistían, existían. Hasta que las acciones que transcurrieron la decisión del patrón se sucedieron unas tras otras.

Para ese momento, la empatía de la audiencia debía de estar volcada hacia el Guillermo Cano de ficción, el valiente periodista que rechazó los servicios de su chofer para no hacerle correr el riesgo de morir, el hombre de casa que horneaba tortas con su nieta mayor, el mismo que salía al centro comercial a comprar los regalos de Navidad para sus seres queridos, los cuales terminó almacenando en la inmensa cajuela de su Subaru station wagon.

Entonces, por más escenas que estiraran lo inevitable, que aplazaran la llegada de aquel momento, el final del capítulo 26 tenía que ser escrito. La intempestiva muerte de don Guillermo, esa que no les dio tiempo a sus hijos para decirle a su padre lo mucho que lo querían, fue el resultado de la moto, los sicarios y las balas. La familia Cano tuvo la oportunidad, al menos en la serie, de hacer un video de Navidad para su padre, en el que cada uno de sus miembros le enviaba un mensaje de afecto, esta vez hecho con las palabras de los personajes reales, no los de ficción. Una oportunidad de la vida para sacar palabras ahogadas durante años.

Al escribir el punto final de este episodio, después de todos los esfuerzos por retratar de manera fidedigna a don Guillermo Cano en la serie, entendí que ese personaje, aunque basado en la vida real, no dejaba de vivir en la ficción. Y la razón me la dio Camilo, luego de leer la primera versión de ese capítulo: en Guillermo Cano eran sus dedos los que hablaban, nunca su voz.

Por Juan Camilo Ferrand, ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

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